Los atentados en Francia, corazón de Europa, contra la revista satírica Charlie Hebdo, por caricaturas supuestamente blasfemas que ofenden a algunos creyentes del Islam, y los movimientos de desatada violencia que están produciéndose en el Cercano Oriente y norte de África, donde grupos armados pretenden fundar un Estado Islámico a sangre y fuego, llevan a los países occidentales a replantearse sus relaciones con ese mundo árabe levantado en armas y adoptar medidas de alerta y prevención que refuercen la seguridad y permitan evitar nuevos atentados terroristas.
La preocupación por estos hechos que amenazan la pacífica convivencia en sociedades que aspiran a preservar sus valores democráticos y en las que imperan los derechos humanos y la libertad como conquistas irrenunciables, constituye un objetivo de primer e inmediato grado.
Pero, ¿cómo aumentar la seguridad sin renunciar a espacios de libertad? ¿Cómo defendernos sin caer en contradicción con nuestros ideales cívicos? ¿Cómo luchar contra el terror sin provocar daños colaterales en nuestros propios derechos y en los pilares sobre los que se asienta la democracia que se pretende defender?
Tras la espontánea oleada de manifestaciones en solidaridad con los ciudadanos asesinados en París, en las que todos expresaban ser Charlie Hebdo, los políticos irrumpieron en escena exponiendo sus planes de salvaguardia del modelo de convivencia democrático con medidas harto discutibles e, incluso, manifiestamente rechazables por aprovechar el repudio a los atentados con la evidente aspiración de retornar a los estados nacionales y el sellado de fronteras.
Utilizaban el terror para impulsar políticas superadas de intolerancia, desunión y aislamiento de las que Europa se aleja con la construcción de su proyecto de Unión continental. El peligro, con estas iniciativas hacia un viejo nacionalismo disgregador, es la manipulación de los sentimientos, mediante las palabras y los conceptos, para implementar una seguridad cuya primera víctima, después de la palabra, será la libertad que disfrutamos en el Viejo Continente. Ya hay muestras de ello.
De manera precipitada, comienzan a abundar proyectos que, en nombre de la seguridad, acarrean el deterioro de las libertades y el sacrificio de derechos que tanto han costado conseguir. Se solicita la supresión del Espacio Schengen para restringir la libre circulación de europeos por Europa y recuperar los pasaportes a la hora de transitar por una Unión de la que formamos parte.
Si fuera sólo un error de cálculo, la medida de volver a establecer las fronteras internas apenas despertaría la atención de los gobernantes, puesto que toda la legislación europea, que se transpone a los Estados miembros, la hace innecesaria.
Pero es que, además, resulta inútil para frenar el fenómeno del terrorismo al que nos enfrentarnos, ya que quienes ejercen la violencia son ciudadanos europeos, de padres o abuelos inmigrantes. Son franceses los que han cometido los últimos atentados en Francia, diga lo que diga Le Pen.
Olvidamos, al parecer, las causas y los métodos de los acontecimientos sangrientos que nos han conmovido y actuamos impulsados por la emoción, no la razón. Ni el cierre de fronteras ni la intolerancia con quien no profesa nuestras costumbres nos protegerá de vivir en la intranquilidad y los peligros del mundo.
Una ceguera que nos hace olvidar que, aparte de los fanáticos yihadistas ejecutores de la masacre, el peligro también radica en quienes son capaces de traficar con armas y las venden al mejor postor, sin importar ideología, religión o color de piel. Tan peligroso como el fanatismo religioso es ese mercado que trafica con armas y que hace posible que se cometan atentados.
De entre todas las medidas anunciadas, ninguna se refiere al control de esas armas, a la vigilancia de ese mercado y a la detención de sus mercaderes sin escrúpulos. Sólo prestamos atención a los que visten turbantes o rezan a dioses extraños para considerarlos sospechosos, sin caer en la cuenta de que el vecino de al lado es quien permite las atrocidades que ellos cometen en su locura. Más que controlar fronteras internas, habría que controlar los negocios clandestinos dentro de ellas, si de verdad queremos hablar de seguridad.
