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Aforismos y pensamientos: Marcel Proust

Hablar de Marcel Proust es hacerlo de una de las máximas figuras de la literatura francesa del siglo veinte. No en vano su obra supuso una verdadera revolución en la narrativa, ya que logró situar al individuo como centro del universo, en el sentido de que a la novela le asigna la función de describir el mundo tal como se entiende subjetivamente, tal como se refleja en la conciencia individual.

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A pesar de lo indicado, resulta un tanto paradójico que ninguno de los tres grandes autores europeos del siglo pasado que innovaron la novela y la poesía recibiera el premio Nobel de Literatura. Me refiero al checo Franz Kafka (del que ya hemos hablado en esta sección), al propio Marcel Proust o al portugués Fernando Pessoa (que abordaremos más adelante). Sin embargo, lo recibieron otros que han quedado en el más absoluto olvido.

Brevemente, indicaría que Proust nació en París, en 1871, en el seno de la una familia judía acomodada, ya que su padre era un médico de alto prestigio y su madre una mujer de gran cultura. Su vida, no muy larga ya que su existencia llegó a los cincuenta y un años, estuvo marcada por su frágil salud, puesto que desde pequeño padeció de asma, y por su condición de homosexual. Fallece también en París el 18 de noviembre de 1922.

Su gran creación literaria es En busca del tiempo perdido, obra magna compuesta de siete libros. Los cuatro primeros (Por el camino de Swann, A la sombra de las muchachas en flor, El mundo de Guermantes I y II y Sodoma y Gomorra) vieron la luz en vida; los tres últimos (La prisionera, La fugitiva y El tiempo recobrado) se publicaron tras fallecer el autor.

Puesto que la narrativa de Marcel Proust contiene numerosas reflexiones acerca del ser humano, el amor, los celos, el paso tiempo, los recuerdos, la fugacidad de la vida… he realizado una selección de máximas que aparecen en sus libros centrándome en los dos temas que fueron el núcleo de su pensamiento: el tiempo y la memoria.

Hemos de entender que los fragmentos seleccionados son extractos de obras narrativas (que cito junto a la página en la que se encuentra el párrafo extraído), por lo que las ideas del autor se expresan a través de un lenguaje literario que aparece, como no podía ser de otro modo, cargado de metáforas y otras figuras poéticas. Conviene, pues, leerlos pausadamente para recoger la riqueza de sus significados.

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“Cuando hemos pasado cierta edad, el alma del niño que fuimos y el alma de los muertos de los que surgimos vienen a lanzarnos a puñados sus riquezas y sus maleficios, pidiendo cooperar con los nuevos sentimientos que experimentamos y en los que, borrando sus antiguas efigies, los refundimos en una creación original”. (La prisionera, pág. 587).

“Nuestros recuerdos nos pertenecen, pero solo a la manera de aquellas propiedades que tienen pequeñas puertas ocultas que ni siquiera nosotros conocíamos y que algún vecino nos abre, de manera que, al menos por un lado por el que nunca habíamos entrado, nos encontramos de nuevo en casa”. (La fugitiva, pág. 76).

El ser humano (cada uno de nosotros) no puede entenderse sin los recuerdos que archiva en la memoria. Y dentro de esa memoria, la infancia es un territorio privilegiado en el que se mantienen intactas las huellas que dejó el paso del tiempo, pues son imágenes imborrables e inalterables que, de vez en cuando, asoman a nuestro presente.

Esos recuerdos, ocasionalmente, se encuentran impregnados de la evocación de los padres, como figuras con fuertes tintes emocionales, ya que son el origen de cada uno, al tiempo que marcaron el camino de la vida en los años iniciales.

Por otro lado, hay hechos pasados que permanecen ocultos, como olvidados, pero que nos pueden ser descubiertos y que, como nuevas puertas que dan acceso a nuestro pasado, nos conducen por veredas interiores antes inexploradas.

“Nuestro yo está hecho de la superposición de nuestros estados sucesivos. Pero esta superposición no es inmutable como la estratificación de una montaña. Perpetuamente se producen levantamientos que hacen aflorar a la superficie las capas antiguas”. (La fugitiva, pág. 125).

