Me preguntaste: "¿A tí qué te la pone más dura?". En ese instante, contemplé en mi mente a los cocodrilos asomar sus Ray Ban en una película mala de chinos. El foso entre tú y yo se engrandecía con tu mirada de Sor Inés escrutándome. Yo, escuálido pero implacable, acerté a empuñar la espada de los lunes de Rajoy.
Vacié mis ojos en tus tijeras de desafío y contesté:
—El silbido de la cafetera cuando despiertas y te pones minina bajo las sábanas.
—¿Y?
—Leer las Cartas de Colón escritas en caló.
—¿Y?
—Los escalones que me separan de tí cuando nos peleamos.
—Coito frontal y sin aspavientos –zanjaste, mordiendo tu labio inferior.
Y allí que fuí, azotado por el viento, perro labrador deseando dar y recibir cariño.
De eso hace ya mucho tiempo.
Ahora llevo niebla en la orina, no consigo domar los zapatos. Mis únicas pertenencias van colgadas de un palo, sobre los hombros, sobre mis ojos rudimentarios. ¿Dónde estás? ¿Desde cuándo hay que buscar un castillo en las Páginas Amarillas?
Me exiges, en tu particular coronación de espinas, como al cautivo de guerra, que deje mis hematomas en un parte médico junto a las botas embarradas. Y que no entre sin doblar las orillas.
¿No sabes que los toros, una vez que pinchan, no pueden frenar? No me des a elegir entre las legiones de la República y las legiones del Imperio porque me quedo con el salmorejo de mi madre.
Cuando te comportas de este modo, como una diosa dañina, cortas de un mordisco nuestro cordón umbilical. Te presiento clavada en un cuadro, despistando al faro. Me separa del mar tu lengua, mi corazón lo vomitan las olas y lo anzuelan los pescadores. Deja de torturarme.
Es verte y deseo oprimir una tecla, y caer como un alud sobre tí. Y arrimarme al Pirineo y embarcar.
Los pájaros anidan en mi calavera. Soy un perro con la nariz quemada por el sol que mata a dos ratas y las deposita ante tu puerta. Y tú ni tan siquiera me colocas la pegatina con sonrisa como a los niños buenos.
Tal vez ser bueno quede anticuado hoy día.
He hecho nido en la botella; he ordenado el polvo; he arrimado el gigante a la pared. ¿Qué más quieres que haga?
Un arañazo respiratorio me deja inconsciente por momentos, y despierto envuelto en harapos, apartando escombros. Mi cuerpo está brillante como el de un toro, desprendiendo polvo.
La última vez hicimos el amor disparando bolas de nieve, brincando sobre el acantilado.
Hoy las calles son escopetas torcidas, miel áspera. Echo de menos la astrología en tus macarrones con queso. Echo de menos los efectos especiales de tus orgasmos viajando en bumerán. Quiero enredarme en tu columna, que me partas por la mitad con tu fuerza vikinga, meterme en tu zurrón, volverme vicioso de repente.
Te sigo por la calle, en ese caminar tuyo, voluminoso, atómico, en ese caminar de un pueblo bíblico. Tu culata en la batalla, el reloj analógico numerando el repique de tus nalgas.
Y yo, de repente, me veo tras de ti, recogiendo las cenizas de los israelitas, recogiendo leguas como el Gato con Botas. A un click de ratón de poder oler tu sexo.
Te has girado hacia mí, en actitud defensiva.
—Estás gestionando una causa perdida. Una noche, un solo beso. Ese fue el trato. Soy chica de poco ruido y poco polvo.
Por cierto, el toro, después de muerto, se da una ducha.
—Yo no quiero una relación de fantasmas, una relación de ouija, sí-no-adiós. Yo busco un sexgate, un Magnicidio en Dallas, no me mires a los ojos, dispárame si quieres, escúpeme tu tela de araña... Ya tienes cien victorias. Regálame una.
—Mira, guapo, para tus problemas mentales, llama al antenista.
—¿Sabes? El otro día pasé delante de un colegio de monjas y unas chicas me espetaron: ¡Vivan las perchas!
—Sí, querrían verte ahorcado. Ten cuidado, estás pasando de la lonja al orfanato.
—Ojalá el lobo pudiera borrar sus huellas...
—Cierto, así no quedaría hecho unos zorros... como tú.
Prosigues tu camino y mis banderas se quedan flacas.
