Sin ser en absoluto nacionalista, ni de patrias grandes ni tampoco de chicas, sí me siento orgulloso de la cultura española y profundamente enamorado de un idioma que España ha sabido legar al mundo y con el que tantos países y tantas culturas han podido conformar uno de los pilares fundamentales de la civilización occidental.
La historia de la Humanidad no sería la misma, en lo bueno y lo malo, sin la aportación de la cultura española, algunas de cuyas facetas han alcanzado hitos de elevado prestigio y trascendencia hasta formar parte del Patrimonio Universal.
Mucho más que el deporte, el turismo o las grandes empresas o negocios, la Marca España relevante es la que emana de la historia de este país a través de su rico patrimonio monumental, esparcido por todo el mundo hispano (no en balde España es el segundo país del mundo con mayor número de bienes declarados Patrimonio Mundial de la Humanidad por UNESCO), y de una lengua (la segunda más hablada el mundo) que ha dado lugar a obras de una literatura y hasta de una filosofía que son valoradas históricamente, también en la actualidad, como activos imprescindibles del conocimiento humano.
Sin caer en el patriotismo de los demagogos, hay que reconocer que el acervo cultural español ha sido factor determinante en la cohesión y la identidad de muchos pueblos y naciones, sobre todo en América, dada la dimensión global de su compleja y variada riqueza.
Por apreciar tan inmenso tesoro cultural y artístico, me duele la ceguera e indiferencia con que se trata la transmisión a nuestros hijos de lo que en verdad nos constituye y caracteriza: esa cultura española que nos identifica con una visión particular del mundo y del lugar que ocupamos en él.
Tenemos el deber de preservar esa herencia y la responsabilidad de transmitirla a las generaciones venideras porque gracias a ella somos lo que somos, como determinaba Max Weber. El arte, la arquitectura, la literatura, la música o el pensamiento español, entre otras manifestaciones, son expresiones de una cultura que trasciende nuestras fronteras y atesora figuras como Cervantes, Velázquez, Bécquer, Borges, El Greco, Falla, Ortega y Gasset, Murillo, Zambrano, Unamuno, Tápies, maestro Rodrigo, Machado, Delibes, García Márquez, Ramón Jiménez, Chillida, Sábato, Casals y un largo etcétera.
También nos ofrece unos elementos monumentales, de diverso estilo arquitectónico, que nos relatan en piedra y cristal la historia a la que pertenecemos y revelan las preocupaciones de cada época, como la Mezquita de Córdoba, la Alhambra de Granada, la Catedral de Santiago, el Escorial, el Acueducto de Segovia, la Giralda de Sevilla y todo el semillero patrimonial colonial español en América, formado por fortificaciones, iglesias, misiones, catedrales, incluidos antiguos barrios coloniales en Puerto Rico, Guatemala, Nicaragua, etc. Todo ello hace de la cultura española uno de los más fabulosos activos internacionales.
La verdadera Marca España, la que prevalece en el tiempo y nos identifica, es esa cultura, esta lengua y una historia que nos ha ido modelando hasta ser como somos, y no esos productos comerciales que se promocionan con el nombre de “España” para rentabilizar el espectáculo o el entretenimiento en beneficio de empresas privadas e intereses particulares.
Justo lo contrario de lo que se hace ahora, que es relegarla al capítulo testimonial en los presupuestos estatales, debería acaparar la mayor de nuestras preocupaciones e inversiones. Además de acudir a encuentros deportivos y celebrar públicamente campeonatos futbolísticos, el presidente del Gobierno debería volcarse en apoyar la cultura española, en la que comete el error de recortar recursos y limitar ayudas.
Se trata de un error porque la cultura no puede estar sometida a la hegemonía del mercado, puesto que es memoria del pasado y no mercancía, es la sustancia de nuestro pensamiento y el soporte de la actividad humana en el presente y el futuro.
No existe ninguna razón para poner precio a la cultura y justificar de esa manera medidas que la limitan o la niegan a través de una asfixia presupuestaria de la inversión en educación, museos, ciencia e investigación, teatro, industria del libro, la música y el cine, etc.