Sin embargo, seguimos actuando impulsados por nuestros prejuicios y llegamos incluso a criminalizar etnias, no a delincuentes. La Dirección General de la Policía ha ordenado retirar una circular de la Jefatura de Sevilla en la que aconsejaba extremar las precauciones sobre aquellas personas de origen árabe por su sola condición racial y por mostrar un comportamiento, a juicio de los agentes, sospechoso, como es estar consultando un ordenador en el interior de un vehículo o estar tomando fotografías fuera de lugares turísticos. Es fácil, movido por un celo excesivo, pasar de la alerta a la exageración, y de la prevención al abuso y atropello. Se obvian los derechos de las personas.
En España, desde hace un tiempo se están dando pasos agigantados hacia el recorte de derechos y libertades en nombre de la seguridad. La Ley Mordaza es claro ejemplo de esa actitud restrictiva de lo que la Carta Magna reconoce como derechos.
Ahora se va a dar un paso más con la nueva Ley Orgánica de Seguridad Nacional que pondrá en manos del presidente del Gobierno la dirección política y estratégica de cualquier situación de crisis, con potestad para movilizar recursos personales y materiales, públicos y privados.
La ley contempla riesgos y amenazas que se consideran “transversales” y conceptos de seguridad interior y exterior que resultan difusos, por lo que se proponen respuestas integrales que dotan al presidente del Gobierno de un poder casi absoluto y sin control, ya que le exime de depender del Congreso como requiere la declaración del Estado de Alarma, Excepción y Sitio. Así, Rajoy puede alardear en un mitin: “No daremos tregua a los enemigos de las libertades”.
Todas estas medidas restrictivas se hacen en nombre de la libertad. La primera víctima de la seguridad es la palabra, pues se manipula con ella, se manosea hasta que cambia su significado y permite inocular nuevas ideas a través de conceptos aceptados, que no despiertan recelo ni rechazo: democracia, libertad, etc.
Todo se hace en nombre de esos sacrosantos ideales. Deterioramos la democracia en nombre de la democracia y reducimos libertades en nombre de la libertad, aunque para ello tengamos que recurrir a las emociones, no a la razón. Y la más fuerte de las emociones es el miedo: es la manera más eficaz de hacer desistir a alguien de sus propósitos o ideas. Con miedo no percibimos que estamos siendo expuestos a la acción de la propaganda. Es una estrategia utilizada anteriormente.
La Patriot Act, aprobada con precipitación tras los atentados a las Torres Gemelas, permitió al presidente norteamericano George W. Bush desarrollar un programa de escuchas sin garantías judiciales.
También en aquella época estábamos en guerra contra el terrorismo, por lo que se elaboraron leyes que permitían a los gobiernos espiar a los ciudadanos. Y en nombre de la seguridad aceptamos ser vigilados, aceptamos fronteras, aceptamos una regulación restrictiva de las manifestaciones públicas, aceptamos nos restrinjan derechos y libertades, reconocemos tener miedo.
Dejamos que utilicen un lenguaje que apela a las emociones antes que a los argumentos racionales para que percibamos una determinada visión de la realidad. Con palabras nos contagian un maniqueísmo con el que contemplamos la política como algo moral, los buenos (nosotros) y los malos (los otros).
Sólo así, inoculados de miedo, renunciamos a nuestras libertades, renunciamos a nuestros derechos en nombre de una seguridad imprescindible, dicen, para defenderlos. Y asumimos que cualquier crítica a la seguridad se rebata como una justificación del enemigo; cualquier discrepancia de los métodos se despache como una concesión a quienes nos atacan; cualquier explicación se tilde de un signo de debilidad.
Como concluye Irene Lozano en un libro de renovada actualidad, “se asfixia el debate, el análisis y el razonamiento, mientras se da oxígeno a cualquier planteamiento emocional de carácter maniqueo”.
Nos preparan sutilmente para que interioricemos un combate que libramos con todas las “armas” posibles, incluidas las que recortan nuestros derechos, las que erosionan las libertades y deterioran la democracia. Un combate del que no exigiremos resultados, no mediremos su eficacia, no enjuiciaremos sus resultados.
