El 30 de enero de 2012, José Antonio Griñán firmó el decreto de disolución del Parlamento de Andalucía, convocando con ello elecciones autonómicas para el 25 de marzo de ese mismo año. Justo tres años después, su sucesora en el cargo, Susana Díaz, lleva a cabo un adelanto electoral, previsto desde hace un año, pero que ha buscado enmarcar en un contexto electoral que pudiese beneficiar –o perjudicar menos– tanto a la candidata socialista como a su propio partido.
No, no es una convocatoria electoral anticipada para dar estabilidad a Andalucía. Eso lo sabe muy bien la señora Díaz aunque por su licenciatura en demagogia política pretenda convencernos de lo contrario.
La argumentada estabilidad ya nació viciada cuando en marzo de 2012 pasaron a ocupar el Gobierno de la Junta los dos partidos que perdieron los comicios de entonces: PSOE e IU. Y se envició del todo cuando el candidato socialista que se presentó a ellas desoyó el mandato de los andaluces, haciendo mutis por el foro y, sin convocar nuevas elecciones, nombró a dedo a quien hoy ocupa despacho en el Palacio de San Telmo.
Y vicios, lo que se dice vicios, los ha habido a montones si tenemos en cuenta la desvergonzada trama urdida en torno a los fondos europeos y los programas de formación, dificultando la labor de la jueza instructora con comentarios poco afortunados –yo diría que malintencionados– del propio consejero de Justicia del Gobierno de Díaz.
A partir de ahí la cuestión estaba en que la presidenta se diese a conocer y para ello necesitaba contar, durante un tiempo, con la complicidad de Izquierda Unida, algo que no le costó alcanzar dada la necesidad que sus componentes tenían de mantenerse en los cargos que ya habían alcanzado en su pacto con Griñán, algo que, con toda certeza, los va a llevar a un nuevo hundimiento electoral.
Desde el 5 de septiembre del 2013, Susana Díaz ha tenido tiempo suficiente para que los andaluces conozcan quién es –cómo es ya resulta un poco más difícil– ofreciéndoles, con listeza, aquello que un sector de Andalucía quería escuchar, a la vez que asumiendo un desproporcionado reconocimiento en un PSOE a nivel nacional que, además de encontrarse huérfano de dirigentes, vive momentos de cainismo extremo en el que se sientan a la mesa incluso los dirigentes históricos.
Lo cierto es que, como tenía previsto, se ha deshecho de IU, rebajándolos incluso hasta la situación de tener que pedir perdón, a la vez que haciéndose con parte de aquellos votos que la coalición no pierda en dirección a partidos radicales de izquierdas.
No contaba, eso sí, con la aparición en escena de Podemos y el papel real que pueda jugar en Andalucía, al margen de intentar eliminar la Semana Santa de Sevilla. Por ello la inmediatez de la convocatoria –la podía haber aplazado a septiembre– intentando evitar que los de Pablo Iglesias se organicen, que son quienes en verdad pueden hacer peligrar su victoria.
En cuanto al Partido Popular, sabe que tiene un contrincante extraparlamentario, escasamente diferenciado de su antecesor, Javier Arenas, y que no ha conseguido penetrar en el grado de conocimiento de quienes no representan el voto fiel de la derecha, por lo que mientras antes se convoque a urnas, menores serán las posibilidades de darse a conocer.
Y otra de las incógnitas se le situará en los apoyos que tanto Ciudadanos-C's como UPyD alcancen y que pudieran ser determinantes en el reparto de fuerzas. En todo caso, y unido a su embarazo, que con cuatro o cinco meses puede ser llevadero en campaña a la vez que con cierto grado de atractivo electoral, Susana Díaz ha calculado sus tiempos –no los de Andalucía– y los de su partido, para llevar a votar a una población que padece una tasa de paro del 34,23 por ciento, frente a la media nacional del 23,70, y con un 40 por ciento de los ciudadanos que vive en riesgo de pobreza y exclusión social.
¿El resultado? Toda una incógnita. Si bien presiento que puede producirse en Andalucía un cierto grado de fractura social –que, además, no niego que pueda ser lógico– que pudiera soldarse bien o no en función de las fuerzas que actúen sobre ella.
