Que la economía se interpreta a través de magnitudes diversas y a menudo contradictorias es un hecho que explica, entre otras cosas, la existencia de diferentes recetas económicas y hasta de distintas doctrinas o escuelas económicas, a las que se adscriben la miríada de expertos que cada día nos pronostican una cosa y la contraria.
Sólo así puede asumirse que, para algunos, la recuperación económica de España sea un hecho incontestable, basado en la evolución de determinadas magnitudes macroeconómicas, mientras que para otros, con el apoyo de otras cifras igual de rigurosas, como la tasa de paro o el índice de préstamos al consumo, esa recuperación diste mucho de ser una realidad que alcance al conjunto de la actividad económica, asegurando incluso que nuestro país se halla, en realidad, estancado en una deflación que nos hace ver espejismos de recuperación.
Desde esa diversidad interpretativa se entiende que el Gobierno “venda” a la galería de la opinión pública la cara positiva de una recuperación en las tendencias macroeconómicas, debida fundamentalmente a factores ajenos a las medidas adoptadas por el propio Gobierno en su afán por combatir una crisis financiera en la que, a día de hoy, seguimos inmersos.
En un año de apretado calendario electoral, no es de extrañar el interés de los responsables gubernamentales por atribuirse las escasas “alegrías” que la economía puede deparar, tras dos tercios de Legislatura consumidos en recortes, limitación de derechos, austeridad y precariedad en el mercado laboral.
La política basada en ajustes estructurales realizada por el Gobierno conservador de Mariano Rajoy, bajo la promesa de crear empleo, no permite mayores “alegrías” que las de celebrar, como si fueran éxitos suyos, la bajada de los precios del petróleo y cierto repunte del turismo.
El control del déficit mediante la reducción del gasto es una de las herramientas que los gobiernos neoliberales utilizan para enfrentarse a la crisis, haciendo hincapié en la abultada partida dedicada al gasto público por parte del Estado, como si ello fuera la causa de las dificultades económicas que padecemos.
Como revela Óscar Beltrán en un artículo, el gasto público en España supone el 45 por ciento del Producto Interior Bruto, con datos de 2013, lo que nos sitúa entre el cuarto y el sexto país con menor gasto público de la UE. Los recortes en educación, sanidad, dependencia, pensiones y demás prestaciones sociales no parecen justificarse por ese supuesto endeudamiento incontrolado del Estado, ni tampoco han servido para doblegar una crisis que tiene causas más complejas que no han sido atendidas ni corregidas.
La cacareada necesidad de “adelgazar” al Estado, con la reducción del número de empleados públicos, es otro de los mantras aireados por los expertos de una economía basada en postulados neoliberales.
Según datos de la propia Administración Pública, en España hay 2.551.123 funcionarios trabajando en todos los niveles de la Administración (local, autonómica y estatal), a fecha de 2014. Tal número de empleados públicos representa el 18 por ciento de la población activa de nuestro país o el 14 por ciento de la población total.
¿Son muchos? En puridad, somos el cuarto país con menos funcionarios por habitante de Europa: uno por cada 36 vecinos. En Alemania, país de donde proceden las recomendaciones de austeridad que seguimos a rajatabla, hay un funcionario por cada 29 habitantes, y en Francia, uno cada 27. Es decir, la “obesidad” de nuestro Estado no era tan “patológica” como para someterlo a una cura de adelgazamiento que ha provocado la expulsión de cientos de miles trabajadores públicos a la calle.
Tampoco tal porcentaje de trabajadores públicos era un motivo que hiciera crecer el endeudamiento en nuestras finanzas, ni razón para una crisis económica que nos ha golpeado con especial dureza. Sin embargo, se actúa sobre estos aspectos como si fueran culpables absolutos de todos nuestros desajustes financieros y motivo suficiente para provocar aquella alarma de la desconfianza de los “mercados”. Eso es, al menos, lo que se nos ha querido hacer ver para que aceptemos con resignación las recetas “austericidas” que determinada escuela económica nos imponía.
En ese “baile” de cifras también surgen otras magnitudes que revelan la disparidad de criterios que encierra la economía, una ciencia muy poco exacta, para disgusto de sus más dogmáticos gurús. Por ejemplo, se eleva el IVA con la pretensión de recabar mayores ingresos a las arcas públicas, a pesar de que con ello se castiga a los menos pudientes, haciéndoles pagar un impuesto que no diferencia el nivel de renta del consumidor.
Mientras tanto, el IRPF en España es el tercero más alto de la Zona Euro, pero lo que se ingresa con él nos posiciona como el cuarto país con menos recaudación. Quiere esto decir que no hay equidad en las políticas que se aplican para afrontar la crisis y el desplome, por falta de actividad económica, de los ingresos del Estado.
