En esta época en que una crisis golpea con inusitada dureza a los más débiles, a los que no tienen trabajo ni ingresos para cubrir sus necesidades más elementales, aspirar a una vivienda se ha convertido en un sueño inasequible a una parte considerable de la población.
Una de las más repugnantes consecuencias de esta angustiosa situación es, precisamente, el embargo, el desahucio y el desalojo que sufren aquellas familias que no pueden hacer frente al pago de una hipoteca, ni siquiera al alquiler de un piso a precios de mercado.
Mientras los afectados por esta precaria situación –signo de una pobreza cada vez más generalizada- claman la protección de los poderes públicos para guarecerse bajo un techo que los libre de la intemperie, los acreedores reciben la ayuda solícita y generosa del Gobierno para corregir los “descubiertos” provocados por sus desmanes especulativos.
Se constata así otro dato de la actualidad: un banco es más importante que una familia. Tal paradoja –ayudas a empresas y embargos a personas- pone de relieve el valor contradictorio que adquiere el bien inmueble en estos tiempos confusos: se trata de un producto mercantil o de un valor social supeditado al interés general.
Esta disyuntiva es la que ha causado división entre los partidos de izquierdas que gobiernan en coalición en Andalucía cuando han tenido que atender el conflicto de unas familias que ocuparon un edificio propiedad de un banco y hubo que expulsarlas por orden judicial.
¿Qué derecho debía prevalecer? ¿El de la libertad de mercado o el de facilitar un hogar a quien se halla en riesgo de exclusión social? Difícil papeleta si se pretende nadar y guardar la ropa desde una concepción política que se autoproclama "de izquierdas".
El Partido Socialista Obrero Español (PSOE), como buen partido socialdemócrata instalado en el Poder, se decanta por garantizar los intereses del mercado y, en definitiva, del sistema capitalista, al anteponer la defensa de las leyes y las normas que justifican los desahucios y el abandono a su suerte de los perjudicados. Esgrime velar por el principio de equidad entre los demandantes de una vivienda y evitar sentar el precedente de conseguirla con sólo ocupar ilegalmente un edificio vacío.
Su aliado en la coalición de gobierno, Izquierda Unida (IU), consecuente con su ideario comunista, hace bandera de los ocupantes del edificio, al que bautizaron como Corrala La Utopía, y facilita viviendas de protección oficial a los desahuciados, ante la negativa del Ayuntamiento de Sevilla de realojarlos en las que mantiene sin vender ni adjudicar del Patronato municipal. La Iglesia, por cierto, tan caritativa ella y ocupada en pasear imágenes en procesión cargadas de metales preciosos en mantos, collares y palios, incienso y música, no dice ni pío.
Esta distinta valoración del bien inmueble y la dispar percepción de un problema han dado lugar a la primera discrepancia –visible y sonora- entre las formaciones que gobiernan la Comunidad Autónoma, hasta el extremo de que la Presidencia de la Junta (PSOE) retira vía decreto, propinando un golpe de autoridad a su socio, las competencias sobre la vivienda a la Consejería de Fomento (IU) y declara haber tomado en consideración la anticipación de las elecciones autonómicas si no se alcanzaba un acuerdo. Izquierda Unida, por su parte, se mantenía aferrada a su decisión y apelaba a la necesidad de actuar frente a cualquier circunstancia de emergencia dando soluciones, no buenos consejos.
El acuerdo finalmente llegó, tras maratonianas horas de reuniones, cuando de las 17 familias beneficiadas por la “gracia” de una vivienda, sólo ocho accedieron a ellas al repasarse los requisitos que justifican el socorro extraordinario del Gobierno andaluz. El resto tuvo que devolver las llaves.
Sin embargo, la discusión entre los socios en la Junta puso de manifiesto la fragilidad de una coalición de izquierdas con criterios divergentes que a punto estuvo de provocar la ruptura del acuerdo de Gobierno. Una discusión inútil, demagógica y lesiva para una izquierda que pretende demostrar que otra política distinta es posible, invirtiendo los términos de la disyuntiva convencional: ayuda a las personas y ajustes o recortes al Capital, justo lo contrario que hace y aconseja el Gobierno conservador central, siguiendo los dictados tanto del mercado como de Bruselas.
