Querida hija: Y hago y digo bien en llamarte así. Me arrogo ese derecho y esa obligación como padre ejerciente y sufridor, gladiador y payaso, ladrilloso y káiser en falso; como padre al que le duelen los hijos de los demás como si fueran los suyos. Como padre al que le gustaría proteger las 24 horas del día durante toda su vida (la de ellos) a sus hijos del miradero cruel en que se ha convertido el mundo, donde asesinos y víctimas viven bajo los mismos decretos ante las filigranas de la guadaña y la mano muerta de la que debiera ser Guardia de Hierro.
No importa nada ni nadie cuando te matan a un hijo. Los pinchauvas de la Justicia podrán darse un garbeo a fumarse un pitillo. Pero a tí sólo te importa ese hijo. Y el dinero puede arder al sol. Y arde en tonos anaranjados.
Tan sólo ansías tener un visor con suficientes aumentos para pegarle un tiro bien colocao al que intente dañar a los tuyos. ¿Quién te protege del quinto pino, del glaciar en el que quieren convertir tu Historia en mayúsculas?
Nadie. Porque algunos van al muerdo, van a lo espigado, se marchan zumbando a las Antillas. Pero estás tú, padre, estás tú, madre, los dos, con el horario en forma de horca. Horca para ti, hasta el fin.
Suenan los disparos por la noche en mi mente. Aprieto con el dedo índice el gatillo. Hago prácticas de tiro en mis fantasías con esos retratos que acorralan a los asesinos. ¡Cómo pesa la oscuridad!, me dices. Lo sé.
Querría ir en contra de las manecillas del reloj, Sole. Querría que se te hiciera Justicia antes de que yo coja el gris del gorila viejo.
Cuando mi hija me observa fíjamente mientras leo el periódico o tonteo con el móvil, y mis ojos se posan sobre los suyos y ella me sostiene la mirada sin pestañear, pienso que sabe de mí más que yo mismo. Siempre pienso que los niños dejan con sus miradas un mensaje en una botella y la lanzan al mar. Aciertas a comprenderles cuando ya es demasiado tarde.
Y es entonces, donde fluyo hasta ti, y me jode no haber sido mayor para armar escopeta, no haber sido un John Coffee capaz de tragarse el enjambre de demonios que te buscaba para invadirte; me jode haber sido un crío en pijama ese 28 de septiembre de 1992, potreando a escondidas mientras sus padres visionaban la película de Tom Berenguer Miedo en la ciudad que ofrecía Antena3.
Hubiera sido magnífico haber podido ser ese Caballero del Dragón que resiste todos los fuegos, haber sido ese Tom Hanks en Salvar al soldado Ryan...y haberte devuelto al cabaré de tu adolescencia. Y haberme presentado con cabeza de serpiente y detener la putada que te hizo vieja en un instante.
Pero yo era un crío, sin sentido arácnido, sin dentadura chechena. Sin un jodido satélite y una bomba nuclear. Un crío con guardia real, creyente fervoroso, como todos los niños, en aquellos tesoros que se comían y bebían. En que no hay peligros tras las ranuras, salvo la lejía y el humo del tabaco de mamá.
Sí, lo sé, tuviste miedo en aquellos instantes indefinibles. En el huerto de Getsemaní, Jesús de Nazaret estaba acojonado, y aún así, les dijo a sus discípulos: No tengáis miedo. Pero, claro, es fácil hablar si no tienes las espaldas del Nazareno. Y tú tuviste esas espaldas enormes, esas espaldas recalcadas del ranchero solitario.
Acabo de conseguir que mi hijo abandone mi cama y ya creo que es todo un triunfo del Estado de Derecho. Sin embargo, el muy corsario, con su verborrea sujeta con tirantes, ha logrado sacar mi espíritu misionero y he acabado arrastrado hasta su cama.