Así hasta el próximo atentado, porque recontando arbitrariamente derechos y libertades no se acaba una guerra. Una guerra de la que, como pide José Ignacio Torreblanca, convendría saber cómo vamos a luchar, con quién lo vamos a hacer y con qué objetivos últimos, no vaya ser que, ante la ausencia de análisis de fondo, estemos en realidad asistiendo a iniciativas de cálculo político y electoral, gracias a la propaganda y el miedo, en vez de adoptando soluciones estratégicas globales.
La preocupación por estos hechos que amenazan la pacífica convivencia en sociedades que aspiran a preservar sus valores democráticos y en las que imperan los derechos humanos y la libertad como conquistas irrenunciables, constituye un objetivo de primer e inmediato grado.
Pero, ¿cómo aumentar la seguridad sin renunciar a espacios de libertad? ¿Cómo defendernos sin caer en contradicción con nuestros ideales cívicos? ¿Cómo luchar contra el terror sin provocar daños colaterales en nuestros propios derechos y en los pilares sobre los que se asienta la democracia que se pretende defender?
Tras la espontánea oleada de manifestaciones en solidaridad con los ciudadanos asesinados en París, en las que todos expresaban ser Charlie Hebdo, los políticos irrumpieron en escena exponiendo sus planes de salvaguardia del modelo de convivencia democrático con medidas harto discutibles e, incluso, manifiestamente rechazables por aprovechar el repudio a los atentados con la evidente aspiración de retornar a los estados nacionales y el sellado de fronteras.
Utilizaban el terror para impulsar políticas superadas de intolerancia, desunión y aislamiento de las que Europa se aleja con la construcción de su proyecto de Unión continental. El peligro, con estas iniciativas hacia un viejo nacionalismo disgregador, es la manipulación de los sentimientos, mediante las palabras y los conceptos, para implementar una seguridad cuya primera víctima, después de la palabra, será la libertad que disfrutamos en el Viejo Continente. Ya hay muestras de ello.
De manera precipitada, comienzan a abundar proyectos que, en nombre de la seguridad, acarrean el deterioro de las libertades y el sacrificio de derechos que tanto han costado conseguir. Se solicita la supresión del Espacio Schengen para restringir la libre circulación de europeos por Europa y recuperar los pasaportes a la hora de transitar por una Unión de la que formamos parte.
Si fuera sólo un error de cálculo, la medida de volver a establecer las fronteras internas apenas despertaría la atención de los gobernantes, puesto que toda la legislación europea, que se transpone a los Estados miembros, la hace innecesaria.
Pero es que, además, resulta inútil para frenar el fenómeno del terrorismo al que nos enfrentarnos, ya que quienes ejercen la violencia son ciudadanos europeos, de padres o abuelos inmigrantes. Son franceses los que han cometido los últimos atentados en Francia, diga lo que diga Le Pen.
Olvidamos, al parecer, las causas y los métodos de los acontecimientos sangrientos que nos han conmovido y actuamos impulsados por la emoción, no la razón. Ni el cierre de fronteras ni la intolerancia con quien no profesa nuestras costumbres nos protegerá de vivir en la intranquilidad y los peligros del mundo.
Una ceguera que nos hace olvidar que, aparte de los fanáticos yihadistas ejecutores de la masacre, el peligro también radica en quienes son capaces de traficar con armas y las venden al mejor postor, sin importar ideología, religión o color de piel. Tan peligroso como el fanatismo religioso es ese mercado que trafica con armas y que hace posible que se cometan atentados.
De entre todas las medidas anunciadas, ninguna se refiere al control de esas armas, a la vigilancia de ese mercado y a la detención de sus mercaderes sin escrúpulos. Sólo prestamos atención a los que visten turbantes o rezan a dioses extraños para considerarlos sospechosos, sin caer en la cuenta de que el vecino de al lado es quien permite las atrocidades que ellos cometen en su locura. Más que controlar fronteras internas, habría que controlar los negocios clandestinos dentro de ellas, si de verdad queremos hablar de seguridad.
Sin embargo, seguimos actuando impulsados por nuestros prejuicios y llegamos incluso a criminalizar etnias, no a delincuentes. La Dirección General de la Policía ha ordenado retirar una circular de la Jefatura de Sevilla en la que aconsejaba extremar las precauciones sobre aquellas personas de origen árabe por su sola condición racial y por mostrar un comportamiento, a juicio de los agentes, sospechoso, como es estar consultando un ordenador en el interior de un vehículo o estar tomando fotografías fuera de lugares turísticos. Es fácil, movido por un celo excesivo, pasar de la alerta a la exageración, y de la prevención al abuso y atropello. Se obvian los derechos de las personas.
