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Arriba España

Hubiera seguido a Robespierre hasta la muerte. La suya, claro. Fui marxista después de mi muerte, pimentón antes que vivo. Admiré a Felipe González cuando Isidoro tiraba a la canasta en el Bosque de Sherwood. Sin embargo, cuando cumplí dos años de edad, comuniqué insolentado a mi progenitor que quería dejar de ser cabrerizo y que me cambiaba de señor de la guerra. ¿La razón? Felipe pasó de hacer flexiones en pelotas a moverse en el Western con pedriza. De ser un tirillas con ortodoncia a ser el espadón de los poderosos.



Después, bamboleé entre el POUM y el PCE mientras ambas milicias movían la charnela y la aviónica madre no hacía más que embarcar a tontos motivados en las tetas del Tíbet. El obrero amaina, los guacamayos tiran chinas. El político se frota las pezuñas, comienza a hablar con anticonceptivos. Teje su telaraña para marionetas e incautos.

¿Recuerdan a aquel pingüino? Sí, hombre, le dieron ustedes el Poder Ejecutivo. La primera vez que barqueé en democracia, me dispuse a depositar mi voto sacrosanto en aquel cesto para ovíparos; el aliento a güisqui de un viejo duende y sabio me dio una hostia tal cual alguien me hubiera lanzado un duro con la cabeza del rey Amadeo.

—Niño, ahí tienes los papelones. Jandillas, Miuras, de Dolores Aguirre, Fuente Ymbro... Vota a quien quieras, pero en cuanto lo hagas echa a correr...

—¿Hasta llegar a mi casa? ¿Allí estaré a salvo?

—Hasta que te mueras o te maten estos.

Recuerdo a un joven que pidió coca ante la urna electoral y le entregaron cremor. "¡Menuda estafa esta democracia! Me voy". Voté a Julio Anguita, el último profeta –con permiso de Makinavaja– una vez que Cristo hubo dimitido al tercer día. Voté al único político que llamaba "gilipollas" al electorado y aún así le aplaudían.

"Lo mejor que ha tenido España en los últimos años ha sido la media", me decía un descendiente de los Trastámara."¿Hablamos de fútbol?". "¿De qué si no?". Y ahora, años después, soy epicúreo encabronado, soy un leproso que aclama el acto terrorista. Votaré a quien ponga cargas de dinamita en los palacios de gobierno.

Ella era falangista de las que aún quedan por ahí. Un falangismo muy de Grey y sus sombras, muy de grey y de pan de Cerro Muriano. Yo, rojo de los que habrá siempre, de los que combaten nublados y no se llevan bien con el sol.

Nos conocimos una noche. Durante un enfrentamiento entre rojos y fachas. Llovían trompas y cadenas de perro, mordiscos a traviesa. Ella marchaba con sus guerrillas sobre una nube de camomila, con el desenfreno del tiburón. Yo iba por la Vía Apia, apuñalando el motor, tres tazas de café y un mártir hecho santo. Obsesionado con decapitar al rey.

Ella marchaba toscana y parlante, con su altanería episcopal, bonita, altiva, limando los tejados, apretando fuerte a su sombra. Repartía hielo con las eses de su cuerpo. Yo me disponía a colocar una bomba casera, ecológicamente sostenible, en la catedral de Granada. Fue un arrebato desafortunado, me arrepiento, aunque la culpa la tuvieron los Amantes del Círculo Polar, de Medem, que nos llevó a Henry King y a mí, en primer lugar, a tratar de violar al "Peke", provocativo hasta la náusea con su pijama de Peter Pan.

Hicimos la bomba como quien hace torrijas y nos fuimos ese 20-N dispuestos a alcanzar la gloria binladiana. Pero fue verla, con su culito caucasiano y su veneno esgrimista... Yo ya me relamía con el Hong Kong entre sus piernas, con sus pechos con osos panda. Primero me propinó un mandoble, me miró desafiante con sus ojos al Oporto. A mí me llovía en un rincón. Me llegaron las primeras heridas de bala.

