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Confesión de un suicida

Cuando conocí a Ángela, los aviones de la CIA apedreaban los cielos y las gentes hablaban como la sopa Wan Tan mientras corrían detrás de sus platos. Entonces, el forense apagó la luz, y con ello, el litoral de los esqueletos en su camarín. En mí aún quedaba el perfume del escritor maldito. Ese perfume de carretera que proviene del escroto.

"...Y dígale algo a Mister Murphy: La tostada siempre cae por el lado de la sangre". Y me sobrevino un impecable sudor siberiano. Y acabé por morir.

Mi muerte

Subo a la azotea, mi respiración galopa; mis piernas no quieren llevarme. Subo a quitar la sábana a los fantasmas, a ese lugar donde las almas se entretienen con cuentos de viejas. Sábanas de yogur acicatean al caballo. Mantequillas y jaleas se vierten a todos los atlánticos. Únicamente un avión sin agallas bucea en la tapadera del mundo.

"La luna es la tarta de bodas de los locos", me digo en un suspiro, en el visaje silencioso de una lágrima recorriendo la mejilla.

El tabaco viaja en vocales suplentes, la visión lúcida muere en combate aéreo. El verbo ha quedado en un plato de mermelada. Ha desaparecido mi porción de tarta. En el horno nadie prepara medallas. Tan sólo queda el carnero en el trueno, tan sólo permanecen los cañones harapientos.

Cuando un jazmín se apaga y cae su jinete en la niebla, de él se apodera el olor a sepultura, aroma prestado, inefable, aliento de hachas, ese pringor a dinero manchado de sangre; permanece el muñón en los cerros, en las arenas de cristal, en el licor marchito de las iglesias, en el fermento vegetal de las viejas beatas.

La vida termina donde empezó todo. Alcohol, tabaco y armas. Y un doctor recetándote gotas. Lo que sea, pero recéteme algo, por el amor de Dios. Explosión controlada de una monarquía que no nos pertenece, una monarquía matándose las liendres.

Una locomoción siempre vigilada, el gusano de seda, el galileo, la guerra sucia, el terrorista de terrón. Todo comienza con minuendos y acaba con minuendos. Todo empieza con paréntesis, con intermitencias, y acaba con paréntesis, con intermitencias. Disparos aislados y sonidos baratos.

La vida y la muerte: el mismo pilpil. El relámpago llega, ilumina tu cara, viste las paredes con las cortinas de Psicosis, dibuja la sonrisa del Joker, el visitante montado te muestra una muchedumbre silenciosa que viene a llevarte.

Lanzo encolerizado el teléfono móvil contra una pared. No quiero estar sumariado, dar más azúcar a Gepetto. Nadie debe de estar debajo del número 1. Nadie.

Miro hacia abajo, hacia el monstruo marino del mundo. El viento mueve las espadas. Ya viene el ama de llaves. Escucho gritos que son garfios.

Oración en el huerto y el beso de judas. Quedo en la soledad del grito de Tarzán buscando el tintero del mundo.

Miro a mi alrededor. Tengo sueño. Siento en mis confines la decepción de William Wallace con Robert Bruce. Soy el pastor invadido por el desierto.

Muertes y cumpleaños, atrocidades y felicidad, edificios de flan mandarín y alfarería muerta en cada transeúnte que espera el autobus. Puta vida semafórica.

La vida, que sigue. En los cafés de mimbre, en los pronósticos de guerra, en los diamantes que los obreros tienen en la cabeza. La vida, que sigue para los ricos, para los centuriones romanos, en sus trajes de luto abiertos por el perineo.

Miro hacia abajo en una confusa pose de hielo y consumo el caudal de toda una vida. Después, hago muelle con las rodillas, reencontrándome en el aire atragantado con mi otra mitad.

La sangre comienza a ser calderilla buscando convertirse en millón. Estoy muerto sobre el asfalto caliente. Las venas se apartan. Los gorriones caen de un flechazo. Ojitos muertos, manteles en el río, madrugada oscurecida.

Jirones de sangre que vierten fronteras, manos vacías con un don. Después viene el hongo atómico de la lejía, la limpieza campeona, la esquela sin parné con cara de hambriento haitiano. Sí, ahora lo veo todo más claro. La muerte de los imperios viaja en los gargajos de los viejos.

Y la vida sigue. Y los carpinteros siguen armando ataúdes, igualitos todos por dentro. Seguirán existiendo Aquiles que, como yo, morirán todos los días. Como yo.