La firmeza de un padre es a veces contemplativa y edulcorada, una fina gasa de cristal de Bacatta sólo apta paras deleitarse observándola. Un plan de guerra donde siempre faltan arrestos. Cada gesto lastimero y penante de los niños consigue derrumbar tus principios inalterables aunque tú siempre los enfrentes bien armado con las cabalgadas de El Cid.
En las noches en las que tu hijo despierta preso del miedo, amedrentado por alguna pesadilla, la firmeza de un padre es la vajilla buena que nunca se saca. Quieres ser Atila y te vuelves Mandela con pantuflas. Eres un casco azul de la ONU, apareces raudo en cualquier escotilla, comprendes que esa fragilidad infantil nunca nos abandona aunque nos armemos hasta los dientes. Que buscaremos la armadura de nuestros padres hasta el fin de nuestros días. Y llamaremos a mamá con el último tosío, bajo nuestra apariencia de puercoespín.
Desde hace mucho tiempo tu nombre está fabricado en yunque en mi mente. Me preguntas por el olvido, por los años que han pasado. Te han manchado con el pincel más duro, lo comprendo. El olvido es grasiento y pesa sobre la lengua, lo sé. El resto del mundo sigue tras la cortina, te respondo. Y tú también.
Sigues aquí, Sole, gramo a gramo, debutando cada día, nadie ha podido derretir tus galones de comandante. No te aflijas. No eres una muñeca de cera olvidada bajo el brasero. Tú no estás en la lista del Titanic. No hace falta que toques el vaso para que yo sepa que sigues aquí. ¿Qué médico puede decir que tu corazón ha dejado de latir?
Tú eres un I am, un ser o estar. Olvídate de Shakespeare, vive en la magia de Robin Willians, en los vericuetos del Ratoncito Pérez.
El tiempo no ha transcurrido para ti. El tiempo es la piel sudada de los animales, el cuero y la orina, las llantas calientes de los coches. Y también el pan fresco recién horneado, y la madera recién serrada. El tiempo sigue acompañado por el violín. El tiempo sólo mata desde la calle, no desde las azoteas.
Para tí el tiempo sigue siendo ese hermoso caballo turcomano, de seda limpia, que taquigrafía tus pasos y tus besos. Tu tiempo sigue siendo esos suspiros que son leñadores bailando con los truenos.
Sonríes. Resoplo aliviado. Sonrío. Me interrogas, convirtiendo tus ojos en dos cañones costeros. De repente hueles a mandarina, a polvo de cacao, a canela y clavo de olor. A hierba recién cortada, a rotuladores Carioca.
Hueles a Barrio Sésamo, a Verano Azul, a colonia Anais y a Vidal Sasoon. Suenas a Danza Invisible, a un enérgico Ennio Morricone en El Secreto del Sáhara. Me coges la mano. Amanece una vez más, cuando los campos parecen flotar en una marmita y los pueblecitos son cáscaras de huevo.
Querría ponerte la capa sobre el hombro, tú querrías pasarte el cepillo por el pelo. Agito los juguetes para llamar tu atención, como cuando eras bebé. Te contradigo con vehemencia, ¡claro que quedan mariposas!. Y tú no has muerto, tu corazón es capaz de ver a los duendes y jugar con ellos.
Puedo ver la lucecita en la concha vacía de tu palacio. Estás, aunque no contestes al teléfono. Tu fuerza es una lámpara de muchos brazos y por la chimenea sólo se va el humo de los cobardes.
Los niños han ido pintando las piedras del río. Suman, restan, multiplican, dividen, en colores. El abecedario también está en colores. ¿Puedes verlo? Los niños sonrién cuando las flores les sacan la lengua. Sigues rodeada de oro, gran dama, te digo tras darte un pequeño codazo para chincharte.
Me cuentas que querrías haberle preguntado a tu madre: ¿Mamá, voy a ir al cielo? Al Reino de los Cielos y siete cortijos más, hija. Sí, te habría dicho eso. Y te hubieras reído.
