La masacre perpetrada en la redacción de la revista humorística Charlie Hebdo, en Francia, donde unos fanáticos islamistas asesinaron a 12 personas a sangre fría antes de darse a la fuga y batirse con la policía, dejando un reguero final de 20 muertos, entre ellos los tres terroristas, varios policías y cuatro rehenes del supermercado donde se atrincheraron, ha promovido una oleada mundial de adhesiones, bajo el lema “Yo también soy Charlie”.
También ha hecho aflorar una cierta equidistancia desde la que, de alguna manera, se busca una explicación que culpa de la tragedia al espíritu satírico con el que aquella publicación elaboraba sus viñetas para criticar, precisamente, el fanatismo de tomarse demasiado en serio cualquier idea o creencia, máxime si se utilizan para matar inocentes en nombre de ellas.
Algunos, incluso, tildan la actitud del semanario como "blasfema", transfiriendo parte de la culpabilidad de los verdugos a las víctimas y aceptando, de alguna manera también, los argumentos intransigentes de los fanáticos, que no reconocen ni la libertad ni la tolerancia. Mal asunto si ya no puede uno reírse ni de las divinidades.
El crimen cometido es de tal gravedad que ha dejado conmocionados a los franceses, en particular, y a las sociedades occidentales, en general, por representar un ataque deliberado a los valores y principios democráticos y a los derechos humanos, lo que ha despertado una súbita reacción de solidaridad con las víctimas de la matanza y de defensa del derecho a ejercer la libertad de expresión aunque hiera los sentimientos de los caricaturizados, sean de la religión que sean.
La sátira, según reflexiona en un artículo de El País Fleming Rose, promotor de las primeras caricaturas publicadas en 2005 en un diario danés, es una “respuesta pacífica a la barbarie. No mata. Ridiculiza y mueve a la risa, no al miedo ni al odio”.
El humor es un rasgo civilizado de inteligencia frente a la irracionalidad de los detentadores de la Verdad absoluta. Irrita y molesta a los que se sienten humillados por ver sus creencias, por legítimas que sean, rebajadas a simples opiniones discutibles y susceptibles de ser aceptadas o rechazadas.
En España, a pesar de la consternación por los asesinatos y nuestra adscripción a los valores democráticos, tampoco toleramos que se trate con humor ideas e instituciones que consideramos muy serias, intocables y por encima de la libertad de expresión y opinión.
Hacer un dibujo de un asunto mundano, en el que el entonces príncipe folla con la en aquel tiempo princesa, causó el secuestro de la revista y una multa a sus editores por injurias a la monarquía.
Imagínense lo que hubiera pasado si llegan a ridiculizar a la religión católica o alguna hermandad de esas que procesionan solemnes por las calles durante la Semana Santa. No se llegaría a perpetrar una matanza (los católicos hace tiempo que abandonaron las Cruzadas), pero la censura de los intransigentes silenciaría lo que, sin duda, sería calificado de blasfemia.
Es lo que manifiesta, precisamente, el escritor José Manuel de Prada en su columna periodística, en la que tacha de “dislate” los apoyos al semanario Charlie Hebdo por considerarlos una defensa de un sedicente “derecho a la blasfemia”.
Para él, el laicismo es una “expresión demente de la razón” y lo que “ha empujado a la civilización occidental a la decadencia”, aunque sea precisamente la separación entre Iglesia y Estado lo que ha encumbrado a Occidente, aun siendo atacado desde el fanatismo, como modelo de sociedades abiertas, libres, tolerantes y democráticas, basadas en valores y principios irrenunciables.
De Prada declara que no es Charlie Hebdo, esa “basura sacrílega”. Participa, pues, de la misma mentalidad intolerante de los fanáticos islamistas, que no admiten la crítica ni, por supuesto, el humor para con sus ideas y creencias.
Una intolerancia que expresa la debilidad de sus creencias, de su pensamiento e ideas. Creencias, para unos, intocables mediante el respeto impuesto y la censura, y para otros, por la violencia y el terror.
Unas creencias tan poco sólidas que no pueden confrontarse mediante la palabra, el diálogo, el humor o las viñetas, que son vulnerables a la crítica, la sátira y hasta la Razón, a la que denostan, como a su ahijada la Ciencia.
Y lo que más les duele es el escarnio del que acusan al humor, esa forma intelectual de relativizar cualquier totalitarismo –ideológico, político, cultural, social o religioso– que constriña las libertades, incluidas las de expresión y opinión, o cualquier Verdad absoluta que sofoque las verdades parciales que todos poseemos.
