Se expurga actualmente en España un caso de abusos sexuales a menores cometidos por sacerdotes en una parroquia de Granada. No es el primer caso ni será el último de los que se incuban bajo las sotanas de la Iglesia Católica en este país y en otros rincones del mundo.
No obstante, lo sucedido en Granada es representativo de un mal que, a pesar de conocerse su existencia, apenas es denunciado para que intervenga la justicia ordinaria, aunque, cosa extraordinaria, es el primero en que interviene la máxima autoridad eclesiástica, el Papa de Roma, para instar personalmente a desvelar y denunciar los hechos, obligando incluso a la Diócesis granadina a adoptar medidas disciplinarias que no acababa de infligir a los curas pederastas.
Y es que los abusos en la Iglesia Católica forman parte de una leyenda ampliamente extendida allí donde arraiga una confesión que exige el celibato a sus ministros sin que jamás, salvo escándalo mayúsculo, haya intentado siquiera atajar el problema con la contundencia y sin el encubrimiento con que deberían afrontarse no sólo la violación de sus propias normas morales (pecados), sino también las legales, con la comisión de delitos de índole penal.
No deja de sorprender que, como en toda leyenda, algo de verdad acompañe a unos hechos que se transforman en relatos ampliamente difundidos entre la colectividad. Y el de los abusos sexuales en la Iglesia Católica es un mal que persigue a esta religión desde antiguo, carcomiendo sus entrañas sin que, hasta hoy, se haya combatido con la severidad y el rigor que ha demostrado el actual papa Francisco.
Porque no es hasta este último escándalo, y gracias a la intervención directa del Papa, cuando la Diócesis granadina se ve obligada a apartar a unos sacerdotes que actuaban para cometer sus agresiones sexuales como si fuesen una secta.
Se trataba de un clan formado por una decena de sacerdotes y dos seglares que, amparándose en la autoridad que ejercían sobre los menores, cometían sus vejaciones sexuales en inmuebles parroquiales, casas y locales repartidos en Granada y su área metropolitana.
Sólo cuando los medios de comunicación dieron a conocer la gravedad de lo acaecido bajo las sotanas de esos sacerdotes granadinos, tras la denuncia de una víctima al Sumo Pontífice, es cuando el arzobispo de Granada, Francisco Javier Martínez, conocedor de lo que sucedía en su Diócesis, toma medidas disciplinarias y entona un tardío “mea culpa”, postrándose en el suelo de la catedral para pedir perdón por los “daños” causados a los niños.
No se apartaba el arzobispo granadino de la actitud tradicional de la Iglesia católica en relación a los abusos sexuales en su seno. Intenta tapar con un manto de silencio lo que se cuece bajo las sotanas de algunos miembros religiosos que están en contacto frecuente con niños y adolescentes.
Sigue la costumbre que procura encubrir estos casos, considerando enfermos a los pederastas antes que delincuentes, para evitar las denuncias civiles e impedir unas críticas que no dudan en confundir con campañas de “ataques para que no se hable de Dios”, como aseguró el cardenal Cañizares al referirse a esta problemática hace unos años.
No se trata, pues, de un problema pequeño ni infrecuente. Según un estudio antiguo de la Universidad de Salamanca, realizado en 1994 por el catedrático de Psicología de la Sexualidad, Félix López, alrededor de un 10 por ciento de los varones menores que sufrieron abusos sexuales fueron agredidos por un sacerdote católico.
Y un trabajo posterior del conocido escritor Pepe Rodríguez va aun más lejos: sus estadísticas reflejan que un 7 por ciento de los sacerdotes en activo comete esta clase de delitos contra menores.
La mayor parte de tales afrentas no llega a conocerse porque las víctimas no se atreven a denunciar. Son chavales que se acercan a la vida parroquial, como monaguillos o estudiantes de colegios católicos y seminarios, que tras la agresión se sienten culpables y guardan silencio, atemorizados, sometidos y traumatizados ante la “autoridad moral” de los agresores.
Una “autoridad” que llega a considerarlos incitadores en vez de víctimas, como hizo el obispo de Tenerife, Bernardo Álvarez, cuando afirmó en 2008 que “hay adolescentes de 13 años que son menores y están perfectamente de acuerdo (con los abusos)”.
Por tanto, ni la respuesta de la jerarquía eclesiástica ni la actitud del arzobispo de Granada ocultan que los abusos sexuales a menores no son un hecho esporádico en la Iglesia católica española. Ya, en los años cincuenta, se produjo en nuestro país el caso de pederastia en la Iglesia católica más grave a nivel mundial, al descubrirse que en uno de los seminarios de los Legionarios de Cristo, el de Ontaneda (Cantabria), sometían a los alumnos a todo tipo de vejaciones por parte de un grupo de sacerdotes liderado por el mexicano Marcial Maciel, fundador de la Orden y el mayor crápula conocido en ámbitos eclesiásticos hasta la fecha.