Ni PSOE ni IU salen, por tanto, bien parados de un encontronazo que más bien parecía un pulso personalista que el fruto de una disparidad de criterios entre formaciones políticas, condenadas a entenderse.
La única beneficiada de la polémica ha sido la derecha local y nacional, que ha aprovechado la oportunidad para desacreditar las políticas de izquierdas, exagerar la inseguridad que provocan estas trifulcas y denunciar el escaso rigor con que se administran los asuntos públicos, para, en consecuencia, inmediatamente ofrecerse de modelo de capacidad, firmeza y seriedad, que sólo la derecha es capaz de atesorar.
Y, en parte, tiene razón. Se dirimía un asunto de calado que incide en la orientación que debe guiar la acción de gobierno. Una orientación que determina la diferencia entre una forma u otra de ejecutar políticas, poniendo el acento en la legalidad que ampara la libertad de mercado, la propiedad privada y los negocios o subrayando la que contempla la función social de la vivienda y hace depender el reparto de la riqueza al interés general.
Buscar el equilibrio entre estos derechos es a lo que está obligado todo gobernante, para evitar el clientelismo, la arbitrariedad y el sectarismo en su función pública a fin de no beneficiar ni perjudicar a ningún sector de la sociedad en detrimento de otros.
Tan legítimo es respetar las leyes, atenerse a la normativa que regula la demanda de viviendas protegidas y garantizar la protección de un bien privado como era aquel inmueble, como arbitrar mecanismos extraordinarios con los que afrontar situaciones de emergencia social, impulsar iniciativas que amortigüen las consecuencias nocivas de una crisis económica sobre los ciudadanos –como son los desahucios- y procurar el auxilio a los sectores más vulnerables de la sociedad para evitar su exclusión social, por mucho que voces interesadas denuncien, y los medios afines reproduzcan periódicamente, que así sólo se legitimiza la “okupación” de viviendas y la “dependencia” de quien se acostumbra a vivir gracias al sostén público, pero olvidan citar las subvenciones a los partidos políticos, el rescate a los bancos, la financiación pública de la Iglesia, las nóminas del profesorado confesional, las “primas” a numerosas actividades industriales, la “nacionalización” del déficit de las autopistas y hasta el “perdón” a los evasores fiscales. Existen alternativas porque es posible escoger entre una legitimidad u otra y la sensibilidad (finalidad) con que se determina cada política emprendida.
Pero algo ha fallado. Y es grave. Ha fallado que no se ha sabido acordar la alternativa sin demostrar enfrentamientos. Ha fallado la comunicación, la concertación y la coordinación de la decisión que debía adoptarse en los órganos previos correspondientes, donde se valoran de forma colegiada las iniciativas gubernamentales, sopesando todas las repercusiones desde su adecuación a la ley, antes que ofrecer ese espectáculo de “pelea de gallos” que no ha servido para otra cosa que para dar aliento a una derecha sin credibilidad a la hora de exigir medidas de protección social cuando su ideología las considera un “gasto” insostenible y las elimina allí donde gobierna y puede.
Ninguna consejería puede ir por libre ni una presidencia puede materializar una iniciativa sin sancionarla en el Consejo de Gobierno. El consenso en una coalición es condición indispensable para alcanzar los objetivos establecidos en el Acuerdo de Legislatura y para que los ciudadanos perciban coherencia y cohesión en las políticas promovidas.
De lo contrario, lo que se transmite es una sensación de riñas partidistas que pugnan entre sí por parcelas e intereses políticos y que socavan hasta la confianza del electorado más fiel de cualquier formación.
Y, en río revuelto, ya sabemos quién gana siempre en este país, donde no existen escrúpulos para utilizar a las víctimas del terrorismo en la confrontación política y, por lo que se ve, a los desfavorecidos sin vivienda para rebañar réditos electorales. Se debe evitar la tentación de caer en ese juego indigno y sucio.
