Hace unos días se clausuró en Lima (Perú), la última Cumbre Mundial del Clima con el compromiso de hacer “algo”, en 2020, para reducir las emisiones de gases causantes del calentamiento atmosférico. Hubo unanimidad entre los 196 países participantes en posponer hasta esa fecha sus proyectos medioambientales tendentes a evitar que la temperatura del planeta aumente más de dos grados, el límite a partir del cual, según los científicos, se derivarían consecuencias catastróficas para la Tierra a causa del cambio climático.
Se trata de un acuerdo de mínimos que posibilita, al menos, la preparación de la Cumbre de París, en 2015, que debe sustituir el Protocolo de Kioto, vigente desde 2005, y que obliga reducir emisiones con efecto invernadero sólo a los países desarrollados. Los acuerdos de Lima, aunque posponiendo las soluciones, vinculan a todos: tanto los países desarrollados como a los emergentes en vías de desarrollo.
Desde que el científico Charles Keeling hiciera las primeras mediciones del dióxido de carbono (CO2), en 1958, el mundo ha comenzado a preocuparse por los niveles de ese gas que provocan lo que se conoce como efecto invernadero: una “tapadera” de gases que hace aumentar la temperatura global de la atmósfera del planeta y, en consecuencia, un cambio climático que perjudica enormemente el actual equilibrio medioambiental.
Se consideró, a partir de ese descubrimiento, estudiar la magnitud de tal cambio climático como una amenaza real para el planeta y buscar fórmulas para contrarrestarlo, celebrándose, en 1979, la Primera Conferencia Mundial sobre el Clima, en Ginebra, que exhortaba a los Gobiernos a prever y evitar las posibles alteraciones del clima provocadas por el hombre.
Como resultado de esta concienciación que, a instancias de la ONU, lleva a los líderes mundiales a asumir planes cada vez más ambiciosos para un desarrollo sostenible global, se consigue aprobar, en 1997, el Protocolo de Kioto, por el que los países firmantes se comprometen a reducir, durante el período de 2008 al 2012, las emisiones de los seis gases que más potencian el efecto invernadero en un 5,2 por ciento con respecto a 1990. Ni que decir tiene que esa meta ha resultado ser inalcanzable y que los compromisos de Kioto no se han cumplido.
De ahí que el acuerdo de mínimos logrado in extremis en Lima, para reconducir la situación y hallar mecanismos que permitan abordar un futuro post-Kioto, muestre una tibia esperanza y visualice un entendimiento inédito entre los países desarrollados –responsables del 80 por ciento de las emisiones de estos gases “tapadera”– y los países emergentes, que sufren los efectos del cambio climático y no desean pagar las consecuencias de los excesos de aquellos ni lastrar su desarrollo.
Ya todos, desarrollados y emergentes, parecen convencidos de que han de comprometerse, en la medida de sus capacidades y responsabilidades, a combatir el cambio climático y reducir la emisión de gases de efecto invernadero.
Un entendimiento entre países ricos y pobres que incluye debatir las ayudas (Fondo Verde) necesarias con las que financiar proyectos y actividades en los países emergentes que promuevan la innovación, el desarrollo y la adopción de tecnologías “amigables” al clima.
Y ello, no por un prurito meramente ecológico, sino también económico, ya que, según el Informe Stern, basta una inversión del 1 por ciento del PIB mundial para mitigar los efectos del cambio climático, mientras que, de no hacer esa inversión, el mundo se expondría a una recesión que podría alcanzar el 20 por ciento del PIB global.
Una preocupación mundial que, afortunadamente, se alinea con las advertencias de los científicos ante un cambio climático que determinará las características y las condiciones del desarrollo del mundo en las próximas décadas.
Y aunque el expresidente español José María Aznar, en la presentación de un libro editado por su fundación FAES, en 2008, calificara de “mito” el calentamiento de la atmósfera y tachara de “ideología totalitaria” los esfuerzos que, como estos de la ONU y sus Cumbres del Clima, persiguen soluciones planetarias al cambio climático, sus peligros constituyen una amenaza indiscutida desde que se comprobó, en 1961, que la concentración de CO2 en la atmósfera estaba aumentando.
Pocos son los que en la actualidad dudan, si no es por ceguera ideológica, que la actividad industrial del hombre contribuye al aumento acelerado de la concentración de gases con efecto invernadero que modifica el clima, eleva el nivel del mar, aumenta la temperatura media de la superficie terrestre y oceánica, acidifica el mar, derrite el hielo de los polos, altera los patrones de precipitación y genera eventos meteorológicos extremos, todo lo cual se manifiesta de manera global, aunque de forma heterogénea, y a largo plazo nos enfrenta a un elevado nivel de incertidumbre y peligros catastróficos, si no se adoptan medidas correctoras.
Por eso, estas cumbres de la ONU, aún con sus dificultades, buscan un pacto global contra el cambio climático que sea vinculante, a pesar de chocar contra intereses muy poderosos de algunos países.
Tanto EE UU como China, los dos mayores focos de contaminación con este tipo de gases del mundo, siempre se han negado a un acuerdo de carácter obligatorio, y los países que avanzan en su industrialización, como Brasil, India y Sudáfrica, entre otros, exigen contrapartidas que hagan compatible su desarrollo con los compromisos de todos por reducir las emisiones.
