En una de sus obras más reconocidas, el escritor checo Milan Kundera escribía provocativamente que el optimismo es el auténtico opio del pueblo, en una suerte de reactualización laica de la célebre cita de Karl Marx. Al fin y al cabo, ¿no es acaso la religión la forma de optimismo más radical del ser humano para escapar de su propia intrascendencia, de ese callejón sin salida al que le aboca su mortalidad?
Ludvik, el personaje que escribía esas palabras en una postal a modo de broma, presenció cómo sus compañeros lo expulsaban del partido comunista checo y, por tanto, acababan con su carrera, su futuro, su vida. Porque el humor nunca está bien visto cuando se ejerce contra los dioses, ya sean metafísicos, ideológicos o mundanos.
Los compañeros de partido de Ludvik percibieron esta broma como una ofensa contra sus principios (precisamente, la confianza ciega en el progreso colectivo), al igual los terroristas que entraron armados el pasado miércoles en la sede de la revista satírica Charlie Hebdo creían que los dibujantes blasfemaban a Mahoma. Y por eso los asesinaron.
La intolerancia hacia manifestaciones que distan de las creencias propias, aunque sean en clave de humor, no es sólo un lastre para la libertad de expresión sino un fracaso del ser humano como sujeto racional.
Si no somos capaces de relativizar nuestra condición falible e insignificante, y reírnos de ella, significará que no hemos aprendido nada, que este paseo por el mundo es sólo una excusa para entregarse a los instintos más primarios.
Quizás llegue el día que arrumbemos con los tótems e ídolos de toda índole, o al menos reconozcamos su naturaleza finita, acorde con la nuestra. Y esto se refiere a todos los ámbitos, no sólo al religioso.
Curiosamente, muchos de los que defienden hoy la libertad de expresión sin cortapisas frente al radicalismo islámico, son los mismos que apoyan una legislación que la restringe, que prevee sanciones de miles de euros por manifestarse, que encarcela a quienes queman banderas, que persigue a los que insultan en redes sociales o censura portadas díscolas con las señas de identidad propias.
El humor, al igual que la libertad de expresión que lo cobija, molesta, es incómodo y enaltece a quienes se toman demasiado en serio sus principios, por triviales o irracionales que estos sean.
Desafortunadamente, para la ausencia de humor, así como para la ignorancia, no hay cura, tan sólo funciona la valentía de los que siguen luchando por manifestar su visión particular del mundo, sin miedo, con la esperanza de que los fanatismos se vean arrinconados, cada vez más, en los márgenes de la indiferencia.
Ludvik, el personaje que escribía esas palabras en una postal a modo de broma, presenció cómo sus compañeros lo expulsaban del partido comunista checo y, por tanto, acababan con su carrera, su futuro, su vida. Porque el humor nunca está bien visto cuando se ejerce contra los dioses, ya sean metafísicos, ideológicos o mundanos.
Los compañeros de partido de Ludvik percibieron esta broma como una ofensa contra sus principios (precisamente, la confianza ciega en el progreso colectivo), al igual los terroristas que entraron armados el pasado miércoles en la sede de la revista satírica Charlie Hebdo creían que los dibujantes blasfemaban a Mahoma. Y por eso los asesinaron.
La intolerancia hacia manifestaciones que distan de las creencias propias, aunque sean en clave de humor, no es sólo un lastre para la libertad de expresión sino un fracaso del ser humano como sujeto racional.
Si no somos capaces de relativizar nuestra condición falible e insignificante, y reírnos de ella, significará que no hemos aprendido nada, que este paseo por el mundo es sólo una excusa para entregarse a los instintos más primarios.
Quizás llegue el día que arrumbemos con los tótems e ídolos de toda índole, o al menos reconozcamos su naturaleza finita, acorde con la nuestra. Y esto se refiere a todos los ámbitos, no sólo al religioso.
Curiosamente, muchos de los que defienden hoy la libertad de expresión sin cortapisas frente al radicalismo islámico, son los mismos que apoyan una legislación que la restringe, que prevee sanciones de miles de euros por manifestarse, que encarcela a quienes queman banderas, que persigue a los que insultan en redes sociales o censura portadas díscolas con las señas de identidad propias.
El humor, al igual que la libertad de expresión que lo cobija, molesta, es incómodo y enaltece a quienes se toman demasiado en serio sus principios, por triviales o irracionales que estos sean.
Desafortunadamente, para la ausencia de humor, así como para la ignorancia, no hay cura, tan sólo funciona la valentía de los que siguen luchando por manifestar su visión particular del mundo, sin miedo, con la esperanza de que los fanatismos se vean arrinconados, cada vez más, en los márgenes de la indiferencia.
JESÚS C. ÁLVAREZ