Un pequeño jardín envuelve la quietud mágica del Cementerio Municipal de San Francisco Solano, un lugar al que se amarran desde hace lustros recuerdos imborrables que, a pesar de todo, casi siempre acaban siendo injustamente olvidados. El entorno, con ese pensil frondoso de cipreses oscuros y altivos, es acogedor e invita a pasear por sus calles, especialmente en estos primeros días de noviembre.
Como cualquier visitante, suelo dedicar buena parte de mis visitas a leer las inscripciones de las lápidas, algunas de las cuales me resultan familiares. Vecinos, amigos, seres queridos o antepasados que conocí en vida o de los que oí hablar alguna vez, conceden a mis paseos por el camposanto montillano una inquietante sensación de familiaridad.
Porque en realidad, los amigos, los conocidos, nunca se despiden ni se van del todo. Apenas participan de una misteriosa espera que se nos hace a menudo presente. Precisamente, por esa sensación de cercanía que se experimenta en el cementerio de Montilla, uno siente de verdad que no se encuentra ante lápidas frías de ésas que congelan el aliento. Al contrario: nuestro camposanto rezuma paz, tranquilidad e, incluso, una dosis de optimismo.
Cuántas veces me he preguntado si después de la muerte –o mejor, después de la vida–, habrá realmente otra vida. Sin duda, todo lo que rodea al natural acto de morir, supone para mí un fascinante misterio que siempre ha atraído mi curiosidad.
Quizás por eso, me ha gustado siempre participar de esa antigua costumbre cristiana de visitar los cementerios el Día de los Difuntos. Desde pequeño me gustó acercarme el segundo día de noviembre al cementerio de Nuestra Señora de La Salud de Córdoba, para ver cómo las familias gitanas arreglan las tumbas de sus seres queridos, compartiendo con ellos el almuerzo y la merienda. Una tradición ancestral que refleja el admirable sentido familiar de los clanes gitanos y el hermoso respeto que profesan a sus antepasados.
En Montilla, las mujeres acuden a nuestro cementerio la semana de antes, provistas de cubos, fregonas, trapos y botellas de lejía. Ya en la víspera, familias enteras acuden con flores para rezar por los suyos y todavía en muchas casas, se habla de la familia; no sólo de los que han pasado a otra vida, sino también de los que se encuentran disfrutando de este mundo.
Etimológicamente, antes de que los romanos usaran el adjetivo “defunctus” para denominar al que había muerto, lo utilizaron para referirse al que se había retirado de un negocio y, por extensión, al que había concluido su actividad profesional.
Por tanto, en rigor, “difunto” no es “el que se ha acabado”, sino “el que ha acabado aquello que se esperaba de él”. Es decir, un difunto es aquél que ha dejado cumplida su misión en este mundo. ¿Acaso hay una denominación más positiva y elogiosa para definir el trayecto vital de una persona?
A menudo recorro con la vista esas letras metálicas o labradas en la piedra, que llenan de contenido el muestrario de mármoles y piedras nobles que atesora nuestro cementerio. Y es ahí cuando uno comprende lo difícil que es pensar un epitafio, una frase que resuma la vida de una persona.
Es difícil querer condensar en unas palabras sobre piedra el epílogo de una vida, de unos días felices, de unos instantes dolorosos, de unos segundos gozosos. En esta singular ensenada confluyen tantos idealismos, sentimientos y pasiones, que nunca se sabrá si la justicia, la belleza, el dolor, la pobreza o la solidaridad tuvieron privilegios antes que la bondad, el deber, la ética y el llanto. Por eso, muchas de estas frases conmueven por su sencillez y por la serenidad que transparentan.
“Requiem aeternam dona eis, Domine, et lux perpetua luceat eis. Requiescant in pace. Amen”. Ése quiero que sea mi epitafio. Así de simple y así de hermoso a su vez. Eso, claro, contando con que un día cualquiera no me decida por la incineración, que también es una bella forma de abonar este mundo que algún día deberemos abandonar para ir dejando espacio suficiente a los que van llegando.
Y bueno, después de haber estado entre las puertas de la muerte, no siento sino una alegría inexplicable. Uno sale sereno de nuestro cementerio, un lugar en el que la muerte parece desfilar sin máscaras.
Pero al volver atrás, al regresar al reino de los vivos dejando a mi derecha ese camino de albero que conduce hasta la Ermita de Belén, he recordado aquellas palabras de Martín Descalzo: “¡Benditos los que saben adónde van, para qué viven y qué es lo que quieren, aunque lo que quieran sea pequeño. De ellos es el reino de estar vivos!”.
Los moradores de este Jardín de la Vida se me antojan todos iguales; o al menos, parecidos, porque hacen de su descanso una reivindicación vital. Pero, a la vez, los marineros en tierra son esencialmente distintos, irrepetibles, porque en el Jardín de la Vida jamás se ha dado el caso de los idénticos.
Y es que, por muy parecida que sea la piedra que contiene el epitafio, la frase vital, nuestros seres queridos ingresan en este destino glorificado con personalidad y enjundia. Me siento orgulloso, tranquilo. Tengo ganas de respirar, de escuchar el grito de los niños, de reír. Me encuentro lleno de vida, más que antes, aunque haya paseado con la muerte, desde la misma vida.