La Justicia no ha de darse más garbeos para echarse un pitillo. Tu sangre no debe de ser la del rojo de los precios rebajados, sino la del rojo de la alta pasión. La justicia acuadrillada se ríe en la pared del frontón, piensan que sólo los pastores sueñan mientras les matan a sus hijos.
Cantaba Bob Dylan a Huracán Carter: Te metieron en la cárcel pero podrías haber sido campeón del mundo. Claro que sí, tú ya lo eres, campeona del mundo, sí. Y saldrás de tu mazmorra. No te veo en una torre arruinada, ni veo tu Historia ante la velocidad 3 de la batidora. Prueba de ello es que yo estoy aquí.
Querría hacer una copia de ti para saber que no te has ido. Porque la niebla no es la última frontera, ¿sabes? Te habían nombrado comandante, sabías tomar decisiones, eras atrevida, creativa. Y lo sigues siendo. En las ruinas siempre crece la higuera, solía decir mi abuelo.
Ya no te quema el fuego del dragón. Mujer valerosa y fuerte, que toma las armas, que cruza el desfiladero de las Termópilas y ya son 300 más una. No pienses en aquella noche, en que te espera ese perro fantasma en el camino solitario. Ahora estoy yo, y estás tú. No pienses en el resplandor trágico, por favor.
Me dices que todas las muertes residen en habitaciones privadas, incomunicadas, llenas de tantos abrazos pendientes. Que caminaste entre el azul puro de la India y el azul iraní de la muerte.
Pero tu espíritu se maneja ahora en la pupila del Husky Siberiano, en el loto azul que sale de día para sumergirse en la noche. Entre los sauces, fresnos y álamos blancos del río. Ahora los pájaros no tienen gluten pero los perros guardianes no siguen encadenados a la pared. No temas. No regreses a eso, Sole.
Sí, lo sé, salías de tu casa, con todas las primicias que se tienen a los 18 años; salías de tu pequeño planeta Ícaro, con las llaves de San Pedro en la mano. No daban las seis y la calle era vermú y manzanilla, el sencillo Vence de Michael Jackson propulsado por Los 40 Principales hasta llegar a Plutón.
El atardecer era una conversación erótica del sol y de la luna, del príncipe Charles y de Camilla. Ibas con tu olor lleno, a limpio, a fruta, con la glotonería propia de tus 18 años, por ese salón aéreo de baile, esos 18 años cerca de los espejos, de los candelabros, esa energía que transformaba las nubes. Tú y ese maravilloso afán de amarse a escondidas.
Tú, que eras una ola de viento que no tenía tiempo para el orden. Tú, y tu forma pianística de alegrar la casa. Lo sé. Nadabas de espaldas sin saberlo contra un hombre inhabilitado para serlo. Un demonio oficiante. No tuviste tiempo de escuchar el rechinar de sus dientes ni el chirrido de los pájaros huecos.
Asesino, ella ya te sacó los ojos por siempre.
Las herraduras estaban hacia arriba. Los perros explosionaron. La lechuza viajó envuelta en llamas. Él tenía siniestras intenciones tras sus ojos de panóptico. Te asesinó en el camino oscuro, en la oscuridad que es el secreto de los niños, rodeada de tambores africanos.
Cayó el pulgar. Se apagó la luz y no podías respirar. El aire se volvió piedra. Y los perros lloraron mientras te buscaban.
Te pido que regreses a la infancia y contengas la respiración como cuando un pajarillo se posaba muy cerca de ti. Te pido que huelas los geranios, las margaritas, los rosales, de tu abuela.
Sigues con tu relato, no te hago desistir.
Te mataron en esa noche barrenada con los filos impostores de la luna. En la tele iban a dar la peli Miedo en la ciudad. Él pensaba que los fantasmas son arrojados al río y allí permanecen. Se marchó con su saco de mentiras y con las máscaras del cobarde que pretende seguir asustando.