En España, desde hace un tiempo se están dando pasos agigantados hacia el recorte de derechos y libertades en nombre de la seguridad. La Ley Mordaza es claro ejemplo de esa actitud restrictiva de lo que la Carta Magna reconoce como derechos.
Ahora se va a dar un paso más con la nueva Ley Orgánica de Seguridad Nacional que pondrá en manos del presidente del Gobierno la dirección política y estratégica de cualquier situación de crisis, con potestad para movilizar recursos personales y materiales, públicos y privados.
La ley contempla riesgos y amenazas que se consideran “transversales” y conceptos de seguridad interior y exterior que resultan difusos, por lo que se proponen respuestas integrales que dotan al presidente del Gobierno de un poder casi absoluto y sin control, ya que le exime de depender del Congreso como requiere la declaración del Estado de Alarma, Excepción y Sitio. Así, Rajoy puede alardear en un mitin: “No daremos tregua a los enemigos de las libertades”.
Todas estas medidas restrictivas se hacen en nombre de la libertad. La primera víctima de la seguridad es la palabra, pues se manipula con ella, se manosea hasta que cambia su significado y permite inocular nuevas ideas a través de conceptos aceptados, que no despiertan recelo ni rechazo: democracia, libertad, etc.
Todo se hace en nombre de esos sacrosantos ideales. Deterioramos la democracia en nombre de la democracia y reducimos libertades en nombre de la libertad, aunque para ello tengamos que recurrir a las emociones, no a la razón. Y la más fuerte de las emociones es el miedo: es la manera más eficaz de hacer desistir a alguien de sus propósitos o ideas. Con miedo no percibimos que estamos siendo expuestos a la acción de la propaganda. Es una estrategia utilizada anteriormente.
La Patriot Act, aprobada con precipitación tras los atentados a las Torres Gemelas, permitió al presidente norteamericano George W. Bush desarrollar un programa de escuchas sin garantías judiciales.
También en aquella época estábamos en guerra contra el terrorismo, por lo que se elaboraron leyes que permitían a los gobiernos espiar a los ciudadanos. Y en nombre de la seguridad aceptamos ser vigilados, aceptamos fronteras, aceptamos una regulación restrictiva de las manifestaciones públicas, aceptamos nos restrinjan derechos y libertades, reconocemos tener miedo.
Dejamos que utilicen un lenguaje que apela a las emociones antes que a los argumentos racionales para que percibamos una determinada visión de la realidad. Con palabras nos contagian un maniqueísmo con el que contemplamos la política como algo moral, los buenos (nosotros) y los malos (los otros).
Sólo así, inoculados de miedo, renunciamos a nuestras libertades, renunciamos a nuestros derechos en nombre de una seguridad imprescindible, dicen, para defenderlos. Y asumimos que cualquier crítica a la seguridad se rebata como una justificación del enemigo; cualquier discrepancia de los métodos se despache como una concesión a quienes nos atacan; cualquier explicación se tilde de un signo de debilidad.
Como concluye Irene Lozano en un libro de renovada actualidad, “se asfixia el debate, el análisis y el razonamiento, mientras se da oxígeno a cualquier planteamiento emocional de carácter maniqueo”.
Nos preparan sutilmente para que interioricemos un combate que libramos con todas las “armas” posibles, incluidas las que recortan nuestros derechos, las que erosionan las libertades y deterioran la democracia. Un combate del que no exigiremos resultados, no mediremos su eficacia, no enjuiciaremos sus resultados.
Así hasta el próximo atentado, porque recontando arbitrariamente derechos y libertades no se acaba una guerra. Una guerra de la que, como pide José Ignacio Torreblanca, convendría saber cómo vamos a luchar, con quién lo vamos a hacer y con qué objetivos últimos, no vaya ser que, ante la ausencia de análisis de fondo, estemos en realidad asistiendo a iniciativas de cálculo político y electoral, gracias a la propaganda y el miedo, en vez de adoptando soluciones estratégicas globales.
DANIEL GUERRERO