—Tú y yo deberíamos estar en el ecuador y no en la edad del pavo.
—Cuidado, guapo, a ver si a esta pava la pisa otro pavo.
—¿Puedo ir a verte a tu casa? –grito.
—Para tocarme, pide permiso a Fenosa, que el poste es suyo.
La fornitura de tu música llama a las armas a todos aquellos que quieren rebelarse contra el Príncipe.
Tus pechos, coches de caballos, puntos de rapiña donde yo acudo a apostar, a emborracharme, a gastarme todo mi botín, a vaciarlos despacito como a un reloj de arena. Los hombres se giran cuando con tu taconeo edificas Notredame en una sola calle, levantas al bachiller de su tumba, las bacterias se marchan a pedir limosna. Soy un pirata sin blanca, sin tesoros ocultos. Vivo al paso de la bestia, esa es la verdad.
Te mueves picando de rodeo, señoreas con el fastuoso idioma de tu cuerpo color fuego. Me observas desde lo alto de las escaleras de tu casa, desde una esquina del Pentágono, dejando claro quién es quién en la cadena de mando.
Me encañonas con el almagre podrido de una recortada del 12. La encontraste en el río. Me informas que, al finalizar la guerra, los republicanos lanzaron sus armas a ríos y acequias.
No me gusta esa escopeta con caballos de vapor, prefiero asomarme a la campana de tu trabuco, subir a tus jardines verticales, hacer despegar tu Airbus entre ladridos.
Abres fuego desde tu diván de Catwoman encabronada.
—Tu república, arrodillada desde el principio, instantáneamente muerta como el Nesquik. Demasiado tabaco para el escarabajo de la patata.
—¿Qué me dices de tus anarquistas, desquiciados, que confunden el pez luna con un tiburón, buscando siempre manuales, tan sólo pensando con las mandíbulas?
—¿Manuales dices? Quisistéis parar a los fascistas buscando el tornillito adecuado cuando lo que teníais que haber hecho es pagaros un puto taller.
Te pone cachonda guerrear sobre la guerra. Lo noto porque contraes el culo de forma nerviosa, porque ceceas sin ser de Valladolid, porque a tu boca le falta las brasas de un brandy.
Tu dedo curioso busca el Mar Muerto entre tus piernas; contemplo tu vagina sin herraduras, expectante como la iguana, travestida como el camaleón. Y de repente se vuelve picota madura. Sin embargo, yo encuentro la pena de muerte en un cuadrado sin luz.
Trato de apaciguarte, conteniendo mis propias ganas de triturarte, de sudar insultos mientras te mondo a navaja el espejo.
—De todas formas, España no tiene remedio. Es una escalera de mano sin final. Somos una ciudadanía muy papillera.
Ahora, todos los políticos tienen contracturas en el cucharón. Observa bien: la guerra civil fue fruto de un matrimonio con hijos y con demasiados días de fiesta. ¡Tanto fin de semana y tanto día libre acaban con las parejas si hay niños de por medio! Nuestra guerra civil fue cosa de un fin de semana de locura.
No obstante, la guerra es la divisa de los mojones. Cada ganadería, cada banderín, se ríe como Babieca, y siempre ha habido y habrá imbéciles fijos en la plantilla.
Y volvemos a otros tiempos donde había que publicar la raza y las amonestaciones con el día en el que preferías morirte de asco. Cada vez que habla un político asistimos a un parto de riesgo.
En este país, juega el hambre por capítulos, en cada sesión de los pesdestales. Mira lo que queda después de cada cañonazo. Ahora tiemblan las platas, las tetazas de los condes, la gomilla de los fajos. A los barones los quieren echar de la barriada. Y los antidisturbios dan mal olor.
Impuestos... ¿qué me dices? Son el apartheid de España. Pero sólo los perros envenenados levantan montañas.
Los fantasmas aparecen en el humo del cigarro. La música, un marisco al natural. Alcohol de medio metro sobre la mesa. Chocolate con PX donde arrojo mis disgustos. Acabamos de echar el polvo de nuestra vida.
Cuando tenemos sexo, nos da de lleno el Sol. Tu cuerpo es bisiesto, a veces gris, a veces ovillo, a veces sagrado. Cuando me cabalgas, te comes el oxígeno con ese anarquismo de sarga que tanto profesas, con ese hambre que convierte en vituallas mis espermatozoides.