No supo el muy incauto que el río es tu escritorio de Windows desde donde hoy estás escribiendo esto. Chiquilla, sólo tú podías haberte marchado junto al río; las doncellas siempre vuelven al mar. Las canciones de los esclavos siempre hablan del río porque en él encontraban la libertad.
Quedaste junto al río porque en su perfume enterraban a los emperadores. Y cuando los lodos vayan al fondo y el agua esté clara, podrás sembrar el blanco arroz, la blanca verdad. La ruina de tu asesino es tu ruido, Sole. Los árboles te siguen tendiendo sus manos flacas, hay voces en el silencio, siempre las habrá.
Tienes, asesino, una placa difunta en tu cara, tus ojos están agazapados, eres un muermo caballuno, aperreado con los monstruos. ¿Acaso no sabes que puede olerse la humedad del sótano en tus ojos, que jamás podrás desprenderte de ese dolor de espalda, que la verdadera Justicia es tensión poderosa? Que desde entonces ya no tienes sombra. Destruíste su vitrina, la quisiste vender a un sarcófago.
No, Sole, no, tú estás en un crucero con camarote para tí sola, en el Bazar de las Especias de Estambul, estás en un juego de té; tú sigues siendo esa mano de seda blanca que sale de las aguas y entrega la espada a Arturo.
Que la muerte te congela y las lágrimas son cubitos de hielo que consiguen que florezca el helecho. Que el reloj de tu Historia es de péndulo, y se detendrá cuando el piano toque de nuevo el otoño. Que el arpón de la Justicia caerá sobre el Gran Blanco.
Mientras tanto, sigue ahí, no cuelgues, aún tienes mucho que decir. Y quién sabe, creyentes o no, hinduistas o cristianos, tengo la convicción que quizás me haya cruzado contigo en alguna ocasión por la calle. Porque te has levantado, has andado, has vuelto a empezar.
Observa la calle en esa tarde. Calle de vermú y manzanilla, del Vence de Michael Jackson multiplicándose por las aceras.
Olvida la peli de Tom Berenguer. Era muy mala. Buenos días, hija.
Justicia para Soledad Donoso Toscano.
Justicia para mí, para todos.
Por nuestros hijos. De una puta vez.
No importa nada ni nadie cuando te matan a un hijo. Los pinchauvas de la Justicia podrán darse un garbeo a fumarse un pitillo. Pero a tí sólo te importa ese hijo. Y el dinero puede arder al sol. Y arde en tonos anaranjados.
Tan sólo ansías tener un visor con suficientes aumentos para pegarle un tiro bien colocao al que intente dañar a los tuyos. ¿Quién te protege del quinto pino, del glaciar en el que quieren convertir tu Historia en mayúsculas?
Nadie. Porque algunos van al muerdo, van a lo espigado, se marchan zumbando a las Antillas. Pero estás tú, padre, estás tú, madre, los dos, con el horario en forma de horca. Horca para ti, hasta el fin.
Suenan los disparos por la noche en mi mente. Aprieto con el dedo índice el gatillo. Hago prácticas de tiro en mis fantasías con esos retratos que acorralan a los asesinos. ¡Cómo pesa la oscuridad!, me dices. Lo sé.
Querría ir en contra de las manecillas del reloj, Sole. Querría que se te hiciera Justicia antes de que yo coja el gris del gorila viejo.
Cuando mi hija me observa fíjamente mientras leo el periódico o tonteo con el móvil, y mis ojos se posan sobre los suyos y ella me sostiene la mirada sin pestañear, pienso que sabe de mí más que yo mismo. Siempre pienso que los niños dejan con sus miradas un mensaje en una botella y la lanzan al mar. Aciertas a comprenderles cuando ya es demasiado tarde.
