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Yo espío…, yo acuso

Cuando todos creíamos que la Guerra Fría era cosa del pasado y los espías meros personajes de ficción de las novelas de John le Carré, he aquí que en estos últimos años nos hemos visto envueltos en las viejas prácticas de la antigua y denostada diplomacia. Todo parecía bien regulado y los servicios de inteligencia, necesarios en todo país moderno respetuoso con el estado de derecho, cumplían fielmente y con eficacia sus labores de información y protección de los intereses nacionales. Hasta aquí nada que objetar.



Sin embargo, cuando estalló el caso Snowden, se reveló con claridad el grado y la intensidad de las actuaciones de los servicios y agencias de información norteamericanas que espiaron a todo el mundo, incluidos a los países aliados. En este sentido, habría que haber puesto en marcha algunas medidas y mecanismos para frenar y exigir responsabilidades por las violaciones de uno de los principios sagrados de las democracias occidentales: el respecto a la privacidad e intimidad de las personas.

Cuando estalló este caso se afirmó, y así se sigue haciendo hasta ahora, que la razón que justifica estas acciones es el establecimiento de garantías de seguridad para la ciudadanía y para incrementar la eficacia de la lucha contra el terrorismo; surgida a raíz del 11 de septiembre y prolongada hasta hoy por las amenazas del mal llamado Estado Islámico (ISI).

Aunque estas explicaciones sean lógicas y puedan calificarse de aceptables, la opinión pública europea no entiende por qué es necesario escuchar y espiar a líderes aliados, salvo que la Agencia de Seguridad Nacional norteamericana estime que la canciller Merkel es una peligrosa radical islamista o el presidente Hollande, un fanático miembro del ejército del ISI.

Las recientes revelaciones del espionaje a los últimos presidentes de la República francesa no debieran extrañarnos pero sí requerirían de una reacción enérgica y contundente de los políticos europeos. Parte de esta situación se debe a que no se reaccionó adecuadamente cuando se conocieron las actuaciones reveladas por Snowden. La Unión Europea debería haber exigido explicaciones y reparaciones a su aliado norteamericano.

No creo que el presidente Obama fuese consciente de la gravedad de esta situación, pero los europeos no deberían haberse quedado satisfechos con unas simples declaraciones de que EE.UU. ya no realizaría más acciones de este tipo en el futuro. Lo que hace falta es un compromiso real y vinculante para que esta situación no se vuelva a repetir. Y hasta que no se logre, los europeos deberían ralentizar las negociaciones del TTIP, el Tratado de Comercio e Inversiones entre EE.UU. y la Unión Europea.

No se puede firmar un Tratado de tanta transcendencia con un aliado que escucha y espía a sus más próximos socios e interlocutores. ¿Cómo podríamos negociar nuestros intereses comerciales si somos incapaces de defender nuestros valores esenciales de ética democrática? ¿Cómo EE.UU nos tomará en serio si no somos capaces de exigir la reparación de aquello que forma parte de nuestra ciudadanía democrática?

Y, en este sentido, podríamos además preguntarnos ¿qué hubiese ocurrido si las escuchas y las actuaciones hubiesen sido ejecutadas por la Federación de Rusia y dirigidas por los herederos de la siempre opaca KGB? Estoy seguro que la Unión Europea y los Estados miembros habrían llamado a consultas a todos sus embajadores en Moscú y se hubiesen reforzado aún más las sanciones contra Rusia. Todo el imaginario colectivo de la «guerra de espías» se hubiera desencadenado sin duda alguna.

Es por ello que antes de ampliar el campo de actuación de las escuchas para prevenir y luchar contra el terrorismo convendría actuar siempre dentro de un marco legal y de respeto al estado de derecho. Paradójicamente, Francia se queja de las escuchas de los norteamericanos y, ese mismo día, decide cambiar su legislación y permitir que se controlen las comunicaciones de los extranjeros en su país. Todos tenemos que ser solidarios en la lucha contra el terrorismo; todos debemos condenar sin paliativos los actos de barbarie que se han producido en Francia, pero hay que recordar que los autores eran franceses y no extranjeros.

Todos estamos de acuerdo en que el Estado y el Gobierno francés deben movilizar sus recursos para erradicar esta amenaza, pero todos debemos defender también que la mayor y mejor arma de la que disponemos los demócratas frente al fanatismo es profundizar y defender sin fisuras el Estado de Derecho y los principios y valores de nuestro sistema democrático.

La cooperación internacional es necesaria y el conocimiento de las redes yihadistas también, como lo prueban los atentados en países musulmanes y la última tragedia de Túnez, aunque no se deben aplicar indiscriminadamente medidas contra extranjeros cuando los autores de los atentados son tus propios nacionales. No podemos caer en la incitación de abrir una guerra entre culturas y civilizaciones.

La patria de la libertad ha caído en la trampa de la insaciable sed de conocer más y más información; se puede comprender por los horribles y abyectos atentados sufridos contra Charlie Hebdo y los últimos perpetrados en territorio francés, pero difícilmente se pueden justificar si defendemos los valores y principios de sociedades democráticas avanzadas. Si se sigue en esta dirección y se cae en esta trampa volveremos peligrosamente a los tiempos denunciados por Émile Zola: j’accuse, y se acusará antes de tiempo a extranjeros que no siempre contarán con garantías legales suficientes para sus defensas.

MIGUEL ÁNGEL MORATINOS
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