España, año 2015 de nuestro Señor. Los alumnos de bachillerato deberán reconocer "con asombro el origen divino del cosmos y su incapacidad de la persona para alcanzar por sí misma la felicidad". En el instituto, y en una asignatura de Religión. Así se establece en el Boletín Oficial del Estado (BOE). Un segundo, confirmamos: España, 2015.
Este tipo de asuntos suelen estar rodeados de una fuerte polémica, aunque en muchas ocasiones no se atine a aplicar el foco. Indudablemente, toda religión parte de una concepción divina del mundo, por lo que no hay que asustarse con este tipo de asunciones radicales. De hecho, son las mismas desde hace siglos y nadie ha podido erradicarlas a pesar del progreso en todos los campos del conocimiento humano. La cuestión sería más bien responder por qué existe una asignatura de religión en el currículo académico de los jóvenes españoles.
Por mucho que se haya falseado la materia durante las legislaciones educativas del PSOE con aproximaciones ambiguas y supuestamente objetivas, como eso de la historia de las religiones, sigue siendo un disparate que un estado aconfesional forme a sus ciudadanos en preceptos religiosos creacionistas.
Y que además lo haga en centros públicos o con dinero público en centros concertados religiosos donde se oficie misa antes de iniciar las clases. Es como si el Estado mandase de nuevo a la hoguera a todos los científicos y hombres de letras que se opusieron a la visión teológica del mundo y murieron por ello.
Naturalmente, cada persona es libre de profesar el credo que necesite, pero no es lógico contraponer en una institución educativa la fe con la ciencia como si fueran dos instancias equiparables entre las que hacer una elección. Al igual que no es necesaria la fe para conocer la temperatura de ebullición del agua, la ciencia está fuera de lugar si lo que se pretende es dilucidar la existencia de Dios, pues en este punto no hay razón alguna a la que aferrarse.
Otra cuestión es si preferimos negar el caos y el misterio impenetrable del universo en favor de una visión teleológica del mismo con un principio ordenador y divino, para así calmar nuestra ansiedad ante la insignificancia de nuestra existencia y lo escurridizo de la felicidad. Es perfectamente comprensible, e incluso puede llegar a ser positivo.
Ahora bien, las nuevas generaciones no deben realizar esa elección o ser adoctrinados en la necesidad de llevarla a cabo en un instituto o colegio. Pues de ese modo estaríamos reproduciendo las mismas disociaciones entre lo público y el ámbito privado de la fe que han marcado la historia y que aún hoy se extienden en nuestro país en controversias como el aborto, la eutanasia o el progreso científico por obra y gracia de la Iglesia católica y su brazo político.
Este tipo de asuntos suelen estar rodeados de una fuerte polémica, aunque en muchas ocasiones no se atine a aplicar el foco. Indudablemente, toda religión parte de una concepción divina del mundo, por lo que no hay que asustarse con este tipo de asunciones radicales. De hecho, son las mismas desde hace siglos y nadie ha podido erradicarlas a pesar del progreso en todos los campos del conocimiento humano. La cuestión sería más bien responder por qué existe una asignatura de religión en el currículo académico de los jóvenes españoles.
Por mucho que se haya falseado la materia durante las legislaciones educativas del PSOE con aproximaciones ambiguas y supuestamente objetivas, como eso de la historia de las religiones, sigue siendo un disparate que un estado aconfesional forme a sus ciudadanos en preceptos religiosos creacionistas.
Y que además lo haga en centros públicos o con dinero público en centros concertados religiosos donde se oficie misa antes de iniciar las clases. Es como si el Estado mandase de nuevo a la hoguera a todos los científicos y hombres de letras que se opusieron a la visión teológica del mundo y murieron por ello.
Naturalmente, cada persona es libre de profesar el credo que necesite, pero no es lógico contraponer en una institución educativa la fe con la ciencia como si fueran dos instancias equiparables entre las que hacer una elección. Al igual que no es necesaria la fe para conocer la temperatura de ebullición del agua, la ciencia está fuera de lugar si lo que se pretende es dilucidar la existencia de Dios, pues en este punto no hay razón alguna a la que aferrarse.
Otra cuestión es si preferimos negar el caos y el misterio impenetrable del universo en favor de una visión teleológica del mismo con un principio ordenador y divino, para así calmar nuestra ansiedad ante la insignificancia de nuestra existencia y lo escurridizo de la felicidad. Es perfectamente comprensible, e incluso puede llegar a ser positivo.
Ahora bien, las nuevas generaciones no deben realizar esa elección o ser adoctrinados en la necesidad de llevarla a cabo en un instituto o colegio. Pues de ese modo estaríamos reproduciendo las mismas disociaciones entre lo público y el ámbito privado de la fe que han marcado la historia y que aún hoy se extienden en nuestro país en controversias como el aborto, la eutanasia o el progreso científico por obra y gracia de la Iglesia católica y su brazo político.
JESÚS C. ÁLVAREZ