Estás dormida. Miro a mi alrededor.
Tu casa, de piedra dorada. Hierba de elefante en el jardín. Caries en los viejos árboles. Apenas si puedo moverme en tu ensalada de libros. La habitación está plagada de cuadros: caballos nevados y leopardos de los Sioux, gallinas color porcelana, patos mandarines.
Tras los hermosos ventanales, a lo lejos, fuera de las seis millas, los pescadores están sacando peces espada, las brujas se empalman en los espigones buscando entrevista con los muertos.
Y a mí, con los años, las gaviotas me están robando el pescado.
Me siento desfallecer pero recuerdo que el Viet Cong está siempre despierto.
Abres los ojos y coges tu arma de colección, tu arma de risa en el río.
Me encañonas, desde tus colores napoleónicos de velos y lencería, con el almagre podrido de una recortada del 12. La encontraste en el río. Tras la guerra civil, los republicanos tiraron sus armas en ríos y acequias. "Ya lo sabía", te respondo en un bostezo.
Enclavada en el suelo, con tu cartuchería de mujer rabiosa, con tu cuerpo húmedo multiplicando tentáculos.
Me apuntas con ese hierro que es el hierro de un marrón, de un crimen, de un asalto. Me dices con voz llena, sonora, que en España el afrodisíaco sirve para matar. Prosigues con tu alegato y me exiges que busque en las escrituras de nuestra relación para que averigüe si hay servidumbre de camino a favor de alguien.
—¿Qué es lo que te la pone dura?
—El silbido de la cafetera cuando despiertas y te pones minina bajo las sábanas.
—¿Y?
—Los escalones que me separan de tí cuando peleamos.
—Vaya. ¿Y tu artillería no da para más?
—También me la pones dura tú, menos cuando me la cortas hablando de que tú ganas más.
Te vuelves a correr y el sol entra por un céntimo.
Entonces pienso que nadie como tú pinta el arrullo de la pantera, la conmoción del serrucho, el rugido ribereño de la zurita. Nadie como tú reproduce los diamantes, el oro grande, desde el manos libres en el coche.
Al magnífico artista que ilustra y acompaña mis historias, Luis Cárdenas.
Sabe Dios que en un futuro seré yo, quien, agradecido y emocionado,
brumeando aunque ya esté fiambre, le deje flores frescas en el Panteón de Ilustres.
Vacié mis ojos en tus tijeras de desafío y contesté:
—El silbido de la cafetera cuando despiertas y te pones minina bajo las sábanas.
—¿Y?
—Leer las Cartas de Colón escritas en caló.
—¿Y?
—Los escalones que me separan de tí cuando nos peleamos.
—Coito frontal y sin aspavientos –zanjaste, mordiendo tu labio inferior.
Y allí que fuí, azotado por el viento, perro labrador deseando dar y recibir cariño.
De eso hace ya mucho tiempo.
Ahora llevo niebla en la orina, no consigo domar los zapatos. Mis únicas pertenencias van colgadas de un palo, sobre los hombros, sobre mis ojos rudimentarios. ¿Dónde estás? ¿Desde cuándo hay que buscar un castillo en las Páginas Amarillas?
Me exiges, en tu particular coronación de espinas, como al cautivo de guerra, que deje mis hematomas en un parte médico junto a las botas embarradas. Y que no entre sin doblar las orillas.
¿No sabes que los toros, una vez que pinchan, no pueden frenar? No me des a elegir entre las legiones de la República y las legiones del Imperio porque me quedo con el salmorejo de mi madre.
Cuando te comportas de este modo, como una diosa dañina, cortas de un mordisco nuestro cordón umbilical. Te presiento clavada en un cuadro, despistando al faro. Me separa del mar tu lengua, mi corazón lo vomitan las olas y lo anzuelan los pescadores. Deja de torturarme.
Es verte y deseo oprimir una tecla, y caer como un alud sobre tí. Y arrimarme al Pirineo y embarcar.
Los pájaros anidan en mi calavera. Soy un perro con la nariz quemada por el sol que mata a dos ratas y las deposita ante tu puerta. Y tú ni tan siquiera me colocas la pegatina con sonrisa como a los niños buenos.
Tal vez ser bueno quede anticuado hoy día.
He hecho nido en la botella; he ordenado el polvo; he arrimado el gigante a la pared. ¿Qué más quieres que haga?