Lo grave de toda esta problemática no es que algunos miembros de la Iglesia caigan en la tentación y se dediquen a delinquir amparados en la impunidad que las sotanas les proporciona, sino que la estructura religiosa, como organización jerárquica, practique el silencio y mantenga el encubrimiento clerical sobre unos crímenes execrables cometidos contra menores vulnerables, indefensos e inocentes, a los que causan imborrables daños físicos y psíquicos.
Una actitud que fue promovida por las máximas autoridades eclesiásticas cuando exhortaban a todos los obispos –antes de que la presión de las críticas obligaran cambiar de estrategia– de “prohibir que los casos de abusos contra menores fueran denunciados a la policía, pues estaban sujetos a secreto pontificio y no debían ser denunciados a las fuerzas públicas hasta que las investigaciones internas fueran completadas”. Tal era la consigna remitida por carta “urbi et orbe” por Benedicto XVI cuando era prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, antes de ser elegido Papa.
Este silencio cómplice de la jerarquía eclesiástica, en los casos de abusos sexuales a menores cometidos por el clero, contrasta con la “obsesión” sexual que manifiesta en otras ocasiones.
Precisamente fue la Diócesis del arzobispo de Granada la que publicó el libro Cásate y sé sumisa, que levantó una gran controversia por las ideas machistas que contenía. Monseñor Francisco Javier Martínez comparó, en 2009, el aborto con un “genocidio silencioso” y fue beligerante contra las políticas del Gobierno socialista de José Luis Rodríguez Zapatero relativas al matrimonio homosexual y la Ley Orgánica de Educación (LOE).
Su laxitud con los pederastas de su Diócesis no es comparable al celo que mostró al acosar moralmente a un sacerdote exarchivero de la Catedral, que lo denunció y lo convirtió en el primer prelado español en ser juzgado por los tribunales ordinarios, aunque acabó absuelto tras recurrir la sentencia que lo condenaba.
Existen una mentalidad, una actitud y un comportamiento institucional detrás de estos escándalos que los convierten en intolerables e incompatibles con los fines y la moral que dice perseguir la Iglesia católica.
También por ello sorprende la decidida reacción del Papa Francisco de cortar de raíz un problema tan endémico que ha llevado a obispos de Irlanda, Alemania, Estados Unidos y Holanda a pedir perdón y prometer mano dura o tolerancia cero.
Pero mientras ello no sea la norma y no una excepción, las sotanas de los sacerdotes continuarán siendo prendas sospechosas de la inmoralidad y la maldad más perversas: la que se disfraza de amor al prójimo para abusar de inocentes menores.
No obstante, lo sucedido en Granada es representativo de un mal que, a pesar de conocerse su existencia, apenas es denunciado para que intervenga la justicia ordinaria, aunque, cosa extraordinaria, es el primero en que interviene la máxima autoridad eclesiástica, el Papa de Roma, para instar personalmente a desvelar y denunciar los hechos, obligando incluso a la Diócesis granadina a adoptar medidas disciplinarias que no acababa de infligir a los curas pederastas.
Y es que los abusos en la Iglesia Católica forman parte de una leyenda ampliamente extendida allí donde arraiga una confesión que exige el celibato a sus ministros sin que jamás, salvo escándalo mayúsculo, haya intentado siquiera atajar el problema con la contundencia y sin el encubrimiento con que deberían afrontarse no sólo la violación de sus propias normas morales (pecados), sino también las legales, con la comisión de delitos de índole penal.
No deja de sorprender que, como en toda leyenda, algo de verdad acompañe a unos hechos que se transforman en relatos ampliamente difundidos entre la colectividad. Y el de los abusos sexuales en la Iglesia Católica es un mal que persigue a esta religión desde antiguo, carcomiendo sus entrañas sin que, hasta hoy, se haya combatido con la severidad y el rigor que ha demostrado el actual papa Francisco.
Porque no es hasta este último escándalo, y gracias a la intervención directa del Papa, cuando la Diócesis granadina se ve obligada a apartar a unos sacerdotes que actuaban para cometer sus agresiones sexuales como si fuesen una secta.
Se trataba de un clan formado por una decena de sacerdotes y dos seglares que, amparándose en la autoridad que ejercían sobre los menores, cometían sus vejaciones sexuales en inmuebles parroquiales, casas y locales repartidos en Granada y su área metropolitana.
Sólo cuando los medios de comunicación dieron a conocer la gravedad de lo acaecido bajo las sotanas de esos sacerdotes granadinos, tras la denuncia de una víctima al Sumo Pontífice, es cuando el arzobispo de Granada, Francisco Javier Martínez, conocedor de lo que sucedía en su Diócesis, toma medidas disciplinarias y entona un tardío “mea culpa”, postrándose en el suelo de la catedral para pedir perdón por los “daños” causados a los niños.