Mi entierro

Mi ataúd abrillantado, grandilocuente panzer alemán, al que el sol adjudicó un caldo pegajoso de tornería hacía unos minutos, se deslizó hasta un pozo arrugado, resonando como ese cuchillo campesino que te es leal en los desiertos.

Los invitados a mi invierno artístico, vigas apretadas a las puertas del camposanto, vestían de Coca-colas y marojo, así andaban a paso legionario ante la posible cadena de atentados que el cielo presagiaba cometer. La mayor parte de ellos eran colesterol del bueno, otros, los menos, instrumentos de cuerda y cincel en boca, insaciables ojos calientes devorando la penumbra.

Los perros ladraban. Cerca y lejos, a golpe de tambor. Llevándose los arroyos, caminando como cangrejos, disparando sus decibelios grises.

Comienza el catálogo medieval del duelo. Momento en que el llanto de una madre es un Tomahawk explosionando en el silencio de un televisor.

Las tumbas no se mueven por no estorbar, se apilan para contemplar el tupé del trigo, el pendular hastío, y disfrutar del hambre y los pedos de muerto, del cortijo alborotado en las entrañas bajo abdominales de mármol yugoslavo.

Los perrillos, que tienen un riquísimo talento para morir en silencio y cavar sus propias zanjas, visitan los cementerios de arriates y gentilidad, a los muertos reunificados y a regañadientes, porque es el único lugar donde los hombres buenos siguen siendo buenos, y los hombres malos ya no pueden ser más malos. Nadie tiene dinero para el pasaje de vuelta, y el perro que habla un lenguaje desfigurado, lo sabe por encima de todas las cosas.

El cementerio es el lugar donde se agolpa el mayor número de escuchantes por metro cuadrado,vencedores todos de un brillante concurso a muerte. La única guardería del mundo donde los perros leen la prensa sobre los panteones y el ébola circula en rubio platino.

En el cementerio cristianísimo cabemos todos: los locos, los enfermos, la caballería americana, incluso los políticos a sueldo del Panasef.

Yo hubiese querido ser enterrado como un guerrillero. El guerrillero no pretende la perfección, sabe que muere por su mitad enferma.

La tumba magnífica es la del guerrillero, ese caballo encubertado, ese cazador de lunas con el aire pirenaico de las cabras locas, muerto donde las olas besan el escenario con un amor casi infantil. Un queso sin amueblar, una torre honesta, el niño que desobedece y salta sobre la cama.

En los cementerios no eres libre, continúan vigilándote, saben dónde vives.

El día de mi entierro, la Corte me condujo entre mascullos de rehala, en mi pesada caballería de madera como si portaran un viejo obús cargado de cebolla besucona. Yo trataba de dirigirme al mundo con un único y roto gemido de paralítico.

Buscaba a Ángela entre la humareda de la batalla, en una oscuridad plagada de ardillas correteando, mis ojos quemándose ante una gran medalla de oro y mi garganta plutónica partiéndose por la mitad. Sentía la acción de un soplete recorriendo mis entrañas, y a pesar de todo eso, mi deseo de incorporarme y volver a saltar al vacío no cesaba.

En mi mundo ya no existían los monos, los gatos, los tigres, osos, caballos o ratas. Sí los cuervos, agolpados como aquellos negros desconsolados ante la Casa Blanca al saber de la muerte de Lincoln.

Los cuervos, fanáticos horcados, celaban el orden del cementerio cubiertos con el pasamontañas y la bayeta, allá en un viejo avellano. En el silencio de los piquetes echándose el fusil a la cara. Los cuervos son la forma humana más aproximada, más delirante, del "Estado Islámico", de los asesinos que parecen flotar.

Silenciosos, vidriosos, viviendo su particular víspera siciliana. Practican la sodomía con el vivo, olfateando la voz de los dados en el Juicio Final. Atentos al tormento, al recurso tramposo de la luz.

Bajo un cielo que se intuía comatoso, escuché el hipido de una mujer ante la tumba de su hijo, mi caja de marga y barnices comenzó a precipitarse en arañazos, y escuché la carne negra, neumática, de los hierros de un tren poco civilizado que arrollaba al viento como miles de jinetes bereberes lanzándose a la lucha.

En el cementerio los pasos mareaban, los murmullos andaban de espalda al centinela. Ahí te sobrevienen videncias y pensamientos bufados, inconexos, disparados a ráfagas: campos de arroz japoneses, llega el semen al óvulo, el mosaico se vuelve pan, el pan se vuelve mordisco. Te sientes extranjero en tu propio idioma, escuchas las pisadas tentaculares de los gatos.