Un arañazo respiratorio me deja inconsciente por momentos, y despierto envuelto en harapos, apartando escombros. Mi cuerpo está brillante como el de un toro, desprendiendo polvo.
La última vez hicimos el amor disparando bolas de nieve, brincando sobre el acantilado.
Hoy las calles son escopetas torcidas, miel áspera. Echo de menos la astrología en tus macarrones con queso. Echo de menos los efectos especiales de tus orgasmos viajando en bumerán. Quiero enredarme en tu columna, que me partas por la mitad con tu fuerza vikinga, meterme en tu zurrón, volverme vicioso de repente.
Te sigo por la calle, en ese caminar tuyo, voluminoso, atómico, en ese caminar de un pueblo bíblico. Tu culata en la batalla, el reloj analógico numerando el repique de tus nalgas.
Y yo, de repente, me veo tras de ti, recogiendo las cenizas de los israelitas, recogiendo leguas como el Gato con Botas. A un click de ratón de poder oler tu sexo.
Te has girado hacia mí, en actitud defensiva.
—Estás gestionando una causa perdida. Una noche, un solo beso. Ese fue el trato. Soy chica de poco ruido y poco polvo.
Por cierto, el toro, después de muerto, se da una ducha.
—Yo no quiero una relación de fantasmas, una relación de ouija, sí-no-adiós. Yo busco un sexgate, un Magnicidio en Dallas, no me mires a los ojos, dispárame si quieres, escúpeme tu tela de araña... Ya tienes cien victorias. Regálame una.
—Mira, guapo, para tus problemas mentales, llama al antenista.
—¿Sabes? El otro día pasé delante de un colegio de monjas y unas chicas me espetaron: ¡Vivan las perchas!
—Sí, querrían verte ahorcado. Ten cuidado, estás pasando de la lonja al orfanato.
—Ojalá el lobo pudiera borrar sus huellas...
—Cierto, así no quedaría hecho unos zorros... como tú.
Prosigues tu camino y mis banderas se quedan flacas.
—Tú y yo deberíamos estar en el ecuador y no en la edad del pavo.
—Cuidado, guapo, a ver si a esta pava la pisa otro pavo.
—¿Puedo ir a verte a tu casa? –grito.
—Para tocarme, pide permiso a Fenosa, que el poste es suyo.
La fornitura de tu música llama a las armas a todos aquellos que quieren rebelarse contra el Príncipe.
Tus pechos, coches de caballos, puntos de rapiña donde yo acudo a apostar, a emborracharme, a gastarme todo mi botín, a vaciarlos despacito como a un reloj de arena. Los hombres se giran cuando con tu taconeo edificas Notredame en una sola calle, levantas al bachiller de su tumba, las bacterias se marchan a pedir limosna. Soy un pirata sin blanca, sin tesoros ocultos. Vivo al paso de la bestia, esa es la verdad.
Te mueves picando de rodeo, señoreas con el fastuoso idioma de tu cuerpo color fuego. Me observas desde lo alto de las escaleras de tu casa, desde una esquina del Pentágono, dejando claro quién es quién en la cadena de mando.
Me encañonas con el almagre podrido de una recortada del 12. La encontraste en el río. Me informas que, al finalizar la guerra, los republicanos lanzaron sus armas a ríos y acequias.
No me gusta esa escopeta con caballos de vapor, prefiero asomarme a la campana de tu trabuco, subir a tus jardines verticales, hacer despegar tu Airbus entre ladridos.
Abres fuego desde tu diván de Catwoman encabronada.
—Tu república, arrodillada desde el principio, instantáneamente muerta como el Nesquik. Demasiado tabaco para el escarabajo de la patata.
—¿Qué me dices de tus anarquistas, desquiciados, que confunden el pez luna con un tiburón, buscando siempre manuales, tan sólo pensando con las mandíbulas?
—¿Manuales dices? Quisistéis parar a los fascistas buscando el tornillito adecuado cuando lo que teníais que haber hecho es pagaros un puto taller.
Te pone cachonda guerrear sobre la guerra. Lo noto porque contraes el culo de forma nerviosa, porque ceceas sin ser de Valladolid, porque a tu boca le falta las brasas de un brandy.
Tu dedo curioso busca el Mar Muerto entre tus piernas; contemplo tu vagina sin herraduras, expectante como la iguana, travestida como el camaleón. Y de repente se vuelve picota madura. Sin embargo, yo encuentro la pena de muerte en un cuadrado sin luz.