No es asumible que, en nombre de la sostenibilidad y la rentabilidad, la cultura se vea fuertemente perjudicada por “ajustes” y “reformas” que la denigran y cercenan su desarrollo. Entre otras razones, porque, como inquiere Nuccio Ordine en un librito reciente, “¿acaso las deudas contraídas con los bancos y las finanzas pueden tener fuerza suficiente para cancelar de un solo plumazo las más importantes deudas que, en el curso de los siglos, hemos contraído con quienes nos han hecho el regalo de un extraordinario patrimonio artístico y literario, musical y filosófico, científico y arquitectónico?”.
Pero lo más grave de esta situación es que, probablemente, no sean motivos financieros ni de rentabilidad económica los que determinen la sistemática obsesión por impedir el conocimiento y el desarrollo de una cultura tan representativa y significante a nivel mundial.
Lo grave y peligroso es que esa actitud por impedir el progreso cultural provenga en realidad del temor que despierta la misma cultura, en la certeza de que su conocimiento y extensión, como todo el saber, constituye en sí mismo un obstáculo a la prevalencia del dinero y el mercado, al posibilitar un pensamiento crítico que podría cuestionar los valores actuales dominantes.
Lo grave es que, impidiendo el acceso a la cultura, se está fomentando la alienación y la mansedumbre de los sometidos y castrados culturalmente. Lo inaceptable y denunciable es que, sin esa dimensión cultural, nos están despojando de nuestra identidad social e individual, nos arrebatan la memoria histórica y nos sustraen la potencialidad de forjar un futuro más esperanzador en las condiciones humanas.
La verdadera Marca España la constituye esa cultura que ha servido para el progreso y expansión del conocimiento, no sólo de los españoles, sino de toda la Humanidad, de cuyo acervo cultural es parte integrante.
Una cultura española que ha servido para conocernos, darnos a conocer y conocer al otro, en un enriquecimiento mutuo, emancipador y pacífico. Por eso me siento orgulloso de la cultura española y enamorado de su lengua.
La historia de la Humanidad no sería la misma, en lo bueno y lo malo, sin la aportación de la cultura española, algunas de cuyas facetas han alcanzado hitos de elevado prestigio y trascendencia hasta formar parte del Patrimonio Universal.
Mucho más que el deporte, el turismo o las grandes empresas o negocios, la Marca España relevante es la que emana de la historia de este país a través de su rico patrimonio monumental, esparcido por todo el mundo hispano (no en balde España es el segundo país del mundo con mayor número de bienes declarados Patrimonio Mundial de la Humanidad por UNESCO), y de una lengua (la segunda más hablada el mundo) que ha dado lugar a obras de una literatura y hasta de una filosofía que son valoradas históricamente, también en la actualidad, como activos imprescindibles del conocimiento humano.
Sin caer en el patriotismo de los demagogos, hay que reconocer que el acervo cultural español ha sido factor determinante en la cohesión y la identidad de muchos pueblos y naciones, sobre todo en América, dada la dimensión global de su compleja y variada riqueza.
Por apreciar tan inmenso tesoro cultural y artístico, me duele la ceguera e indiferencia con que se trata la transmisión a nuestros hijos de lo que en verdad nos constituye y caracteriza: esa cultura española que nos identifica con una visión particular del mundo y del lugar que ocupamos en él.
Tenemos el deber de preservar esa herencia y la responsabilidad de transmitirla a las generaciones venideras porque gracias a ella somos lo que somos, como determinaba Max Weber. El arte, la arquitectura, la literatura, la música o el pensamiento español, entre otras manifestaciones, son expresiones de una cultura que trasciende nuestras fronteras y atesora figuras como Cervantes, Velázquez, Bécquer, Borges, El Greco, Falla, Ortega y Gasset, Murillo, Zambrano, Unamuno, Tápies, maestro Rodrigo, Machado, Delibes, García Márquez, Ramón Jiménez, Chillida, Sábato, Casals y un largo etcétera.