Pero en vez de actuar sobre un impuesto equitativo, como es el IRPF, manifiestamente ineficaz para lograr los niveles de recaudación que se consiguen en otras latitudes, se prefiere la injusta “comodidad” de elevar el IVA, sin importar que artículos de primera necesidad no puedan ser adquiridos por personas con dificultades económicas.
Con todo, el presidente del Gobierno se muestra “animado y esperanzado” con la evolución de las cifras del paro, a tenor de los datos que ofrece la última Encuesta de Población Activa, pues considera que se ha roto la tendencia de destrucción de empleo.
Una vez más, las cifras permiten la euforia contenida de los responsables gubernamentales y la crítica agria de los partidos de la oposición y los sindicatos, que se fijan en que, en esta Legislatura, se han destruido 1.300.000 puestos de trabajo, a pesar de las promesas del Gobierno de crear empleo como objetivo prioritario.
Ya no hay alusión a la socorrida “herencia recibida” para excusar un incumplimiento tan flagrante, ya que el legado de Rajoy será aun peor que el de Zapatero. Todavía hay cinco millones de personas que carecen de un puesto de trabajo en España y, al ritmo con que se está creando empleo, incluso precario, se tardarán lustros en recuperar las cifras anteriores a la crisis, cuando el mercado del trabajo daba empleo a más de 20 millones de personas y los desocupados no sumaban los dos millones de parados, frente a los cinco actuales.
Si este panorama es para tirar cohetes, el Gobierno sabrá el porqué, pero la verdad es que ni con sus cifras ni con las de sus adversarios la economía permite ninguna lectura positiva de la situación española, por mucho que los correligionarios europeos del neoliberalismo, aquellos que nos dictan las políticas a seguir, quieran señalar a nuestro país como ejemplo de lo que hay que hacer para superar la crisis y, de paso, presionar a Grecia para que cumpla lo pactado: es decir, que pague los rescates, no vaya a ser que los acreedores sufran pérdidas en un negocio que prometía pingües beneficios.
Y es que ya se sabe: las pérdidas las soporta siempre el más débil e indefenso, el pueblo, no sus élites. Y la economía, como ciencia, permite eso y lo contrario. Es cuestión de ponerla al servicio de la sociedad o de poner la sociedad al servicio de la economía. Así de fácil.
Sólo así puede asumirse que, para algunos, la recuperación económica de España sea un hecho incontestable, basado en la evolución de determinadas magnitudes macroeconómicas, mientras que para otros, con el apoyo de otras cifras igual de rigurosas, como la tasa de paro o el índice de préstamos al consumo, esa recuperación diste mucho de ser una realidad que alcance al conjunto de la actividad económica, asegurando incluso que nuestro país se halla, en realidad, estancado en una deflación que nos hace ver espejismos de recuperación.
Desde esa diversidad interpretativa se entiende que el Gobierno “venda” a la galería de la opinión pública la cara positiva de una recuperación en las tendencias macroeconómicas, debida fundamentalmente a factores ajenos a las medidas adoptadas por el propio Gobierno en su afán por combatir una crisis financiera en la que, a día de hoy, seguimos inmersos.
En un año de apretado calendario electoral, no es de extrañar el interés de los responsables gubernamentales por atribuirse las escasas “alegrías” que la economía puede deparar, tras dos tercios de Legislatura consumidos en recortes, limitación de derechos, austeridad y precariedad en el mercado laboral.
La política basada en ajustes estructurales realizada por el Gobierno conservador de Mariano Rajoy, bajo la promesa de crear empleo, no permite mayores “alegrías” que las de celebrar, como si fueran éxitos suyos, la bajada de los precios del petróleo y cierto repunte del turismo.
El control del déficit mediante la reducción del gasto es una de las herramientas que los gobiernos neoliberales utilizan para enfrentarse a la crisis, haciendo hincapié en la abultada partida dedicada al gasto público por parte del Estado, como si ello fuera la causa de las dificultades económicas que padecemos.
Como revela Óscar Beltrán en un artículo, el gasto público en España supone el 45 por ciento del Producto Interior Bruto, con datos de 2013, lo que nos sitúa entre el cuarto y el sexto país con menor gasto público de la UE. Los recortes en educación, sanidad, dependencia, pensiones y demás prestaciones sociales no parecen justificarse por ese supuesto endeudamiento incontrolado del Estado, ni tampoco han servido para doblegar una crisis que tiene causas más complejas que no han sido atendidas ni corregidas.