Y es entonces, donde fluyo hasta ti, y me jode no haber sido mayor para armar escopeta, no haber sido un John Coffee capaz de tragarse el enjambre de demonios que te buscaba para invadirte; me jode haber sido un crío en pijama ese 28 de septiembre de 1992, potreando a escondidas mientras sus padres visionaban la película de Tom Berenguer Miedo en la ciudad que ofrecía Antena3.
Hubiera sido magnífico haber podido ser ese Caballero del Dragón que resiste todos los fuegos, haber sido ese Tom Hanks en Salvar al soldado Ryan...y haberte devuelto al cabaré de tu adolescencia. Y haberme presentado con cabeza de serpiente y detener la putada que te hizo vieja en un instante.
Pero yo era un crío, sin sentido arácnido, sin dentadura chechena. Sin un jodido satélite y una bomba nuclear. Un crío con guardia real, creyente fervoroso, como todos los niños, en aquellos tesoros que se comían y bebían. En que no hay peligros tras las ranuras, salvo la lejía y el humo del tabaco de mamá.
Sí, lo sé, tuviste miedo en aquellos instantes indefinibles. En el huerto de Getsemaní, Jesús de Nazaret estaba acojonado, y aún así, les dijo a sus discípulos: No tengáis miedo. Pero, claro, es fácil hablar si no tienes las espaldas del Nazareno. Y tú tuviste esas espaldas enormes, esas espaldas recalcadas del ranchero solitario.
Acabo de conseguir que mi hijo abandone mi cama y ya creo que es todo un triunfo del Estado de Derecho. Sin embargo, el muy corsario, con su verborrea sujeta con tirantes, ha logrado sacar mi espíritu misionero y he acabado arrastrado hasta su cama.
La firmeza de un padre es a veces contemplativa y edulcorada, una fina gasa de cristal de Bacatta sólo apta paras deleitarse observándola. Un plan de guerra donde siempre faltan arrestos. Cada gesto lastimero y penante de los niños consigue derrumbar tus principios inalterables aunque tú siempre los enfrentes bien armado con las cabalgadas de El Cid.
En las noches en las que tu hijo despierta preso del miedo, amedrentado por alguna pesadilla, la firmeza de un padre es la vajilla buena que nunca se saca. Quieres ser Atila y te vuelves Mandela con pantuflas. Eres un casco azul de la ONU, apareces raudo en cualquier escotilla, comprendes que esa fragilidad infantil nunca nos abandona aunque nos armemos hasta los dientes. Que buscaremos la armadura de nuestros padres hasta el fin de nuestros días. Y llamaremos a mamá con el último tosío, bajo nuestra apariencia de puercoespín.
Desde hace mucho tiempo tu nombre está fabricado en yunque en mi mente. Me preguntas por el olvido, por los años que han pasado. Te han manchado con el pincel más duro, lo comprendo. El olvido es grasiento y pesa sobre la lengua, lo sé. El resto del mundo sigue tras la cortina, te respondo. Y tú también.
Sigues aquí, Sole, gramo a gramo, debutando cada día, nadie ha podido derretir tus galones de comandante. No te aflijas. No eres una muñeca de cera olvidada bajo el brasero. Tú no estás en la lista del Titanic. No hace falta que toques el vaso para que yo sepa que sigues aquí. ¿Qué médico puede decir que tu corazón ha dejado de latir?
Tú eres un I am, un ser o estar. Olvídate de Shakespeare, vive en la magia de Robin Willians, en los vericuetos del Ratoncito Pérez.
El tiempo no ha transcurrido para ti. El tiempo es la piel sudada de los animales, el cuero y la orina, las llantas calientes de los coches. Y también el pan fresco recién horneado, y la madera recién serrada. El tiempo sigue acompañado por el violín. El tiempo sólo mata desde la calle, no desde las azoteas.
Para tí el tiempo sigue siendo ese hermoso caballo turcomano, de seda limpia, que taquigrafía tus pasos y tus besos. Tu tiempo sigue siendo esos suspiros que son leñadores bailando con los truenos.