“Los días de antaño recubren poco a poco los que le precedieron y a su vez quedan sepultados por los que les siguen. Cada día de antaño ha quedado dispuesto en nosotros como en una inmensa biblioteca donde hubiera, entre los libros más viejos, un ejemplar que sin duda nadie irá a pedir jamás”. (La fugitiva, págs. 125).

“En nuestra memoria hallamos de todo; es una especie de farmacia, de laboratorio químico en el que uno, al azar, toma ora una droga calmante, ora un peligroso veneno”. (La prisionera, pág. 892).

La personalidad se construye al tiempo que vamos tomando decisiones que afectan a nuestras vidas. Es una especie de gran libro que escribimos, con más o menos acierto, día a día. Y sin que nosotros podamos remediarlo, todo aquello que contiene cada día transcurrido forma parte de ese gran volumen que es la memoria, en el que hay páginas y capítulos que desaparecen o se ocultan en las profundidades, pues no nos es posible almacenar tantos hechos acontecidos.

Por otro lado, los recuerdos no son meras imágenes que actualizamos en nuestra mente: algunos son agradables y placenteros, que nos hacen revivir buenos momentos que funcionan como calmantes, según Proust; otros, en cambio, nos traen al presente el dolor vivido, por lo que reaparece y se actualiza la amargura de una experiencia ya pasada.

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“El pasado no solo no es fugaz, es que no se mueve de sitio”. (El mundo de Guermantes II, pág. 711).

“Si nuestra vida es vagabunda, nuestra memoria es sedentaria”. (El tiempo recobrado, pág. 989)

“Ciertos recuerdos son como los amigos comunes: saben hacer reconciliaciones”. (El mundo de Guermantes II, pág. 452).

Cierto que las vivencias acaban convirtiéndose en imágenes de un gran archivo y que no es posible modificarlas: ahí permanecen como fotos o escenas inamovibles, como partes de esa historia íntima y personal que escribimos, pero de la que no podemos hacer modificaciones.

“Nuestro más justo y cruel castigo por el olvido total, tranquilo como el de los cementerios, con el que nos hemos alejado de aquellos que ya dejamos de amar, es que entrevemos este mismo olvido como inevitable referido a aquellos que aún amamos”. (La fugitiva, pág. 68).

El tiempo, tal como Proust apunta, borra las huellas de las personas a las que un tiempo se les amó, aun cuando se pensaba que eso no podría suceder nunca. Una vez que se ha atravesado esa experiencia, queda la sospecha que de nuevo ese olvido es posible en las personas a las que ahora se ama.

“Con adolescentes que duran un número suficiente de años es con lo que la vida hace ancianos”. (El tiempo recobrado, pág. 507).

“Cuando nada subsiste ya de un pasado antiguo, después de la muerte de las personas, después de la destrucción de las cosas, solo permanecen aún largo tiempo, más frágiles pero más vivaces, más inmateriales, más persistentes, más fieles, el olor y el sabor, como almas que recordaran, que esperaran, sobre la ruina de todo lo demás, que llevaran sin doblegarse, en su gotita casi impalpable, el edificio inmenso del recuerdo”. (Por el camino de Swann, pág. 46).

“El ser que yo seré después de mi muerte no tiene más razones de acordarse del hombre que soy desde mi nacimiento, de las que tiene este de acordarse de lo que fui antes de nacer”. (Sodoma y Gomorra, pág. 374).

Como toda obra, como todo relato, como toda novela, cualquier vida tiene un final. Ese niño que nace y que viene a renovar e iniciar una nueva historia, pasará por la adolescencia, se hará mayor, atravesará similares territorios a que los que le precedieron y llegará a la vejez. Es el ciclo de la vida.

Con una enorme carga de belleza poética, cuando todo ha desaparecido, Marcel Proust atribuye al olor y el sabor, dos de los grandes sentidos humanos, la pervivencia de los más nítidos recuerdos.

Inevitablemente, el ciclo que se inicia con el nacer se cierra con el fallecimiento. Sobre esto llama la atención que Proust, siendo creyente, haga la reflexión con la que cerramos este breve recorrido, en el sentido de que “la vida es un breve episodio entre dos grandes silencios”, tal como apuntó un poeta coetáneo suyo.

AURELIANO SÁINZ

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