Una de las más repugnantes consecuencias de esta angustiosa situación es, precisamente, el embargo, el desahucio y el desalojo que sufren aquellas familias que no pueden hacer frente al pago de una hipoteca, ni siquiera al alquiler de un piso a precios de mercado.
Mientras los afectados por esta precaria situación –signo de una pobreza cada vez más generalizada- claman la protección de los poderes públicos para guarecerse bajo un techo que los libre de la intemperie, los acreedores reciben la ayuda solícita y generosa del Gobierno para corregir los “descubiertos” provocados por sus desmanes especulativos.
Se constata así otro dato de la actualidad: un banco es más importante que una familia. Tal paradoja –ayudas a empresas y embargos a personas- pone de relieve el valor contradictorio que adquiere el bien inmueble en estos tiempos confusos: se trata de un producto mercantil o de un valor social supeditado al interés general.
Esta disyuntiva es la que ha causado división entre los partidos de izquierdas que gobiernan en coalición en Andalucía cuando han tenido que atender el conflicto de unas familias que ocuparon un edificio propiedad de un banco y hubo que expulsarlas por orden judicial.
¿Qué derecho debía prevalecer? ¿El de la libertad de mercado o el de facilitar un hogar a quien se halla en riesgo de exclusión social? Difícil papeleta si se pretende nadar y guardar la ropa desde una concepción política que se autoproclama "de izquierdas".
El Partido Socialista Obrero Español (PSOE), como buen partido socialdemócrata instalado en el Poder, se decanta por garantizar los intereses del mercado y, en definitiva, del sistema capitalista, al anteponer la defensa de las leyes y las normas que justifican los desahucios y el abandono a su suerte de los perjudicados. Esgrime velar por el principio de equidad entre los demandantes de una vivienda y evitar sentar el precedente de conseguirla con sólo ocupar ilegalmente un edificio vacío.
Su aliado en la coalición de gobierno, Izquierda Unida (IU), consecuente con su ideario comunista, hace bandera de los ocupantes del edificio, al que bautizaron como Corrala La Utopía, y facilita viviendas de protección oficial a los desahuciados, ante la negativa del Ayuntamiento de Sevilla de realojarlos en las que mantiene sin vender ni adjudicar del Patronato municipal. La Iglesia, por cierto, tan caritativa ella y ocupada en pasear imágenes en procesión cargadas de metales preciosos en mantos, collares y palios, incienso y música, no dice ni pío.
Esta distinta valoración del bien inmueble y la dispar percepción de un problema han dado lugar a la primera discrepancia –visible y sonora- entre las formaciones que gobiernan la Comunidad Autónoma, hasta el extremo de que la Presidencia de la Junta (PSOE) retira vía decreto, propinando un golpe de autoridad a su socio, las competencias sobre la vivienda a la Consejería de Fomento (IU) y declara haber tomado en consideración la anticipación de las elecciones autonómicas si no se alcanzaba un acuerdo. Izquierda Unida, por su parte, se mantenía aferrada a su decisión y apelaba a la necesidad de actuar frente a cualquier circunstancia de emergencia dando soluciones, no buenos consejos.
El acuerdo finalmente llegó, tras maratonianas horas de reuniones, cuando de las 17 familias beneficiadas por la “gracia” de una vivienda, sólo ocho accedieron a ellas al repasarse los requisitos que justifican el socorro extraordinario del Gobierno andaluz. El resto tuvo que devolver las llaves.
Sin embargo, la discusión entre los socios en la Junta puso de manifiesto la fragilidad de una coalición de izquierdas con criterios divergentes que a punto estuvo de provocar la ruptura del acuerdo de Gobierno. Una discusión inútil, demagógica y lesiva para una izquierda que pretende demostrar que otra política distinta es posible, invirtiendo los términos de la disyuntiva convencional: ayuda a las personas y ajustes o recortes al Capital, justo lo contrario que hace y aconseja el Gobierno conservador central, siguiendo los dictados tanto del mercado como de Bruselas.