La cacareada necesidad de “adelgazar” al Estado, con la reducción del número de empleados públicos, es otro de los mantras aireados por los expertos de una economía basada en postulados neoliberales.
Según datos de la propia Administración Pública, en España hay 2.551.123 funcionarios trabajando en todos los niveles de la Administración (local, autonómica y estatal), a fecha de 2014. Tal número de empleados públicos representa el 18 por ciento de la población activa de nuestro país o el 14 por ciento de la población total.
¿Son muchos? En puridad, somos el cuarto país con menos funcionarios por habitante de Europa: uno por cada 36 vecinos. En Alemania, país de donde proceden las recomendaciones de austeridad que seguimos a rajatabla, hay un funcionario por cada 29 habitantes, y en Francia, uno cada 27. Es decir, la “obesidad” de nuestro Estado no era tan “patológica” como para someterlo a una cura de adelgazamiento que ha provocado la expulsión de cientos de miles trabajadores públicos a la calle.
Tampoco tal porcentaje de trabajadores públicos era un motivo que hiciera crecer el endeudamiento en nuestras finanzas, ni razón para una crisis económica que nos ha golpeado con especial dureza. Sin embargo, se actúa sobre estos aspectos como si fueran culpables absolutos de todos nuestros desajustes financieros y motivo suficiente para provocar aquella alarma de la desconfianza de los “mercados”. Eso es, al menos, lo que se nos ha querido hacer ver para que aceptemos con resignación las recetas “austericidas” que determinada escuela económica nos imponía.
En ese “baile” de cifras también surgen otras magnitudes que revelan la disparidad de criterios que encierra la economía, una ciencia muy poco exacta, para disgusto de sus más dogmáticos gurús. Por ejemplo, se eleva el IVA con la pretensión de recabar mayores ingresos a las arcas públicas, a pesar de que con ello se castiga a los menos pudientes, haciéndoles pagar un impuesto que no diferencia el nivel de renta del consumidor.
Mientras tanto, el IRPF en España es el tercero más alto de la Zona Euro, pero lo que se ingresa con él nos posiciona como el cuarto país con menos recaudación. Quiere esto decir que no hay equidad en las políticas que se aplican para afrontar la crisis y el desplome, por falta de actividad económica, de los ingresos del Estado.
Pero en vez de actuar sobre un impuesto equitativo, como es el IRPF, manifiestamente ineficaz para lograr los niveles de recaudación que se consiguen en otras latitudes, se prefiere la injusta “comodidad” de elevar el IVA, sin importar que artículos de primera necesidad no puedan ser adquiridos por personas con dificultades económicas.
Con todo, el presidente del Gobierno se muestra “animado y esperanzado” con la evolución de las cifras del paro, a tenor de los datos que ofrece la última Encuesta de Población Activa, pues considera que se ha roto la tendencia de destrucción de empleo.
Una vez más, las cifras permiten la euforia contenida de los responsables gubernamentales y la crítica agria de los partidos de la oposición y los sindicatos, que se fijan en que, en esta Legislatura, se han destruido 1.300.000 puestos de trabajo, a pesar de las promesas del Gobierno de crear empleo como objetivo prioritario.
Ya no hay alusión a la socorrida “herencia recibida” para excusar un incumplimiento tan flagrante, ya que el legado de Rajoy será aun peor que el de Zapatero. Todavía hay cinco millones de personas que carecen de un puesto de trabajo en España y, al ritmo con que se está creando empleo, incluso precario, se tardarán lustros en recuperar las cifras anteriores a la crisis, cuando el mercado del trabajo daba empleo a más de 20 millones de personas y los desocupados no sumaban los dos millones de parados, frente a los cinco actuales.
Si este panorama es para tirar cohetes, el Gobierno sabrá el porqué, pero la verdad es que ni con sus cifras ni con las de sus adversarios la economía permite ninguna lectura positiva de la situación española, por mucho que los correligionarios europeos del neoliberalismo, aquellos que nos dictan las políticas a seguir, quieran señalar a nuestro país como ejemplo de lo que hay que hacer para superar la crisis y, de paso, presionar a Grecia para que cumpla lo pactado: es decir, que pague los rescates, no vaya a ser que los acreedores sufran pérdidas en un negocio que prometía pingües beneficios.
Y es que ya se sabe: las pérdidas las soporta siempre el más débil e indefenso, el pueblo, no sus élites. Y la economía, como ciencia, permite eso y lo contrario. Es cuestión de ponerla al servicio de la sociedad o de poner la sociedad al servicio de la economía. Así de fácil.
DANIEL GUERRERO