En Lima se exhibió esa voluntad. Sólo falta no posponer más esta acción por el planeta para lograr que el calentamiento global no supere esos dos grados fatídicos que nos separan de la catástrofe.
Se trata de un acuerdo de mínimos que posibilita, al menos, la preparación de la Cumbre de París, en 2015, que debe sustituir el Protocolo de Kioto, vigente desde 2005, y que obliga reducir emisiones con efecto invernadero sólo a los países desarrollados. Los acuerdos de Lima, aunque posponiendo las soluciones, vinculan a todos: tanto los países desarrollados como a los emergentes en vías de desarrollo.
Desde que el científico Charles Keeling hiciera las primeras mediciones del dióxido de carbono (CO2), en 1958, el mundo ha comenzado a preocuparse por los niveles de ese gas que provocan lo que se conoce como efecto invernadero: una “tapadera” de gases que hace aumentar la temperatura global de la atmósfera del planeta y, en consecuencia, un cambio climático que perjudica enormemente el actual equilibrio medioambiental.
Se consideró, a partir de ese descubrimiento, estudiar la magnitud de tal cambio climático como una amenaza real para el planeta y buscar fórmulas para contrarrestarlo, celebrándose, en 1979, la Primera Conferencia Mundial sobre el Clima, en Ginebra, que exhortaba a los Gobiernos a prever y evitar las posibles alteraciones del clima provocadas por el hombre.
Como resultado de esta concienciación que, a instancias de la ONU, lleva a los líderes mundiales a asumir planes cada vez más ambiciosos para un desarrollo sostenible global, se consigue aprobar, en 1997, el Protocolo de Kioto, por el que los países firmantes se comprometen a reducir, durante el período de 2008 al 2012, las emisiones de los seis gases que más potencian el efecto invernadero en un 5,2 por ciento con respecto a 1990. Ni que decir tiene que esa meta ha resultado ser inalcanzable y que los compromisos de Kioto no se han cumplido.
De ahí que el acuerdo de mínimos logrado in extremis en Lima, para reconducir la situación y hallar mecanismos que permitan abordar un futuro post-Kioto, muestre una tibia esperanza y visualice un entendimiento inédito entre los países desarrollados –responsables del 80 por ciento de las emisiones de estos gases “tapadera”– y los países emergentes, que sufren los efectos del cambio climático y no desean pagar las consecuencias de los excesos de aquellos ni lastrar su desarrollo.
Ya todos, desarrollados y emergentes, parecen convencidos de que han de comprometerse, en la medida de sus capacidades y responsabilidades, a combatir el cambio climático y reducir la emisión de gases de efecto invernadero.
Un entendimiento entre países ricos y pobres que incluye debatir las ayudas (Fondo Verde) necesarias con las que financiar proyectos y actividades en los países emergentes que promuevan la innovación, el desarrollo y la adopción de tecnologías “amigables” al clima.
Y ello, no por un prurito meramente ecológico, sino también económico, ya que, según el Informe Stern, basta una inversión del 1 por ciento del PIB mundial para mitigar los efectos del cambio climático, mientras que, de no hacer esa inversión, el mundo se expondría a una recesión que podría alcanzar el 20 por ciento del PIB global.
Una preocupación mundial que, afortunadamente, se alinea con las advertencias de los científicos ante un cambio climático que determinará las características y las condiciones del desarrollo del mundo en las próximas décadas.
Y aunque el expresidente español José María Aznar, en la presentación de un libro editado por su fundación FAES, en 2008, calificara de “mito” el calentamiento de la atmósfera y tachara de “ideología totalitaria” los esfuerzos que, como estos de la ONU y sus Cumbres del Clima, persiguen soluciones planetarias al cambio climático, sus peligros constituyen una amenaza indiscutida desde que se comprobó, en 1961, que la concentración de CO2 en la atmósfera estaba aumentando.
Pocos son los que en la actualidad dudan, si no es por ceguera ideológica, que la actividad industrial del hombre contribuye al aumento acelerado de la concentración de gases con efecto invernadero que modifica el clima, eleva el nivel del mar, aumenta la temperatura media de la superficie terrestre y oceánica, acidifica el mar, derrite el hielo de los polos, altera los patrones de precipitación y genera eventos meteorológicos extremos, todo lo cual se manifiesta de manera global, aunque de forma heterogénea, y a largo plazo nos enfrenta a un elevado nivel de incertidumbre y peligros catastróficos, si no se adoptan medidas correctoras.
Por eso, estas cumbres de la ONU, aún con sus dificultades, buscan un pacto global contra el cambio climático que sea vinculante, a pesar de chocar contra intereses muy poderosos de algunos países.
Tanto EE UU como China, los dos mayores focos de contaminación con este tipo de gases del mundo, siempre se han negado a un acuerdo de carácter obligatorio, y los países que avanzan en su industrialización, como Brasil, India y Sudáfrica, entre otros, exigen contrapartidas que hagan compatible su desarrollo con los compromisos de todos por reducir las emisiones.
En Lima se exhibió esa voluntad. Sólo falta no posponer más esta acción por el planeta para lograr que el calentamiento global no supere esos dos grados fatídicos que nos separan de la catástrofe.
DANIEL GUERRERO