Ni PSOE ni IU salen, por tanto, bien parados de un encontronazo que más bien parecía un pulso personalista que el fruto de una disparidad de criterios entre formaciones políticas, condenadas a entenderse.
La única beneficiada de la polémica ha sido la derecha local y nacional, que ha aprovechado la oportunidad para desacreditar las políticas de izquierdas, exagerar la inseguridad que provocan estas trifulcas y denunciar el escaso rigor con que se administran los asuntos públicos, para, en consecuencia, inmediatamente ofrecerse de modelo de capacidad, firmeza y seriedad, que sólo la derecha es capaz de atesorar.
Y, en parte, tiene razón. Se dirimía un asunto de calado que incide en la orientación que debe guiar la acción de gobierno. Una orientación que determina la diferencia entre una forma u otra de ejecutar políticas, poniendo el acento en la legalidad que ampara la libertad de mercado, la propiedad privada y los negocios o subrayando la que contempla la función social de la vivienda y hace depender el reparto de la riqueza al interés general.
Buscar el equilibrio entre estos derechos es a lo que está obligado todo gobernante, para evitar el clientelismo, la arbitrariedad y el sectarismo en su función pública a fin de no beneficiar ni perjudicar a ningún sector de la sociedad en detrimento de otros.
Tan legítimo es respetar las leyes, atenerse a la normativa que regula la demanda de viviendas protegidas y garantizar la protección de un bien privado como era aquel inmueble, como arbitrar mecanismos extraordinarios con los que afrontar situaciones de emergencia social, impulsar iniciativas que amortigüen las consecuencias nocivas de una crisis económica sobre los ciudadanos –como son los desahucios- y procurar el auxilio a los sectores más vulnerables de la sociedad para evitar su exclusión social, por mucho que voces interesadas denuncien, y los medios afines reproduzcan periódicamente, que así sólo se legitimiza la “okupación” de viviendas y la “dependencia” de quien se acostumbra a vivir gracias al sostén público, pero olvidan citar las subvenciones a los partidos políticos, el rescate a los bancos, la financiación pública de la Iglesia, las nóminas del profesorado confesional, las “primas” a numerosas actividades industriales, la “nacionalización” del déficit de las autopistas y hasta el “perdón” a los evasores fiscales. Existen alternativas porque es posible escoger entre una legitimidad u otra y la sensibilidad (finalidad) con que se determina cada política emprendida.
Pero algo ha fallado. Y es grave. Ha fallado que no se ha sabido acordar la alternativa sin demostrar enfrentamientos. Ha fallado la comunicación, la concertación y la coordinación de la decisión que debía adoptarse en los órganos previos correspondientes, donde se valoran de forma colegiada las iniciativas gubernamentales, sopesando todas las repercusiones desde su adecuación a la ley, antes que ofrecer ese espectáculo de “pelea de gallos” que no ha servido para otra cosa que para dar aliento a una derecha sin credibilidad a la hora de exigir medidas de protección social cuando su ideología las considera un “gasto” insostenible y las elimina allí donde gobierna y puede.
Ninguna consejería puede ir por libre ni una presidencia puede materializar una iniciativa sin sancionarla en el Consejo de Gobierno. El consenso en una coalición es condición indispensable para alcanzar los objetivos establecidos en el Acuerdo de Legislatura y para que los ciudadanos perciban coherencia y cohesión en las políticas promovidas.
De lo contrario, lo que se transmite es una sensación de riñas partidistas que pugnan entre sí por parcelas e intereses políticos y que socavan hasta la confianza del electorado más fiel de cualquier formación.
Y, en río revuelto, ya sabemos quién gana siempre en este país, donde no existen escrúpulos para utilizar a las víctimas del terrorismo en la confrontación política y, por lo que se ve, a los desfavorecidos sin vivienda para rebañar réditos electorales. Se debe evitar la tentación de caer en ese juego indigno y sucio.
DANIEL GUERRERO