Sonríes. Resoplo aliviado. Sonrío. Me interrogas, convirtiendo tus ojos en dos cañones costeros. De repente hueles a mandarina, a polvo de cacao, a canela y clavo de olor. A hierba recién cortada, a rotuladores Carioca.
Hueles a Barrio Sésamo, a Verano Azul, a colonia Anais y a Vidal Sasoon. Suenas a Danza Invisible, a un enérgico Ennio Morricone en El Secreto del Sáhara. Me coges la mano. Amanece una vez más, cuando los campos parecen flotar en una marmita y los pueblecitos son cáscaras de huevo.
Querría ponerte la capa sobre el hombro, tú querrías pasarte el cepillo por el pelo. Agito los juguetes para llamar tu atención, como cuando eras bebé. Te contradigo con vehemencia, ¡claro que quedan mariposas!. Y tú no has muerto, tu corazón es capaz de ver a los duendes y jugar con ellos.
Puedo ver la lucecita en la concha vacía de tu palacio. Estás, aunque no contestes al teléfono. Tu fuerza es una lámpara de muchos brazos y por la chimenea sólo se va el humo de los cobardes.
Los niños han ido pintando las piedras del río. Suman, restan, multiplican, dividen, en colores. El abecedario también está en colores. ¿Puedes verlo? Los niños sonrién cuando las flores les sacan la lengua. Sigues rodeada de oro, gran dama, te digo tras darte un pequeño codazo para chincharte.
Me cuentas que querrías haberle preguntado a tu madre: ¿Mamá, voy a ir al cielo? Al Reino de los Cielos y siete cortijos más, hija. Sí, te habría dicho eso. Y te hubieras reído.
La Justicia no ha de darse más garbeos para echarse un pitillo. Tu sangre no debe de ser la del rojo de los precios rebajados, sino la del rojo de la alta pasión. La justicia acuadrillada se ríe en la pared del frontón, piensan que sólo los pastores sueñan mientras les matan a sus hijos.
Cantaba Bob Dylan a Huracán Carter: Te metieron en la cárcel pero podrías haber sido campeón del mundo. Claro que sí, tú ya lo eres, campeona del mundo, sí. Y saldrás de tu mazmorra. No te veo en una torre arruinada, ni veo tu Historia ante la velocidad 3 de la batidora. Prueba de ello es que yo estoy aquí.
Querría hacer una copia de ti para saber que no te has ido. Porque la niebla no es la última frontera, ¿sabes? Te habían nombrado comandante, sabías tomar decisiones, eras atrevida, creativa. Y lo sigues siendo. En las ruinas siempre crece la higuera, solía decir mi abuelo.
Ya no te quema el fuego del dragón. Mujer valerosa y fuerte, que toma las armas, que cruza el desfiladero de las Termópilas y ya son 300 más una. No pienses en aquella noche, en que te espera ese perro fantasma en el camino solitario. Ahora estoy yo, y estás tú. No pienses en el resplandor trágico, por favor.
Me dices que todas las muertes residen en habitaciones privadas, incomunicadas, llenas de tantos abrazos pendientes. Que caminaste entre el azul puro de la India y el azul iraní de la muerte.
Pero tu espíritu se maneja ahora en la pupila del Husky Siberiano, en el loto azul que sale de día para sumergirse en la noche. Entre los sauces, fresnos y álamos blancos del río. Ahora los pájaros no tienen gluten pero los perros guardianes no siguen encadenados a la pared. No temas. No regreses a eso, Sole.
Sí, lo sé, salías de tu casa, con todas las primicias que se tienen a los 18 años; salías de tu pequeño planeta Ícaro, con las llaves de San Pedro en la mano. No daban las seis y la calle era vermú y manzanilla, el sencillo Vence de Michael Jackson propulsado por Los 40 Principales hasta llegar a Plutón.