Me miró con el hastío del sepulturero y me ofreció su cuello como el conejo suicida señala el vivar de conejos al cabrón del sombrero. Comenzó a devorar mi yugular africana y no seguió hasta más allá del Río Bravo pues barruntaba que se encontraría con la media europea en calzado.

Nos excitamos con esos roces gladiadores. Era su boca el oro que sobra en palacio, boca aumentada, despedazándome. Yo llamaba a mi mamá, gimoteando, sus mamas corrían en manadas por la calle estafeta. Ella me dio una cornada, yo le dí un puntazo.

Recuerdo sus raíles temblorosos, la acrobacia de sus piernas llenándome de bronce; rompí los cristales de su camisa de niña bien, estalló el "Mein" bajo mis aguas y le dejé una fullería de a un dracma en pagaré. Nos entendimos muy bien pues los dos presentábamos idénticas acreditaciones. Yo 32, ella 17.

Éramos dos psicópatas con muchas especialidades. Nos marchamos a Calcuta buscando tranquilidad y dimos con nuestros huesos en un bar donde nuestros corazones podían ser elásticos. El grifo de cerveza golpeaba como el pugil al aire. Sonaba un violín sobre un puente y ella quiso buscarle un lunar al lobo.

Desde arriba nos miraban los cojones del Toro de Osborne. Las hojas de los árboles estaban nerviosas. Me dio un golpe con su luz blanca. "¿Nos metemos en el río?", preguntó una vez estaba en pelotas. ¿Quién declaró potable al amor? Nunca entendí el amor. Ni la mentalidad china, ni la ridiculez de las lágrimas y los mocos.

"Ámate siempre en minoría", me repetía a mí mismo; mírate en el punto de mira y no te sientes sobre el gatillo. En los hombres, el amor es un duplicado de la estupidez, una katana cortando de la nuez para abajo. Ve tú solo, súmate los poemas de los perros, el vino de capilla, ve para Santiago, ahórcate con todas las encrucijadas y muere menos riguroso, con perro, vino y en carne viva.

¡Ah, el Quijote! ¡La última corrida del amor! ¡El último murciélago vivo! El amor es una revolución de dos días. Al tercero, toca depurar pues todo es chatarra. El amor ha de ser la Santísima Trinidad del Trío, la ciencia que cada tiempo se condena a muerte. El amor tiene que ser pecado, espacios abiertos, tocadiscos con escalera, orgías con coreografía; la revolución mexicana con sales de baño.

No llegamos a intimar con el río. Sí con el RIP de los difuntos, pues nos moríamos, enfermos, cronificados, a punto de ser fusilados. Echamos un pulso de calor y menta con la punta de la lengua. Lo más cerca que he estado de Hitler practicándome un neumotórax. No hizo falta río alguno. Mojó la cara del hombre, había colores en sus tobillos. Y ahí empezó todo.

Comíamos, bebíamos, fornicábamos como burgueses italianos de la mercantil Florencia, con galantería, versos, violas, bailes, elegancia, gusto exquisito. También con insultos, mofas, hebillas, zumbidos de gorila. "Tengo 31 pares de besos para tu médula, para tu dorso, para tu piel", te digo.

El primer plato, unos excelentes pechos gratinados, insurgentes, muy pequeños y redondos, vivos ante el olfato de la lengua, húmedos en la frontera de Plutón, fáciles de comprimir y desfigurar a base de palmaditas traviesas en la base de su péndulo.

Difícil digestión para la retina mayúscula del hombre, hombre afrentado y desdeñoso, morocho y mazorquero con las trabas, con los tributos, con los aranceles, con las geometrías que muestran pero no enseñan, con lo que se ve y con lo que se podría ver.

Permanezco con una erección imposible, como un tuareg emboscado en las yemas traicioneras del sáhara. Llevo en los oídos tus tacones y un sepulcro en reposo. Produces ebullición en mis dientes. Sufro sin temor los espasmos de tu vagina en VHS, la niña de la peli sale del pozo para dejarme boquiabierto.