Aparte de gobernar durante más de 30 años, poco ha hecho el PSOE por Andalucía. Al menos, una cosa es cierta: no ha entregado a nuestra Comunidad todo aquello a lo que tenía derecho, ni la ha desarrollado para hacer frente a los retos del futuro, y ello sí que representa una gran quiebra.
No, no es una convocatoria electoral anticipada para dar estabilidad a Andalucía. Eso lo sabe muy bien la señora Díaz aunque por su licenciatura en demagogia política pretenda convencernos de lo contrario.
La argumentada estabilidad ya nació viciada cuando en marzo de 2012 pasaron a ocupar el Gobierno de la Junta los dos partidos que perdieron los comicios de entonces: PSOE e IU. Y se envició del todo cuando el candidato socialista que se presentó a ellas desoyó el mandato de los andaluces, haciendo mutis por el foro y, sin convocar nuevas elecciones, nombró a dedo a quien hoy ocupa despacho en el Palacio de San Telmo.
Y vicios, lo que se dice vicios, los ha habido a montones si tenemos en cuenta la desvergonzada trama urdida en torno a los fondos europeos y los programas de formación, dificultando la labor de la jueza instructora con comentarios poco afortunados –yo diría que malintencionados– del propio consejero de Justicia del Gobierno de Díaz.
A partir de ahí la cuestión estaba en que la presidenta se diese a conocer y para ello necesitaba contar, durante un tiempo, con la complicidad de Izquierda Unida, algo que no le costó alcanzar dada la necesidad que sus componentes tenían de mantenerse en los cargos que ya habían alcanzado en su pacto con Griñán, algo que, con toda certeza, los va a llevar a un nuevo hundimiento electoral.
Desde el 5 de septiembre del 2013, Susana Díaz ha tenido tiempo suficiente para que los andaluces conozcan quién es –cómo es ya resulta un poco más difícil– ofreciéndoles, con listeza, aquello que un sector de Andalucía quería escuchar, a la vez que asumiendo un desproporcionado reconocimiento en un PSOE a nivel nacional que, además de encontrarse huérfano de dirigentes, vive momentos de cainismo extremo en el que se sientan a la mesa incluso los dirigentes históricos.
Lo cierto es que, como tenía previsto, se ha deshecho de IU, rebajándolos incluso hasta la situación de tener que pedir perdón, a la vez que haciéndose con parte de aquellos votos que la coalición no pierda en dirección a partidos radicales de izquierdas.
No contaba, eso sí, con la aparición en escena de Podemos y el papel real que pueda jugar en Andalucía, al margen de intentar eliminar la Semana Santa de Sevilla. Por ello la inmediatez de la convocatoria –la podía haber aplazado a septiembre– intentando evitar que los de Pablo Iglesias se organicen, que son quienes en verdad pueden hacer peligrar su victoria.
En cuanto al Partido Popular, sabe que tiene un contrincante extraparlamentario, escasamente diferenciado de su antecesor, Javier Arenas, y que no ha conseguido penetrar en el grado de conocimiento de quienes no representan el voto fiel de la derecha, por lo que mientras antes se convoque a urnas, menores serán las posibilidades de darse a conocer.
Y otra de las incógnitas se le situará en los apoyos que tanto Ciudadanos-C's como UPyD alcancen y que pudieran ser determinantes en el reparto de fuerzas. En todo caso, y unido a su embarazo, que con cuatro o cinco meses puede ser llevadero en campaña a la vez que con cierto grado de atractivo electoral, Susana Díaz ha calculado sus tiempos –no los de Andalucía– y los de su partido, para llevar a votar a una población que padece una tasa de paro del 34,23 por ciento, frente a la media nacional del 23,70, y con un 40 por ciento de los ciudadanos que vive en riesgo de pobreza y exclusión social.
¿El resultado? Toda una incógnita. Si bien presiento que puede producirse en Andalucía un cierto grado de fractura social –que, además, no niego que pueda ser lógico– que pudiera soldarse bien o no en función de las fuerzas que actúen sobre ella.
Aparte de gobernar durante más de 30 años, poco ha hecho el PSOE por Andalucía. Al menos, una cosa es cierta: no ha entregado a nuestra Comunidad todo aquello a lo que tenía derecho, ni la ha desarrollado para hacer frente a los retos del futuro, y ello sí que representa una gran quiebra.
ENRIQUE BELLIDO