Rechinó el ataúd como pieza de artillería con aroma a pastelería vieja, como un dulce ciego resistiéndose al horno.

Una biblia movió los labios hasta hacerse mantequilla, hasta que levadura de los relámpagos ahuyentó a los magáfonos. Palmadita del reverendo al hojaldre, agua de plástico a la caja y un Vulpes Vulpes como última aclamación para narcóticos absurdos.

El enterrador carraspeó, se alzó como un pívot asirio en bajorrelieve y sembró en dos golpes de mandoble la equis de mi última morada en aquella hacienda para enjalmados. Mi guerra médica había acabado, mi holgura, el dejar márgenes en las fotos para postres caseros. Ya lo decidí, lo sé, fue mi último acto de guerra. Los "Udycos" se presentarán cualquier madrugada ante mi nicho con garaje, me detendrán por desear la comodidad de Nacho Coronel.

Quedé solo, comprendí que había muerto cuando los perros comenzaron a matar a los insectos y a lamer los meridianos. De noche, cuando la soldadesca fue licenciada, el campo, tomado por los casquillos de las semiautomáticas y las quijadas enterradas de los mulos, cerró sus taquillas y las tumbas volvieron a mudarse de casa.

Mi autopsia

Antes de verme en la serranía del ataúd, estaba allí, atmosférico, con un blíster arcoiris en mis manos, riendo tras el biombo de los forenses, muerto en cucharadas de un sueño tranbquilo, muerto en un diálogo de yogures pasados de fecha; muerto en Munda, cayendo con los truenos y los caballos de César.

Una arqueología fraudulenta, me dije, vendiendo la carne al silencio. El forense continuaba multimillonario sobre mi cuerpo y llegó a hablarme con total naturalidad.

—Vaya, vaya, otro burrito triste y pisoteado, harto de hablar como los rosales del amor y de los despertares-dijo el forense mientras limpiaba la comisura de sus labios hasta casi deformarlos. No creas que eres ni el primero ni el último caballo que muere por un atracón de chocolate— sonrió paternalmente mientras comenzaba a despitorrarme.

—Sí, tienes razón, charcutero, decidí matarme cuando comencé a ser sospechoso de mí mismo. Produces mucho acero y no sabes qué hacer con él— cerré los ojos y me acomodé entre la Costa del Sol y el caballo ojoeplata.

Me estoy marchando con el Portaaviones Príncipe de Asturias, los dos derechitos al desguace. Es muy costoso mantenernos. El doctor prosigió con el rebañado sonriendo ante mi elocuencia. Me habló de la crisis, de los gérmenes, de los díscolos catalanes.

Yo le hablé de Hitler, por confesarme cabrón una vez que ya nada me dolía.

—Hitler es lo más parecido a la química del café, al ocre del globo terrestre. Es un cheque sin fondos, la pintura elastomérica de las fachadas, ejerce de perro todo el año. Al igual que yo— le susurré al forense, tratando de hablar de algo que no fuera el tiempo.

Admiraba a Hitler, sí. Lo admiraba y lo remiraba con gafas de sol. Más bien me seducía la parte mollar del nazismo, la pulmonía que alumbra, la calcedonia que produce bombillas en la cabeza.

El forense aserió su gesto. Mi cerebro, parecido a un chicle masticado, ensalivado, deformado, posaba en la palma de su mano.

¿Por qué me suicidé? Buena pregunta, y me coge usted desarmado en estos momentos porque el claxon de los coches aquella noche se está tornando en espeso puré en mi cabeza. Muchos coches. Y gallinas corriendo en todas direcciones. Y la plusvalía de mi sangre aumentando, tocando las cornisas.

No sabría decirle. Estoy algo confuso. No fue un duelo a treinta pasos. No. Fue un Txapote cualquiera, un fulano quebrantado. El cerebro puso el cañón de una pistola contra mi corazón. O fue el corazón quien apuntó con su arma a un cerebro en disturbio. No lo sé.

Tal vez abrieron fuego los dos al mismo tiempo. Y pagaron a pachas.

El suicida ya está muerto antes de que lo empaqueten. Nos llaman cobardes pero no es asunto que concierna al valor. No sé, te sientes rehén amenazado. No es mayor el deseo de escapar que el deseo de que no te cojan vivo. Es un acto sublime de guerra.

