Decía Eduardo Galeano que el subdesarrollo es el resultado histórico del desarrollo ajeno, que para que algunos puedan morir de indigestión otros muchos deberán perecer de indigencia. Se trata de un pensamiento con una lógica interna aplastante, principalmente porque se basa en la realidad más inmediata, a tantos niveles como formas de esclavitud, desigualdad e hipocresía hay en el mundo.
Tanto es así que, de un modo matizado y pasivo, los ciudadanos de las sociedades avanzadas han desarrollado una conciencia crítica respecto a las consecuencias que un consumismo desaforado puede tener en el planeta o en comunidades deprimidas.
Cada vez más personas saben que los teléfonos móviles no surgen por generación espontánea, sino que los materiales utilizados, como el coltán, provienen de zonas del denominado Tercer Mundo, del Congo en este caso, con un gran impacto medioambiental y humano; o que las fábricas que las multinacionales textiles tienen diseminadas en el sureste asiático aplican políticas laborales que en Europa o Norteamérica se calificarían de explotación.
Esto no quiere decir que hayamos dejado de comprar móviles o ropa de Zara –de hecho, la prosperidad de nuestras economías dependen de que podamos comprar más– sino que el acto de consumo va acompañado de una apenas perceptible punzada de culpa que las marcas comerciales y el marketing moderno han utilizado para vender sus productos.
Cuando entras en un Starbuck’s y pagas cinco euros por un café, en ese precio no sólo se incluye el producto en sí, sino una serie de valores sociales que la empresa dice defender, como el comercio justo, el respeto a la biodiversidad, los derechos laborales de los trabajadores de Kenia y Guatemala…
Dice el filósofo esloveno Slavoj Zizek que cada acto consumista egoísta lleva asociado su propia redención ética. Por ello, una marca de ropa como H&M ha lanzado una nueva línea de ropa “conscious”, o la mayoría de empresas multinacionales cuentan con fundaciones para alimentar a niños pobres en África, plantar árboles o investigar enfermedades, especialmente si su actividad corporativa se dedica a lo contrario.
Tan fuerte es esta tendencia que algunas marcas apuestan en su publicidad contra el consumismo para defender otros valores sociales más “cool”. Por ejemplo, el anuncio navideño de Ikea deja a dos señoras como arpías sin corazón porque sienten pena por un niño que ha recibido como regalo un maldito molde pastelero. Para qué tantos juguetes cuando lo importante es la familia y el hogar (si está amueblado en Ikea claro) sugiere el anuncio.
La idea es contradictoria. Se trata de que sigamos consumiendo por encima de nuestras posibilidades y las de nuestro planeta, pero en un falso envoltorio de responsabilidad cívica y conciencia social. El eslogan de nuestro tiempo podría ser que la felicidad no está en los productos materiales, pero sin estos es muy difícil llegar a ella.
Sin un smartphone y conexión a Internet no es fácil tener amigos; sin ropa de la última temporada no estás a la moda; sin un coche no puedes descubrir nuevos lugares; sin unas zapatillas de marca no superas tus límites… Así pues, consumamos, pero no te vayas a sentir culpable por ello. Las empresas ya se encargan de repartir las migajas entre el resto.
Tanto es así que, de un modo matizado y pasivo, los ciudadanos de las sociedades avanzadas han desarrollado una conciencia crítica respecto a las consecuencias que un consumismo desaforado puede tener en el planeta o en comunidades deprimidas.
Cada vez más personas saben que los teléfonos móviles no surgen por generación espontánea, sino que los materiales utilizados, como el coltán, provienen de zonas del denominado Tercer Mundo, del Congo en este caso, con un gran impacto medioambiental y humano; o que las fábricas que las multinacionales textiles tienen diseminadas en el sureste asiático aplican políticas laborales que en Europa o Norteamérica se calificarían de explotación.
Esto no quiere decir que hayamos dejado de comprar móviles o ropa de Zara –de hecho, la prosperidad de nuestras economías dependen de que podamos comprar más– sino que el acto de consumo va acompañado de una apenas perceptible punzada de culpa que las marcas comerciales y el marketing moderno han utilizado para vender sus productos.
Cuando entras en un Starbuck’s y pagas cinco euros por un café, en ese precio no sólo se incluye el producto en sí, sino una serie de valores sociales que la empresa dice defender, como el comercio justo, el respeto a la biodiversidad, los derechos laborales de los trabajadores de Kenia y Guatemala…
Dice el filósofo esloveno Slavoj Zizek que cada acto consumista egoísta lleva asociado su propia redención ética. Por ello, una marca de ropa como H&M ha lanzado una nueva línea de ropa “conscious”, o la mayoría de empresas multinacionales cuentan con fundaciones para alimentar a niños pobres en África, plantar árboles o investigar enfermedades, especialmente si su actividad corporativa se dedica a lo contrario.
Tan fuerte es esta tendencia que algunas marcas apuestan en su publicidad contra el consumismo para defender otros valores sociales más “cool”. Por ejemplo, el anuncio navideño de Ikea deja a dos señoras como arpías sin corazón porque sienten pena por un niño que ha recibido como regalo un maldito molde pastelero. Para qué tantos juguetes cuando lo importante es la familia y el hogar (si está amueblado en Ikea claro) sugiere el anuncio.
La idea es contradictoria. Se trata de que sigamos consumiendo por encima de nuestras posibilidades y las de nuestro planeta, pero en un falso envoltorio de responsabilidad cívica y conciencia social. El eslogan de nuestro tiempo podría ser que la felicidad no está en los productos materiales, pero sin estos es muy difícil llegar a ella.
Sin un smartphone y conexión a Internet no es fácil tener amigos; sin ropa de la última temporada no estás a la moda; sin un coche no puedes descubrir nuevos lugares; sin unas zapatillas de marca no superas tus límites… Así pues, consumamos, pero no te vayas a sentir culpable por ello. Las empresas ya se encargan de repartir las migajas entre el resto.
JESÚS C. ÁLVAREZ