También nos ofrece unos elementos monumentales, de diverso estilo arquitectónico, que nos relatan en piedra y cristal la historia a la que pertenecemos y revelan las preocupaciones de cada época, como la Mezquita de Córdoba, la Alhambra de Granada, la Catedral de Santiago, el Escorial, el Acueducto de Segovia, la Giralda de Sevilla y todo el semillero patrimonial colonial español en América, formado por fortificaciones, iglesias, misiones, catedrales, incluidos antiguos barrios coloniales en Puerto Rico, Guatemala, Nicaragua, etc. Todo ello hace de la cultura española uno de los más fabulosos activos internacionales.
La verdadera Marca España, la que prevalece en el tiempo y nos identifica, es esa cultura, esta lengua y una historia que nos ha ido modelando hasta ser como somos, y no esos productos comerciales que se promocionan con el nombre de “España” para rentabilizar el espectáculo o el entretenimiento en beneficio de empresas privadas e intereses particulares.
Justo lo contrario de lo que se hace ahora, que es relegarla al capítulo testimonial en los presupuestos estatales, debería acaparar la mayor de nuestras preocupaciones e inversiones. Además de acudir a encuentros deportivos y celebrar públicamente campeonatos futbolísticos, el presidente del Gobierno debería volcarse en apoyar la cultura española, en la que comete el error de recortar recursos y limitar ayudas.
Se trata de un error porque la cultura no puede estar sometida a la hegemonía del mercado, puesto que es memoria del pasado y no mercancía, es la sustancia de nuestro pensamiento y el soporte de la actividad humana en el presente y el futuro.
No existe ninguna razón para poner precio a la cultura y justificar de esa manera medidas que la limitan o la niegan a través de una asfixia presupuestaria de la inversión en educación, museos, ciencia e investigación, teatro, industria del libro, la música y el cine, etc.
No es asumible que, en nombre de la sostenibilidad y la rentabilidad, la cultura se vea fuertemente perjudicada por “ajustes” y “reformas” que la denigran y cercenan su desarrollo. Entre otras razones, porque, como inquiere Nuccio Ordine en un librito reciente, “¿acaso las deudas contraídas con los bancos y las finanzas pueden tener fuerza suficiente para cancelar de un solo plumazo las más importantes deudas que, en el curso de los siglos, hemos contraído con quienes nos han hecho el regalo de un extraordinario patrimonio artístico y literario, musical y filosófico, científico y arquitectónico?”.
Pero lo más grave de esta situación es que, probablemente, no sean motivos financieros ni de rentabilidad económica los que determinen la sistemática obsesión por impedir el conocimiento y el desarrollo de una cultura tan representativa y significante a nivel mundial.
Lo grave y peligroso es que esa actitud por impedir el progreso cultural provenga en realidad del temor que despierta la misma cultura, en la certeza de que su conocimiento y extensión, como todo el saber, constituye en sí mismo un obstáculo a la prevalencia del dinero y el mercado, al posibilitar un pensamiento crítico que podría cuestionar los valores actuales dominantes.
Lo grave es que, impidiendo el acceso a la cultura, se está fomentando la alienación y la mansedumbre de los sometidos y castrados culturalmente. Lo inaceptable y denunciable es que, sin esa dimensión cultural, nos están despojando de nuestra identidad social e individual, nos arrebatan la memoria histórica y nos sustraen la potencialidad de forjar un futuro más esperanzador en las condiciones humanas.
La verdadera Marca España la constituye esa cultura que ha servido para el progreso y expansión del conocimiento, no sólo de los españoles, sino de toda la Humanidad, de cuyo acervo cultural es parte integrante.
Una cultura española que ha servido para conocernos, darnos a conocer y conocer al otro, en un enriquecimiento mutuo, emancipador y pacífico. Por eso me siento orgulloso de la cultura española y enamorado de su lengua.
DANIEL GUERRERO