No es una rendición. Es un servicio que le haces a tu dignidad. No obstante, puedo asegurarle que podría tratarse de una cuestión meramente operativa. Has reventado el panel de mandos, el cuerpo, la mente, han puesto velocidad de crucero hacia el fin. No controlas tú. Lo único que hace falta para que te vayas a pique es que te jodan el timón.

Todo empieza con tu propia habitación derrumbándose como los cuatro quesos en una pizza. Se desploman tus músculos morales, el Águila Jovina, el águila de los Trastámara, el Reino de Chin, Germánico envenenado, King Kong abatido. Observas con pavor cómo todo va muriendo a tu alrededor, cómo todo va perdiendo el color....ya sabe usted que los colores nos señalan rutas. Todo se vuelve oscuro, deseas salirte de tí mismo.

Tus Laureadas de San Fernando al valor del Buen Follar se convierten en donner kebab para comértelas con el amor menos cuerdo.

¿Mis últimos instantes?

Espere, sí, sí recuerdo. Me despedí de la vida bebiendo un buen Montilla, dejando que los jardines flotantes me invadieran al ritmo del We be burnin de Sean Paul. El vino entraba, danzaba para mí, sentía el semitrino, las cosquillas de una concubina.

Podía contemplar a Federico García Lorca tatuándose "SPQR" en el antebrazo, sentía al noble mastín atravesando un cerro, a un toro melocotón bañándose al sol.

Buena muerte la de un suicida cuando un vino montillano serpentea por la autopista y te promete la Atlántida, el sueldo eterno. Un vino distinguido y una mujer grabada en tus ojos: Posesión de material pornográfico.

Lo cierto es que estaba harto. Harto, sin arzón ni asiento, sin la cecina de los viejos generales. Así me encontraba. Me había convertido en un monstruo de Frankenstein, siempre mendigando mercromina. Y yo me decía frente al espejo, le decía al monstruo: No more I love you.

Mi noche hubo de haber sido congo y chupetón bajo el yelmo de hierro. Toda una fábula embarazada, regaliz vomitado.

Gota a gota un padre nuestro. Sí, recé, después de muchos lustros. Antes, saqué la caja de cartón del ropero: El traje, el jabón, la colonia, el café.

En la mañana, la tostada quemada tenía el olor macho de los tiros de escopeta. Me obsesioné con las escopetas, con su inteligencia espiritual, el ábretesésamo del hambre con miedo.

Las escopetas son el chocolate a la taza en la mierda de los Tiempos.

Otro Puerto Hurraco, sí, nada es real, pumpum, pacopaco, las cabezas llueven sudores de cera cuando salta la vaina. Que no hay más, salvo ojos escalando los días, cigarrillos repartiendo esporas, la creencia firme en las dimensiones de los Tres Ejércitos.

Preparé mi café de hierro y permanecí acéfalo varios minutos bajo las manos. Mis ojos flotaban en la balsa grosera del tequila y mi voz, con muchos metros de altura, en sustancia explosiva.

Un tiro corto de café, salvas de artillería en los hilos de cobre del cebrebro. El televisor me asediaba, explotaba en mis sienes como el puré de patatas con el que revientan a las ratas. Sopistas, comentaristas crocodilianos, chivas floridas, imbéciles sobreseídos, sumarios ocupados por nibelungos. El mundo está repleto de pirañas de muchos pelajes.

Afloran los Timochenkos, las revanchas, los Molotov, los asesinos mutualistas, el paso español hacia la perdición. Y todo es business.

Me deslicé por el damero de la cocina con petróleo pesado en las suelas, arrastrándome meditabundo, con culebras eróticas deslizándose por mis pies. Me sentía como aquel caballero que deja el arrabio y entra a palacio desnudo y arpado, muerto en el corral celeste donde la Armada Invencible dejó de dar leche materna.

La cama, sarcófago apetitoso, una carantoña de arroz, quedaba atrás envuelta en lluvia monzónica. Tras las ventanas, las mareas con sopas de pan, el apetito diario por encontrar esmeraldas.

Me faltaba Ángela. Me faltaba ese helado italiano silabeando en unos labios calientes, me faltaba su hambre siempre en punta, sus orgasmos de Nena Daconte.

Ángela era el desentierro y la custodia, el grito en Jericó, la Union Pacific hablando por un tapete persa.

Aún permanecían su perfume, sus borracheras postales con horas magulladas en la noche, su vagina sabrosa donde olisquear una fuga de palabaras, cafetera de viejas que te sirve un café granuja, de fuego en el monte. Sus orgasmos vomitados, el momento en que el azúcar y el chocolate se funden.