Cada pulsión te arranca un gemido, me reitero en caricias, en promesas de dentista, te susurro y siseo, te trato de convencer de la temporalidad del dolor. Tu estás obnubilada, traspuesta ante el humo furioso de la cobra erguida. Deseas que muerda tu tobillo. Piernas en alto, los muslos besan los pezones, queda al descubierto un sexo repujado con identidad de budión adulto.

Tu trasero es un acuario de agua dulce con ondulaciones místicas cuando lo azoto. Tú y yo, nadando en una paellera. Te observas en el espejo, ves un molde desordenado, un cronómetro adherido a una bomba. En la excitación de la proscrita, de la sumida en el caldo del deseo, borbotones de esperma pasional resbalan por tus pechos menudos, inocentes bajo la piel de una camisa abierta, limones blancos de nieve, sagrario de lágrimas. Los pezones, agasajados por el soplo de una boca soñada en los silencios de esas estatuas helénicas.

Un zumo de vistas y miradas buhoneras, fantasía de mandingos esclavos. Cuando analizo tu cuerpo desnudo, se me viene la Osa Mayor al verbo. Te rasuras el pubis con una fina y concéntrica línea de chantilly para afeitado. Me arrojo al suelo, a las olas internas del suelo frío, siento que me estoy muriendo, bebiendo despacito litros de cripta como soldado de Napoleón a 28 grados bajo cero en las placas lituanas. Brillan tus pezones de fierro antiguo. Enjuagas las muelas con agua limpia y vuelves a preparar tu amor en una tetera.

Mi camareta está acondicionada como islote para la locura. En el centro, una cómoda de laca negra, y sobre ella, una perdiz roja embalsamada sangrando formol. El incienso arde en su doble alma. Yo soy un gallito inglés descalzo, sin cresta ni carbón. Yo soy la cabra y tú el Minotauro. Desmadejado y precipitado sobre un perchero rojo, un salto de cama de tul en negro zozobra entre temblores de desequilibrio.

Es largo, transparente, con marabú al cuello. Tus braguitas negras dejan un rastro de alimenticia sugestión, indicios de un desenvainado lento y litúrgico. Esas bragas pobres, de colegiala japonesa, bragas borrachas, donde se atisban las primeras fechorías del orgasmo. Esos orgasmos salvajes que fingen representar la espectacular muerte de un caballo árabe en la batalla.

Gateo por la maleza oscura que nos separa, mis dedos hacen muecas entre el muro y la tumba. Busco el túnel de tus ojos, la fuente preciosa de los comienzos antes de que se seque. Miro tus pechos. Son un sorbo de malta. ¿Qué fuiste antes de ser falangista? Podría afirmar sin género de dudas que eres un producto cartesiano de un indulto tras la guerra civil.

Vuelves a la cama. Volvemos a unirnos. La habitación se abandona al hambre. Te alimentas de mi pirriquio, yo meto fuego a tu siguiente capítulo. Los demonios pasan de un cuerpo a otro. Soy búfalo multiorgásmico, te digo.

Sobre un almohadón de sábanas mareadas y desvanecidas por el suelo, casamata de bombardeo y zapa, tu cuerpo desuñado y fluvial, recostado en posición fetal, completamente desnudo, viajando los vértigos eléctricos por el envés brillante de tus glúteos curados y curvosos, prometidos a la turgencia más perfecta, desatornilladas tus piernas de un sexo pulposo, sudado y agotado, sin aliento.

Tu sexo es coqueto y los labios se estrellan carnosos a la sombra árida de los muslos, pareciendo bocas de riego abiertas que dan chocolate claro a la francesa. Me pides que me marche. Tengo quemaduras en el cuarto ventrículo.

—Deja la Falange y vete con Colón a otro patio. Aborrece a la Falange, que sin pretenderlo es la Armada del amor idiota. Esas flechas de Cupido, ese yugo que son cuernos y hostias. Ama y acércate por unos momentos al radiador, pero repliégate en orden cuando apriete el calor.

—Dejo España, te digo apesadumbrado. Ahí la dejo, con su amor, sus poetas y sus niñeras.

—¿Dónde irás? –preguntas fingiendo que te importa.

—Me marcho con el Estado Islámico.

J. DELGADO-CHUMILLA
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