El atardecer era una conversación erótica del sol y de la luna, del príncipe Charles y de Camilla. Ibas con tu olor lleno, a limpio, a fruta, con la glotonería propia de tus 18 años, por ese salón aéreo de baile, esos 18 años cerca de los espejos, de los candelabros, esa energía que transformaba las nubes. Tú y ese maravilloso afán de amarse a escondidas.
Tú, que eras una ola de viento que no tenía tiempo para el orden. Tú, y tu forma pianística de alegrar la casa. Lo sé. Nadabas de espaldas sin saberlo contra un hombre inhabilitado para serlo. Un demonio oficiante. No tuviste tiempo de escuchar el rechinar de sus dientes ni el chirrido de los pájaros huecos.
Asesino, ella ya te sacó los ojos por siempre.
Las herraduras estaban hacia arriba. Los perros explosionaron. La lechuza viajó envuelta en llamas. Él tenía siniestras intenciones tras sus ojos de panóptico. Te asesinó en el camino oscuro, en la oscuridad que es el secreto de los niños, rodeada de tambores africanos.
Cayó el pulgar. Se apagó la luz y no podías respirar. El aire se volvió piedra. Y los perros lloraron mientras te buscaban.
Te pido que regreses a la infancia y contengas la respiración como cuando un pajarillo se posaba muy cerca de ti. Te pido que huelas los geranios, las margaritas, los rosales, de tu abuela.
Sigues con tu relato, no te hago desistir.
Te mataron en esa noche barrenada con los filos impostores de la luna. En la tele iban a dar la peli Miedo en la ciudad. Él pensaba que los fantasmas son arrojados al río y allí permanecen. Se marchó con su saco de mentiras y con las máscaras del cobarde que pretende seguir asustando.
No supo el muy incauto que el río es tu escritorio de Windows desde donde hoy estás escribiendo esto. Chiquilla, sólo tú podías haberte marchado junto al río; las doncellas siempre vuelven al mar. Las canciones de los esclavos siempre hablan del río porque en él encontraban la libertad.
Quedaste junto al río porque en su perfume enterraban a los emperadores. Y cuando los lodos vayan al fondo y el agua esté clara, podrás sembrar el blanco arroz, la blanca verdad. La ruina de tu asesino es tu ruido, Sole. Los árboles te siguen tendiendo sus manos flacas, hay voces en el silencio, siempre las habrá.
Tienes, asesino, una placa difunta en tu cara, tus ojos están agazapados, eres un muermo caballuno, aperreado con los monstruos. ¿Acaso no sabes que puede olerse la humedad del sótano en tus ojos, que jamás podrás desprenderte de ese dolor de espalda, que la verdadera Justicia es tensión poderosa? Que desde entonces ya no tienes sombra. Destruíste su vitrina, la quisiste vender a un sarcófago.
No, Sole, no, tú estás en un crucero con camarote para tí sola, en el Bazar de las Especias de Estambul, estás en un juego de té; tú sigues siendo esa mano de seda blanca que sale de las aguas y entrega la espada a Arturo.
Que la muerte te congela y las lágrimas son cubitos de hielo que consiguen que florezca el helecho. Que el reloj de tu Historia es de péndulo, y se detendrá cuando el piano toque de nuevo el otoño. Que el arpón de la Justicia caerá sobre el Gran Blanco.
Mientras tanto, sigue ahí, no cuelgues, aún tienes mucho que decir. Y quién sabe, creyentes o no, hinduistas o cristianos, tengo la convicción que quizás me haya cruzado contigo en alguna ocasión por la calle. Porque te has levantado, has andado, has vuelto a empezar.
Observa la calle en esa tarde. Calle de vermú y manzanilla, del Vence de Michael Jackson multiplicándose por las aceras.
Olvida la peli de Tom Berenguer. Era muy mala. Buenos días, hija.
Justicia para Soledad Donoso Toscano.
Justicia para mí, para todos.
Por nuestros hijos. De una puta vez.
J. DELGADO-CHUMILLA