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Los que votan

Todos estaremos de acuerdo en que el nivel de la mayoría de líderes políticos que han centrado la atención en las pasadas elecciones europeas ha sido, cuando menos, cuestionable. Se han visto obligados a desfilar por platós de televisión, emisoras de radio, mercados de barrio y mitines multitudinarios expuestos permanentemente a su propia mediocridad, o lo que es lo mismo, a meter la pata con cada discurso sin ideas.

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Es uno de los inconvenientes de la política. Pueden subirse el sueldo, acumular cargos públicos, decretar leyes acordes a sus intereses, coartar a los medios de comunicación o construirse chalés donde les plazca. Sin embargo, aún no han encontrado la fórmula para ganar unas elecciones sin hacer el ridículo ante la ciudadanía. Tiempo al tiempo.

En cierto modo, podríamos decir que la sobreexposición de los políticos y sus miserias electoralistas terminan por contaminar al propio concepto de democracia. Es decir, si más de la mitad de los españoles deciden no ir a votar, significa que algo no funciona.

La tarea reside en averiguar si ese problema sustancial se debe exclusivamente al efecto desmoralizante de contemplar a un grupo de señores y señoras intentando dar soluciones a los atolladeros que ellos mismos han creado, o si por el contrario debemos asumir cierta culpa en la dejadez institucionalizada que es hoy día nuestro país.

Para ello, quizás sería conveniente desplazar el foco y realizar un ejercicio colectivo de introspección. No albergamos dudas de que nuestros representantes públicos carecen de crédito, pero ¿cuál es la confianza generada por la propia sociedad? ¿Están los votantes investidos de un mínimo de juicio crítico que les permita discernir entre los vendedores de humo y aquellos que trabajan por el interés común?

Vamos a visualizarlo. ¿Quiénes son los que votan? Los tertulianos de televisión, el que te roba la Wi-Fi y te niega el acceso, los espectadores de Sálvame, el vecino que no paga la comunidad, los cantantes de reggaeton, la señora que le hace el baile del mono a un jugador de fútbol, Urdangarín, los trolls virtuales o la gente que escribe en mayúsculas...

También vota el que decide taladrar una pared el domingo por la mañana, Paco Marhuenda, los presos de toda condición (aquí basta decir que se incluyen violadores, asesinos, pedófilos, neonazis o expresidentes de equipos de fútbol), los que tienen cuentas en Suiza, Rouco Varela, tronistas de Mujeres, Hombres y Viceversa, la gente que no escucha a los demás...

Todo ello sin olvidar a los que actualizan su estado de Facebook como si fuese un diario personal, los pijos, los que escriben con 'k', los homófobos, los nostálgicos de Franco, los que llaman a Sandro Rey (y no para cachondearse de él), los que se autolesionan para salir en Youtube, los que hablan por el móvil en el cine, las señoras que se cuelan en el autobús, los columnistas de ABC, Rajoy y Rubalcaba...

La lista se podría extender hasta el infinito, pero el objetivo de este artículo es arrancar una reflexión al lector, no provocarle una profunda depresión. La idea es que, mirando de puertas adentro quiénes integran esa amalgama heterogénea y difusa que llamamos "sociedad", nos percatemos de la complejidad inherente a todo régimen democrático y, más aún, la quimera que supone contar con unos representantes dignos a los que exigir un trabajo honesto cuando no existe una imagen clara de lo que ello significa.

JESÚS C. ÁLVAREZ


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