Los intolerantes que asesinan o se amparan en sacrosantas ideas intocables no entienden la seriedad del humor. Por eso no pueden acabar con él: ni con balas ni con censuras.
También ha hecho aflorar una cierta equidistancia desde la que, de alguna manera, se busca una explicación que culpa de la tragedia al espíritu satírico con el que aquella publicación elaboraba sus viñetas para criticar, precisamente, el fanatismo de tomarse demasiado en serio cualquier idea o creencia, máxime si se utilizan para matar inocentes en nombre de ellas.
Algunos, incluso, tildan la actitud del semanario como "blasfema", transfiriendo parte de la culpabilidad de los verdugos a las víctimas y aceptando, de alguna manera también, los argumentos intransigentes de los fanáticos, que no reconocen ni la libertad ni la tolerancia. Mal asunto si ya no puede uno reírse ni de las divinidades.
El crimen cometido es de tal gravedad que ha dejado conmocionados a los franceses, en particular, y a las sociedades occidentales, en general, por representar un ataque deliberado a los valores y principios democráticos y a los derechos humanos, lo que ha despertado una súbita reacción de solidaridad con las víctimas de la matanza y de defensa del derecho a ejercer la libertad de expresión aunque hiera los sentimientos de los caricaturizados, sean de la religión que sean.
La sátira, según reflexiona en un artículo de El País Fleming Rose, promotor de las primeras caricaturas publicadas en 2005 en un diario danés, es una “respuesta pacífica a la barbarie. No mata. Ridiculiza y mueve a la risa, no al miedo ni al odio”.
El humor es un rasgo civilizado de inteligencia frente a la irracionalidad de los detentadores de la Verdad absoluta. Irrita y molesta a los que se sienten humillados por ver sus creencias, por legítimas que sean, rebajadas a simples opiniones discutibles y susceptibles de ser aceptadas o rechazadas.
En España, a pesar de la consternación por los asesinatos y nuestra adscripción a los valores democráticos, tampoco toleramos que se trate con humor ideas e instituciones que consideramos muy serias, intocables y por encima de la libertad de expresión y opinión.
Hacer un dibujo de un asunto mundano, en el que el entonces príncipe folla con la en aquel tiempo princesa, causó el secuestro de la revista y una multa a sus editores por injurias a la monarquía.
Imagínense lo que hubiera pasado si llegan a ridiculizar a la religión católica o alguna hermandad de esas que procesionan solemnes por las calles durante la Semana Santa. No se llegaría a perpetrar una matanza (los católicos hace tiempo que abandonaron las Cruzadas), pero la censura de los intransigentes silenciaría lo que, sin duda, sería calificado de blasfemia.
Es lo que manifiesta, precisamente, el escritor José Manuel de Prada en su columna periodística, en la que tacha de “dislate” los apoyos al semanario Charlie Hebdo por considerarlos una defensa de un sedicente “derecho a la blasfemia”.
Para él, el laicismo es una “expresión demente de la razón” y lo que “ha empujado a la civilización occidental a la decadencia”, aunque sea precisamente la separación entre Iglesia y Estado lo que ha encumbrado a Occidente, aun siendo atacado desde el fanatismo, como modelo de sociedades abiertas, libres, tolerantes y democráticas, basadas en valores y principios irrenunciables.
De Prada declara que no es Charlie Hebdo, esa “basura sacrílega”. Participa, pues, de la misma mentalidad intolerante de los fanáticos islamistas, que no admiten la crítica ni, por supuesto, el humor para con sus ideas y creencias.
Una intolerancia que expresa la debilidad de sus creencias, de su pensamiento e ideas. Creencias, para unos, intocables mediante el respeto impuesto y la censura, y para otros, por la violencia y el terror.
Unas creencias tan poco sólidas que no pueden confrontarse mediante la palabra, el diálogo, el humor o las viñetas, que son vulnerables a la crítica, la sátira y hasta la Razón, a la que denostan, como a su ahijada la Ciencia.
Y lo que más les duele es el escarnio del que acusan al humor, esa forma intelectual de relativizar cualquier totalitarismo –ideológico, político, cultural, social o religioso– que constriña las libertades, incluidas las de expresión y opinión, o cualquier Verdad absoluta que sofoque las verdades parciales que todos poseemos.
Los intolerantes que asesinan o se amparan en sacrosantas ideas intocables no entienden la seriedad del humor. Por eso no pueden acabar con él: ni con balas ni con censuras.
DANIEL GUERRERO