Probablemente os ha ocurrido alguna vez el hecho de ir conduciendo distraído por la ciudad y no percatarte de que una persona está cruzando un paso de cebra hasta llegar a este y frenar de forma brusca. En ocasiones, el peatón ni siquiera advierte lo cerca que ha estado de ser arrollado por el coche, confiado de cruzar por un lugar especialmente habilitado para ello por la normativa de Seguridad Vial.
Sin embargo, el paso de cebra tan solo consiste en unas franjas blancas paralelas pintadas sobre el asfalto. No hay sistema de seguridad alguno para salvaguardar la integridad de los peatones. Una mirada distraída a la derecha, una discusión acalorada con el copiloto o cambiar de emisora, y se puede desencadenar un accidente.
En realidad, la única garantía reside en la presunción de atención del conductor a la carretera y de respeto de este al sistema de convenciones que regulan el tráfico. Es decir, nuestra seguridad se encomienda a una confianza ciega.
Este es sólo un ejemplo de la abrumadora dependencia mutua que caracteriza todo cuerpo social y avala el funcionamiento más o menos armónico de la vida en colectividad. Por mucho que la ingeniería publicitaria, los libros de autoayuda o el liberalismo prediquen la unicidad del individuo y las bondades de ir por libre, lo cierto es que cada uno de nuestros gestos cotidianos, así como nuestra propia supervivencia, dependen del trabajo anónimo del resto.
Desde que tomamos una ducha de agua caliente por la mañana hasta que llegamos a nuestro lugar de trabajo en transporte público han intervenido multitud de personas que posibilitan una rutina de la que creemos ser los únicos responsables en virtud a una falsa percepción de autonomía. Como en un hormiguero, el valor de un solo sujeto es insignificante salvo en su coordinación con el resto.
No obstante, el impacto que el mal funcionamiento de uno de los nodos de esta inmensa red puede producir en el resto no es, desde luego, reducido. El conductor que habla por el móvil y se salta un stop, el operario de una central nuclear que ignora un aviso de seguridad, el meteorólogo que subestima un ciclón, el médico que no diagnostica una enfermedad infecciosa, el hombre de la compañía del gas que no verifica correctamente los conductos de un bloque de edificios… o el piloto de avión que decide suicidarse estrellándose contra una montaña con cientos de pasajeros a bordo.
El factor humano es lo que nos mantiene vivos, lo que permite que la sociedad funcione. Pero al mismo tiempo es también la amenaza que niega la previsibilidad del sistema y desvela su incapacidad para ser automatizado. Ante esta circunstancia, por muy inconcebible que pueda parecer, la única garantía sigue siendo la más arcaica actividad de todas: confiar en los demás.
Sin embargo, el paso de cebra tan solo consiste en unas franjas blancas paralelas pintadas sobre el asfalto. No hay sistema de seguridad alguno para salvaguardar la integridad de los peatones. Una mirada distraída a la derecha, una discusión acalorada con el copiloto o cambiar de emisora, y se puede desencadenar un accidente.
En realidad, la única garantía reside en la presunción de atención del conductor a la carretera y de respeto de este al sistema de convenciones que regulan el tráfico. Es decir, nuestra seguridad se encomienda a una confianza ciega.
Este es sólo un ejemplo de la abrumadora dependencia mutua que caracteriza todo cuerpo social y avala el funcionamiento más o menos armónico de la vida en colectividad. Por mucho que la ingeniería publicitaria, los libros de autoayuda o el liberalismo prediquen la unicidad del individuo y las bondades de ir por libre, lo cierto es que cada uno de nuestros gestos cotidianos, así como nuestra propia supervivencia, dependen del trabajo anónimo del resto.
Desde que tomamos una ducha de agua caliente por la mañana hasta que llegamos a nuestro lugar de trabajo en transporte público han intervenido multitud de personas que posibilitan una rutina de la que creemos ser los únicos responsables en virtud a una falsa percepción de autonomía. Como en un hormiguero, el valor de un solo sujeto es insignificante salvo en su coordinación con el resto.
No obstante, el impacto que el mal funcionamiento de uno de los nodos de esta inmensa red puede producir en el resto no es, desde luego, reducido. El conductor que habla por el móvil y se salta un stop, el operario de una central nuclear que ignora un aviso de seguridad, el meteorólogo que subestima un ciclón, el médico que no diagnostica una enfermedad infecciosa, el hombre de la compañía del gas que no verifica correctamente los conductos de un bloque de edificios… o el piloto de avión que decide suicidarse estrellándose contra una montaña con cientos de pasajeros a bordo.
El factor humano es lo que nos mantiene vivos, lo que permite que la sociedad funcione. Pero al mismo tiempo es también la amenaza que niega la previsibilidad del sistema y desvela su incapacidad para ser automatizado. Ante esta circunstancia, por muy inconcebible que pueda parecer, la única garantía sigue siendo la más arcaica actividad de todas: confiar en los demás.
JESÚS C. ÁLVAREZ