Uno de los mayores éxitos del bipartidismo, como lo entendemos en España, ha sido sacar fruto del llamamiento al voto útil, en una sociedad que aún hoy no ha podido desprenderse de la rémora republicana y los posteriores efectos del franquismo, que la fragmentaron en esa limitante visión de la realidad política que representa el “ser de derechas” o “ser de izquierdas”.
Una desgracia, como otra cualquiera, que no ha podido ser superada, tan siquiera, por las incesantes llamadas al voto de centro que desde la derecha o la izquierda socialista se han venido haciendo, lo que ha configurado el inmovilismo ideológico y electoral hasta ahora existente, sólo alterado por esos dos o tres millones de votantes que, en último término, han sido quienes han venido otorgando mayorías a unos u otros.
El “miedo” a “¡que viene la derecha o la izquierda!” ha magnetizado la mano de los electores, incapaces de escoger de las cabinas papeletas distintas a las de los dos partidos mayoritarios, lo que ha venido provocando una idiocia política y social valorada en términos de confrontación, ausencia de riqueza argumental y ruptura estructural, según quién fuese quien sustituyese al otro.
No han cabido los términos medios, o un modelo educativo u otro, a un modelo sanitario o el del contrario, o un modelo económico o el del adversario. Eso de modelar nuestros servicios esenciales o nuestra economía con fórmulas más participativas, amplias y enriquecedoras para todos no ha tenido lugar en nuestra práctica política.
Había que demostrar que se era de derechas o de izquierdas y todo lo que fuera introducir alternativas parece que rechinaba en el engranaje de nuestro Estado. Eso sí, siempre, menos cuando para obtener mayorías suficientes para gobernar había que pactar con los nacionalistas, ahora independentistas, de CiU o PNV o con la izquierda más a la izquierda que representa IU, dándoles en ese caso el oro y el moro –con perdón– de nuestros favores.
Ellos eran el voto útil y el resto, las nuevas formaciones que aspiraban a aportar algún toque diferencial a la rigidez del bipartidismo, representaban el voto inútil, el voto perdido.
Digo "eran" porque las cosas parece que comienzan a cambiar. Y es que el monopolismo de los grandes partidos ha destapado la corrupción que tal modelo político escondía, haciendo que la sociedad se plantee la necesidad de alternativas ya sean populistas, como la que representa Podemos en los sectores de izquierdas, o integradoras, de base ética y planteamientos realistas, como es el proyecto que defiende Ciudadanos-C’s que se alimenta del liberalismo progresista y el socialismo democrático para conformar una opción capaz de, manteniendo la integridad del Estado, afrontar, sin rupturas, políticas sociales y económicas capaces de dar respuestas a amplios sectores de nuestra sociedad.
Podemos persigue, no hay duda, recuperar las bases del antiguo comunismo igualitario, sostenido por una clase dirigente radical en sus planteamientos y contradictoria en su forma de vida, con el que servir de revulsivo a la izquierda indefinida actual.
Ciudadanos-C’s aspira, tampoco existe esa duda, a despertar la inquietud de una derecha y una izquierda democrática, ahora anodinas, que no se identifican con ninguno de los turbios asuntos hasta ahora conocidos, que quieren humanizar el ejercicio de la política y que aspiran a romper ya los lazos con el franquismo o con el radicalismo de la República desde planteamientos económicos y sociales de mutuo entendimiento.
La utilidad o inutilidad de cualquier voto no viene marcada por cómo pueda afectar este a los partidos hegemónicos, sino por cómo beneficie o no a la sociedad tanto en los principios éticos que nazcan de sus representantes, como en los logros sociales que con ello se alcancen y en el desarrollo democrático que se consiga.
Resulta evidente que gozamos de la potestad de seguir esclavos del miedo, a la derecha o a la izquierda, pero también de optar por liberarnos de esa atadura y conseguir ser nosotros mismos, con nuestras diferencias y nuestras sintonías pero siempre desde la libertad y la búsqueda del bien común.
Una desgracia, como otra cualquiera, que no ha podido ser superada, tan siquiera, por las incesantes llamadas al voto de centro que desde la derecha o la izquierda socialista se han venido haciendo, lo que ha configurado el inmovilismo ideológico y electoral hasta ahora existente, sólo alterado por esos dos o tres millones de votantes que, en último término, han sido quienes han venido otorgando mayorías a unos u otros.
El “miedo” a “¡que viene la derecha o la izquierda!” ha magnetizado la mano de los electores, incapaces de escoger de las cabinas papeletas distintas a las de los dos partidos mayoritarios, lo que ha venido provocando una idiocia política y social valorada en términos de confrontación, ausencia de riqueza argumental y ruptura estructural, según quién fuese quien sustituyese al otro.
No han cabido los términos medios, o un modelo educativo u otro, a un modelo sanitario o el del contrario, o un modelo económico o el del adversario. Eso de modelar nuestros servicios esenciales o nuestra economía con fórmulas más participativas, amplias y enriquecedoras para todos no ha tenido lugar en nuestra práctica política.
Había que demostrar que se era de derechas o de izquierdas y todo lo que fuera introducir alternativas parece que rechinaba en el engranaje de nuestro Estado. Eso sí, siempre, menos cuando para obtener mayorías suficientes para gobernar había que pactar con los nacionalistas, ahora independentistas, de CiU o PNV o con la izquierda más a la izquierda que representa IU, dándoles en ese caso el oro y el moro –con perdón– de nuestros favores.
Ellos eran el voto útil y el resto, las nuevas formaciones que aspiraban a aportar algún toque diferencial a la rigidez del bipartidismo, representaban el voto inútil, el voto perdido.
Digo "eran" porque las cosas parece que comienzan a cambiar. Y es que el monopolismo de los grandes partidos ha destapado la corrupción que tal modelo político escondía, haciendo que la sociedad se plantee la necesidad de alternativas ya sean populistas, como la que representa Podemos en los sectores de izquierdas, o integradoras, de base ética y planteamientos realistas, como es el proyecto que defiende Ciudadanos-C’s que se alimenta del liberalismo progresista y el socialismo democrático para conformar una opción capaz de, manteniendo la integridad del Estado, afrontar, sin rupturas, políticas sociales y económicas capaces de dar respuestas a amplios sectores de nuestra sociedad.
Podemos persigue, no hay duda, recuperar las bases del antiguo comunismo igualitario, sostenido por una clase dirigente radical en sus planteamientos y contradictoria en su forma de vida, con el que servir de revulsivo a la izquierda indefinida actual.
Ciudadanos-C’s aspira, tampoco existe esa duda, a despertar la inquietud de una derecha y una izquierda democrática, ahora anodinas, que no se identifican con ninguno de los turbios asuntos hasta ahora conocidos, que quieren humanizar el ejercicio de la política y que aspiran a romper ya los lazos con el franquismo o con el radicalismo de la República desde planteamientos económicos y sociales de mutuo entendimiento.
La utilidad o inutilidad de cualquier voto no viene marcada por cómo pueda afectar este a los partidos hegemónicos, sino por cómo beneficie o no a la sociedad tanto en los principios éticos que nazcan de sus representantes, como en los logros sociales que con ello se alcancen y en el desarrollo democrático que se consiga.
Resulta evidente que gozamos de la potestad de seguir esclavos del miedo, a la derecha o a la izquierda, pero también de optar por liberarnos de esa atadura y conseguir ser nosotros mismos, con nuestras diferencias y nuestras sintonías pero siempre desde la libertad y la búsqueda del bien común.
ENRIQUE BELLIDO