Como cualquier visitante, suelo dedicar buena parte de mis visitas a leer las inscripciones de las lápidas, algunas de las cuales me resultan familiares. Vecinos, amigos, seres queridos o antepasados que conocí en vida o de los que oí hablar alguna vez, conceden a mis paseos por el camposanto montillano una inquietante sensación de familiaridad.
Porque en realidad, los amigos, los conocidos, nunca se despiden ni se van del todo. Apenas participan de una misteriosa espera que se nos hace a menudo presente. Precisamente, por esa sensación de cercanía que se experimenta en el cementerio de Montilla, uno siente de verdad que no se encuentra ante lápidas frías de ésas que congelan el aliento. Al contrario: nuestro camposanto rezuma paz, tranquilidad e, incluso, una dosis de optimismo.
Cuántas veces me he preguntado si después de la muerte –o mejor, después de la vida–, habrá realmente otra vida. Sin duda, todo lo que rodea al natural acto de morir, supone para mí un fascinante misterio que siempre ha atraído mi curiosidad.
Quizás por eso, me ha gustado siempre participar de esa antigua costumbre cristiana de visitar los cementerios el Día de los Difuntos. Desde pequeño me gustó acercarme el segundo día de noviembre al cementerio de Nuestra Señora de La Salud de Córdoba, para ver cómo las familias gitanas arreglan las tumbas de sus seres queridos, compartiendo con ellos el almuerzo y la merienda. Una tradición ancestral que refleja el admirable sentido familiar de los clanes gitanos y el hermoso respeto que profesan a sus antepasados.
En Montilla, las mujeres acuden a nuestro cementerio la semana de antes, provistas de cubos, fregonas, trapos y botellas de lejía. Ya en la víspera, familias enteras acuden con flores para rezar por los suyos y todavía en muchas casas, se habla de la familia; no sólo de los que han pasado a otra vida, sino también de los que se encuentran disfrutando de este mundo.
Etimológicamente, antes de que los romanos usaran el adjetivo “defunctus” para denominar al que había muerto, lo utilizaron para referirse al que se había retirado de un negocio y, por extensión, al que había concluido su actividad profesional.
Por tanto, en rigor, “difunto” no es “el que se ha acabado”, sino “el que ha acabado aquello que se esperaba de él”. Es decir, un difunto es aquél que ha dejado cumplida su misión en este mundo. ¿Acaso hay una denominación más positiva y elogiosa para definir el trayecto vital de una persona?
A menudo recorro con la vista esas letras metálicas o labradas en la piedra, que llenan de contenido el muestrario de mármoles y piedras nobles que atesora nuestro cementerio. Y es ahí cuando uno comprende lo difícil que es pensar un epitafio, una frase que resuma la vida de una persona.
Es difícil querer condensar en unas palabras sobre piedra el epílogo de una vida, de unos días felices, de unos instantes dolorosos, de unos segundos gozosos. En esta singular ensenada confluyen tantos idealismos, sentimientos y pasiones, que nunca se sabrá si la justicia, la belleza, el dolor, la pobreza o la solidaridad tuvieron privilegios antes que la bondad, el deber, la ética y el llanto. Por eso, muchas de estas frases conmueven por su sencillez y por la serenidad que transparentan.
“Requiem aeternam dona eis, Domine, et lux perpetua luceat eis. Requiescant in pace. Amen”. Ése quiero que sea mi epitafio. Así de simple y así de hermoso a su vez. Eso, claro, contando con que un día cualquiera no me decida por la incineración, que también es una bella forma de abonar este mundo que algún día deberemos abandonar para ir dejando espacio suficiente a los que van llegando.
Y bueno, después de haber estado entre las puertas de la muerte, no siento sino una alegría inexplicable. Uno sale sereno de nuestro cementerio, un lugar en el que la muerte parece desfilar sin máscaras.
Pero al volver atrás, al regresar al reino de los vivos dejando a mi derecha ese camino de albero que conduce hasta la Ermita de Belén, he recordado aquellas palabras de Martín Descalzo: “¡Benditos los que saben adónde van, para qué viven y qué es lo que quieren, aunque lo que quieran sea pequeño. De ellos es el reino de estar vivos!”.
Los moradores de este Jardín de la Vida se me antojan todos iguales; o al menos, parecidos, porque hacen de su descanso una reivindicación vital. Pero, a la vez, los marineros en tierra son esencialmente distintos, irrepetibles, porque en el Jardín de la Vida jamás se ha dado el caso de los idénticos.
Y es que, por muy parecida que sea la piedra que contiene el epitafio, la frase vital, nuestros seres queridos ingresan en este destino glorificado con personalidad y enjundia. Me siento orgulloso, tranquilo. Tengo ganas de respirar, de escuchar el grito de los niños, de reír. Me encuentro lleno de vida, más que antes, aunque haya paseado con la muerte, desde la misma vida.
JUAN PABLO BELLIDO
REPORTAJE GRÁFICO: JOSÉ ANTONIO AGUILAR
REPORTAJE GRÁFICO: JOSÉ ANTONIO AGUILAR