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Santo espectáculo

Todo el mundo es libre de hacer de su capa un sayo y de su jefe un santo, o dos, si se tercia. No seré yo el que exprese reproche alguno a quienes determinan en una organización, que elabora sus propias normas, qué tipo de actos realiza y los motivos por los que lo hace, si sus seguidores y simpatizantes, de forma voluntaria, los aceptan y hasta celebran embargados en irrefrenable fervor.

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Es lo que cabe esperar de una convocatoria multitudinaria, tanto en el fútbol como en una canonización de santos por parte de la Iglesia católica, en congregaciones de esta naturaleza que despierta pasiones. Un espectáculo emocionante para quien lo vive intensamente y se siente participante o una conducta incomprensible para el que lo observa desde fuera y se considera ajeno al mismo y a lo que representa. Reconozco que pertenezco a este último grupo de escépticos herejes.

La exclusiva que detentan las autoridades de la Iglesia católica a la hora de poblar el cielo de santos es una facultad que le atribuyen sin discusión los que comulgan con tales prerrogativas religiosas.

Pueden, cuando lo estiman oportuno, conceder títulos de santidad a aquellos miembros seleccionados de la parroquia en función de sus milagros, tanto si cumplen los requisitos que estipulan sus reglamentos como si no, ya que objetivar un milagro es algo tremendamente difícil. Tanto que es más fácil nombrar santo a un papa de Roma por dirigir la Iglesia que a Vicente Ferrer por socorrer de la pobreza, mediante hospitales, escuelas y formación agrícola, a millones de personas del Tercer Mundo.

Uno sube a los altares y al otro lo expulsan de la Compañía de Jesús por casarse con su compañera durante décadas de cooperación en la India. Y es que, en cuestiones divinas, no hay forma humana de acomodarse a lo objetivo y racional. En última instancia, todo se remite a obra del Espíritu Santo y la voluntad de Dios. ¡A ver quién es el guapito que discute tales intervenciones sobrenaturales!

Por ello, líbreme Dios de cuestionar la canonización como santos de dos papas de la Iglesia católica, Juan XXIII y Juan Pablo II, celebrada el 27 de abril en el Vaticano por el actual sumo pontífice Francisco, acompañado por su antecesor aún vivo, el papa emérito Benedicto XVI, y con la asistencia de hasta 150 cardenales y más de mil obispos, venidos a Roma desde todo el orbe de la cristiandad.

Una ceremonia seguida en directo por más de un millón de peregrinos que confluyeron en Italia por tierra, mar y aire, y retransmitida, en directo y diferido, a millones de espectadores de todo el mundo a través de los medios de comunicación de masas. Lo dicho, todo un santo espectáculo del que nada hay que objetar, salvo por un pequeño detalle.

Las creencias religiosas pertenecen al ámbito privado de las personas, quienes a título individual pueden abrazar el culto que deseen y participar en cuántos ritos les parezcan convenientes y consecuentes con la fe que profesan. Están en su derecho y nadie puede ni limitárselo ni impedírselo.

Los medios de comunicación pueden, asimismo, escoger aquellos hechos que consideran relevantes como noticia de la agenda de actualidad y darles la difusión que estimen acorde a su línea editorial y a las posibilidades de rentabilidad comercial.

Ya estamos acostumbrados que acapare mayor interés mediático un asunto de cotilleo banal que un hallazgo científico, el fútbol que la cultura o las opiniones de la Conferencia Episcopal que la voluntad de la mayoría de las mujeres españolas en relación al aborto, por ejemplo.

Que ahora se dé tratamiento destacado a la declaración de santidad de dos papas del siglo pasado de una Iglesia que ya acapara 80 papas santos, aunque el acto estuviera presidido conjuntamente por los dos últimos papas vivos, no deja de ser algo curioso, pero exagerado; histórico por ser la primera vez que cuatro papas protagonizan una ceremonia –dos vivos y dos muertos-, pero sintomático de la credulidad de la gente en supersticiones sobrenaturales.

A mi juicio, nada trascendental como para abrir y consumir el tiempo de telediarios, ocupar espacios radiofónicos, acaparar la atención en las redes sociales y llenar las páginas de los periódicos. Y, desde luego, menos importante que la amenaza rusa en las fronteras orientales de Europa, la enésima ruptura de las negociaciones entre Israel y palestinos, el rearme japonés, la precarización económica y laboral de España, la corrupción estructural en la política y el empobrecimiento al que se condena a la mayoría social de nuestro país en beneficio de minorías elitistas. Todo ello fue desplazado del interés ciudadano –y de los perjudicados- por dos nuevos santos.

Sin embargo, lo realmente rechazable es que a un acto religioso acuda el jefe de Estado y todo un séquito de personalidades gubernamentales (ministros de Justicia y Relaciones Exteriores, entre otros) en representación de un país que constitucionalmente se declara aconfesional.

Que vayan representantes de las diócesis españolas y de la Conferencia Episcopal, sufragados con aportaciones voluntarias de los fieles, sería lo esperado, pero que asistan delegaciones oficiales, jefes de Gobierno y Jefes de Estado o soberanos de distintos países es una interesada y maniquea sumisión del poder civil al religioso, una renuncia a la separación de poderes que hace prevalecer el civil en una democracia, por intereses ideológicos, políticos y económicos.

No se puede consentir que, en nombre de un Estado aconfesional, los Reyes de España se presten en una ceremonia de la confusión a mezclar su devoción personal como católicos, si ese fuera su deseo, con la representación institucional de la Jefatura del Estado en una ceremonia religiosa, por muy multitudinaria que sea.

Ni los funerales de Estado deben ser oficiados por ningún rito religioso, ni los actos religiosos a los que acuda en Rey deben estar refrendados con la condición que ostenta como máximo representante de España y, por tanto, de todos los españoles, católicos o no.

Me parece muy bien que la Iglesia monte un santo espectáculo, pero que nuestros representantes actúen de comparsas en nombre de la soberanía nacional no es de recibo, ni por respeto a una religión ni, desde luego, por lealtad constitucional a los ciudadanos.

DANIEL GUERRERO

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