Trato de apaciguarte, conteniendo mis propias ganas de triturarte, de sudar insultos mientras te mondo a navaja el espejo.
—De todas formas, España no tiene remedio. Es una escalera de mano sin final. Somos una ciudadanía muy papillera.
Ahora, todos los políticos tienen contracturas en el cucharón. Observa bien: la guerra civil fue fruto de un matrimonio con hijos y con demasiados días de fiesta. ¡Tanto fin de semana y tanto día libre acaban con las parejas si hay niños de por medio! Nuestra guerra civil fue cosa de un fin de semana de locura.
No obstante, la guerra es la divisa de los mojones. Cada ganadería, cada banderín, se ríe como Babieca, y siempre ha habido y habrá imbéciles fijos en la plantilla.
Y volvemos a otros tiempos donde había que publicar la raza y las amonestaciones con el día en el que preferías morirte de asco. Cada vez que habla un político asistimos a un parto de riesgo.
En este país, juega el hambre por capítulos, en cada sesión de los pesdestales. Mira lo que queda después de cada cañonazo. Ahora tiemblan las platas, las tetazas de los condes, la gomilla de los fajos. A los barones los quieren echar de la barriada. Y los antidisturbios dan mal olor.
Impuestos... ¿qué me dices? Son el apartheid de España. Pero sólo los perros envenenados levantan montañas.
Los fantasmas aparecen en el humo del cigarro. La música, un marisco al natural. Alcohol de medio metro sobre la mesa. Chocolate con PX donde arrojo mis disgustos. Acabamos de echar el polvo de nuestra vida.
Cuando tenemos sexo, nos da de lleno el Sol. Tu cuerpo es bisiesto, a veces gris, a veces ovillo, a veces sagrado. Cuando me cabalgas, te comes el oxígeno con ese anarquismo de sarga que tanto profesas, con ese hambre que convierte en vituallas mis espermatozoides.
Estás dormida. Miro a mi alrededor.
Tu casa, de piedra dorada. Hierba de elefante en el jardín. Caries en los viejos árboles. Apenas si puedo moverme en tu ensalada de libros. La habitación está plagada de cuadros: caballos nevados y leopardos de los Sioux, gallinas color porcelana, patos mandarines.
Tras los hermosos ventanales, a lo lejos, fuera de las seis millas, los pescadores están sacando peces espada, las brujas se empalman en los espigones buscando entrevista con los muertos.
Y a mí, con los años, las gaviotas me están robando el pescado.
Me siento desfallecer pero recuerdo que el Viet Cong está siempre despierto.
Abres los ojos y coges tu arma de colección, tu arma de risa en el río.
Me encañonas, desde tus colores napoleónicos de velos y lencería, con el almagre podrido de una recortada del 12. La encontraste en el río. Tras la guerra civil, los republicanos tiraron sus armas en ríos y acequias. "Ya lo sabía", te respondo en un bostezo.
Enclavada en el suelo, con tu cartuchería de mujer rabiosa, con tu cuerpo húmedo multiplicando tentáculos.
Me apuntas con ese hierro que es el hierro de un marrón, de un crimen, de un asalto. Me dices con voz llena, sonora, que en España el afrodisíaco sirve para matar. Prosigues con tu alegato y me exiges que busque en las escrituras de nuestra relación para que averigüe si hay servidumbre de camino a favor de alguien.
—¿Qué es lo que te la pone dura?
—El silbido de la cafetera cuando despiertas y te pones minina bajo las sábanas.
—¿Y?
—Los escalones que me separan de tí cuando peleamos.
—Vaya. ¿Y tu artillería no da para más?
—También me la pones dura tú, menos cuando me la cortas hablando de que tú ganas más.
Te vuelves a correr y el sol entra por un céntimo.
Entonces pienso que nadie como tú pinta el arrullo de la pantera, la conmoción del serrucho, el rugido ribereño de la zurita. Nadie como tú reproduce los diamantes, el oro grande, desde el manos libres en el coche.
Al magnífico artista que ilustra y acompaña mis historias, Luis Cárdenas.
Sabe Dios que en un futuro seré yo, quien, agradecido y emocionado,
brumeando aunque ya esté fiambre, le deje flores frescas en el Panteón de Ilustres.
J. DELGADO-CHUMILLA