Aún permanecía el rapto de su rostro en una foto arrugada que no cesé de planchar hasta volverla cráter.

—Amor bucólico de juventud, bonito reencuentro de dos ciervos en el bosque— suspiró el forense.

—Amor bubónico con pupas y cicatrices que comienza a preparar las estacas de una trampa para osos-respondí tajante.

—Ese primer beso de mi mujer, de proteínas en psicoterapia, cuando rocé levemente sus labios y comencé a brillar como el borracho que mató al Che— el forense divagaba dibujando una bobalicona sonrisa.

—Las princesas de los cuentos son terroristas que empiezan su amor con tartas de manzana. Y lo finalizan sudando animales propios y tomando un taxi. En el momento que tú ya sabías cocinar una royal riquísima, ella te lanza la tarta tatin, siempre al revés. Te lo dan todo al revés, para confundirte.

Y tu paquete, más ciego que nunca. Sí, son terroristas aparentemente caperucitas.

—Pobres hombreslobo— zanjó el forense.

Proseguí con mi relato una vez el forense se hubo percatado de mi enojo.

—Oteé desde la trinchera los retratos de la pared que se desvanecen en hilillos de nuez moscada, en espuma de humo. El abuelo, papá, mamá, todos eran engullidos por la boca del león, todos me miraban con la sonrisa siniestra de las esculturas precolombinas.

El abuelo. Sentado a su mecedora; su cama, rellena de hojas de maíz. El fuego siempre encendido. Su mano colgando de la cama. Mi infinito dolor.

Atrás dejé el WC y el guión cinematográfico de Hércules flotando en el escotillón; había cagado plátano con voz de hombre, a cual perro más feo y terrible. ¿Qué clase de gallofa me habéis venido dando con el letrero luminoso del Menú del Día?

Me asomé al espejo, bayoneta calada, viento en la camisa. El iris estaba encanecido, no brillabann los ratones ni la tabla periódica de antaño. No sonaban los caudales de las fragatas talladas a mano, ni las navajas de mujer en el check point de la vida.

No ví el tulipán de la infancia, cuando las sonrisas sinceras eran un mercado de naranjas y los niños, colonia fresca de infantería, huellas de potro y empujones de lana. Cuando las mamás eran de maíz de tierno.

Son segundos, instantes. Desfilé arrugado, en blanco y negro, vi el tambor giratorio de un revólver, el triángulo de Scarpa de Manolete en una selva plagada de mariposas.

¿Qué son los años sino una colección de pistolas y los chillidos de los guacamayos? Los años son huesos largos que dan sombra. Los años amontonan piedras para una tumba-dije esto y el forense permaneció en un rincón, como una sardina varada, como una pequeña gallina.

En esos momentos traté de buscar los ingredientes para un abrazo. Estaba solo. Era un tigre con cuerpo de saco y hambre de tigre. Ya no podía invocar a mi mamá de maíz.

Volví a aquella noche, minutos antes. Napoleón se despide de los ejércitos. Me pregunté por mi retrato robot y grité al espejo: ¡Abrid paso al General! Ayúdadme y dadme un caballo para escapar. Que la muerte sea grosella, que salgan ríos y jaleos de un disparo de arcabuz.

El teléfono comenzaba a apestar, a transformarse en la mueca dolorosa de una momia. Todos los teléfonos los venden con una rata muerta en su interior como avanzadilla. Luego irrumpirán las moscas, las cucarachas. Quien compra un teléfono está comprando los dientes comprimidos de un tiburón, el mando a distancia del Comando Madrid.

El forense besó mi frente.

—Tengo un hijo de tu misma edad. Asco de vida, muchacho. Quiero que sepas que yo te perdono, que no te creo cobarde, ni egoísta. Buen viaje—. Diciendo esto último me cubrió con una sábana.

—Y los carpinteros siguen armando ataúdes, igualitos todos por dentro. Seguirán existiendo Aquiles que, como yo, mueren todos los días. Como yo.

A José Luis, en memoria.
A José Marcelo, joven poeta montillano que prepara un desembarco sorprendente.
A mi mujer, Aurora Ceballos, sincera y apasionada en su trabajo y en su familia.
Suerte con esa Óptica a la que tanto esfuerzo dedicas pese a las zancadillas y las puñaladas traperas.

J. DELGADO-CHUMILLA

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