No se apartaba el arzobispo granadino de la actitud tradicional de la Iglesia católica en relación a los abusos sexuales en su seno. Intenta tapar con un manto de silencio lo que se cuece bajo las sotanas de algunos miembros religiosos que están en contacto frecuente con niños y adolescentes.
Sigue la costumbre que procura encubrir estos casos, considerando enfermos a los pederastas antes que delincuentes, para evitar las denuncias civiles e impedir unas críticas que no dudan en confundir con campañas de “ataques para que no se hable de Dios”, como aseguró el cardenal Cañizares al referirse a esta problemática hace unos años.
No se trata, pues, de un problema pequeño ni infrecuente. Según un estudio antiguo de la Universidad de Salamanca, realizado en 1994 por el catedrático de Psicología de la Sexualidad, Félix López, alrededor de un 10 por ciento de los varones menores que sufrieron abusos sexuales fueron agredidos por un sacerdote católico.
Y un trabajo posterior del conocido escritor Pepe Rodríguez va aun más lejos: sus estadísticas reflejan que un 7 por ciento de los sacerdotes en activo comete esta clase de delitos contra menores.
La mayor parte de tales afrentas no llega a conocerse porque las víctimas no se atreven a denunciar. Son chavales que se acercan a la vida parroquial, como monaguillos o estudiantes de colegios católicos y seminarios, que tras la agresión se sienten culpables y guardan silencio, atemorizados, sometidos y traumatizados ante la “autoridad moral” de los agresores.
Una “autoridad” que llega a considerarlos incitadores en vez de víctimas, como hizo el obispo de Tenerife, Bernardo Álvarez, cuando afirmó en 2008 que “hay adolescentes de 13 años que son menores y están perfectamente de acuerdo (con los abusos)”.
Por tanto, ni la respuesta de la jerarquía eclesiástica ni la actitud del arzobispo de Granada ocultan que los abusos sexuales a menores no son un hecho esporádico en la Iglesia católica española. Ya, en los años cincuenta, se produjo en nuestro país el caso de pederastia en la Iglesia católica más grave a nivel mundial, al descubrirse que en uno de los seminarios de los Legionarios de Cristo, el de Ontaneda (Cantabria), sometían a los alumnos a todo tipo de vejaciones por parte de un grupo de sacerdotes liderado por el mexicano Marcial Maciel, fundador de la Orden y el mayor crápula conocido en ámbitos eclesiásticos hasta la fecha.
Lo grave de toda esta problemática no es que algunos miembros de la Iglesia caigan en la tentación y se dediquen a delinquir amparados en la impunidad que las sotanas les proporciona, sino que la estructura religiosa, como organización jerárquica, practique el silencio y mantenga el encubrimiento clerical sobre unos crímenes execrables cometidos contra menores vulnerables, indefensos e inocentes, a los que causan imborrables daños físicos y psíquicos.
Una actitud que fue promovida por las máximas autoridades eclesiásticas cuando exhortaban a todos los obispos –antes de que la presión de las críticas obligaran cambiar de estrategia– de “prohibir que los casos de abusos contra menores fueran denunciados a la policía, pues estaban sujetos a secreto pontificio y no debían ser denunciados a las fuerzas públicas hasta que las investigaciones internas fueran completadas”. Tal era la consigna remitida por carta “urbi et orbe” por Benedicto XVI cuando era prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, antes de ser elegido Papa.
Este silencio cómplice de la jerarquía eclesiástica, en los casos de abusos sexuales a menores cometidos por el clero, contrasta con la “obsesión” sexual que manifiesta en otras ocasiones.
Precisamente fue la Diócesis del arzobispo de Granada la que publicó el libro Cásate y sé sumisa, que levantó una gran controversia por las ideas machistas que contenía. Monseñor Francisco Javier Martínez comparó, en 2009, el aborto con un “genocidio silencioso” y fue beligerante contra las políticas del Gobierno socialista de José Luis Rodríguez Zapatero relativas al matrimonio homosexual y la Ley Orgánica de Educación (LOE).
Su laxitud con los pederastas de su Diócesis no es comparable al celo que mostró al acosar moralmente a un sacerdote exarchivero de la Catedral, que lo denunció y lo convirtió en el primer prelado español en ser juzgado por los tribunales ordinarios, aunque acabó absuelto tras recurrir la sentencia que lo condenaba.
Existen una mentalidad, una actitud y un comportamiento institucional detrás de estos escándalos que los convierten en intolerables e incompatibles con los fines y la moral que dice perseguir la Iglesia católica.
También por ello sorprende la decidida reacción del Papa Francisco de cortar de raíz un problema tan endémico que ha llevado a obispos de Irlanda, Alemania, Estados Unidos y Holanda a pedir perdón y prometer mano dura o tolerancia cero.
Pero mientras ello no sea la norma y no una excepción, las sotanas de los sacerdotes continuarán siendo prendas sospechosas de la inmoralidad y la maldad más perversas: la que se disfraza de amor al prójimo para abusar de inocentes menores.
DANIEL GUERRERO