Era un día cálido y perezoso. Los minutos pasaban como si fueran horas y en los campos cantaban las cigarras. Era principios de junio y quedaban pocas semanas para que el curso terminara, pero la proximidad de los exámenes no impedía que todos los alumnos del instituto se sintieran somnolientos.
Eran las doce y cuatro minutos cuando Olga terminó de explicar un problema matemático a su clase y miró casualmente por la ventana. El instituto, a las afueras de la pequeña ciudad, estaba sobre una loma. Más allá se extendían campos de cultivo de color tostado. En una colina, a pocos kilómetros, se alzaba un granero. Ardía. Olga sintió como si no estuviera realmente allí. Los alumnos adormilados, el olor a tiza, el sonido de las cigarras y el granero ardiendo, silencioso y lejano.
—Ana, avisa al director –dijo de repente, recordando que si el fuego se extendía el instituto estaría en peligro.
—¿Qué Ana? –preguntó una chica.
—Tú misma, da igual.
Los alumnos se giraron curiosos hacia donde miraba su profesora. Algunos ahogaron un grito y otros se levantaron a observar mejor. Olga se irritó al saber que ahora estarían excitados ante la idea de poder irse antes de clase.
—Todos a sus asientos, ¡ya! –Hicieron caso. Ana salió corriendo por la puerta. Pronto, una algarabía de voces se fue extendiendo por el edificio, como si de un fuego se tratara. Olga advirtió a sus alumnos que de momento seguirían con la lección, pero comprendió que la atención de ellos estaba desviada. Resignada, se sentó y dejó que se levantaran y miraran por la ventana. Empezó a recoger sus cosas y les mandó hacer lo mismo en caso de que el instituto fuera evacuado.
Cuando llegó a su piso, Olga seguía viendo el fuego. Toda la periferia de la ciudad parecía inundada por el olor a quemado. Se había extendido, acercándose peligrosamente a los terrenos del colegio, pero los bomberos parecían tenerlo controlado.
Olga dejó sus cosas y se soltó el pelo. Subió a la azotea del edificio en el que vivía, desde donde se podía ver cómo las llamas devoraban el terreno. Algunos vecinos estaban también allí, preocupados por tener que evacuar. Pero no parecía que fuera a ser el caso. Se sorprendió una vez más del silencio, como si sus oídos se hubieran taponado. No era capaz de percibir bien qué pasaba a su alrededor.
Se desabotonó los primeros botones de su blusa. Fumó un cigarro y se limpió las gafas. Algunos de los vecinos se habían ido, aburridos del espectáculo. Desde allí no se veía el granero. Un helicóptero voló sobre el edificio. Una lata de cerveza apareció a su lado.
—¿Quieres? –Era Cloe, una de sus vecinas y su única amiga en la ciudad. Era pelo corto, rostro redondo y expresión irónica. Tenía otra lata de cerveza y, bajo el brazo, un cuaderno de dibujo. Del bolsillo de sus pantalones sobresalían varios lápices de distinto grosor.
—Era una vieja granja, de un tal Heras o algo así –dijo Olga, aceptando la cerveza. La abrió con una mano y bebió un trago.
—No sé quién es –respondió Cloe. Dejó la lata sobre la tapia en la que se apoyaban para ver el incendio.
—Compró todos los terrenos alrededor del colegio cuando eran baratos y dejó que otros los trabajaran.
—Lo de siempre, vamos. –Cloe pasó las páginas de su cuaderno. Escogió una hoja en blanco y empezó a bocetar. Olga bebió de la cerveza, dio una calada a su cigarro.
—Nos intentó denunciar cuando vallamos los terrenos del colegio, alegando que estábamos quitándole terreno.
—¿Prosperó la denuncia?
—No. No tenía base, no le habíamos comido terreno y tuvo que admitirlo.
El fuego a veces parecía incontrolable y, otras, retrocedía. Olga se preguntó qué pasaría si el colegio se quemaba. Ella no era de las que dejaban nada importante allí, pero había mucha información que todavía no estaba informatizada. Sería un problema si se quemaba. Los exámenes estaban al caer y los alumnos buscaban cualquier excusa para atrasarlos a pesar de que eso no significara que se atrasara el inicio del curso.
—Este tipo de cosas siempre levantan muchas ampollas –dijo de pronto Cloe.
—¿Cómo? –preguntó Olga, sin saber a qué se refería. Cloe levantó las cejas, bebió de su lata de cerveza.
—Que este tipo de cosas, incendios y demás, siempre levantan ampollas en alguna parte. ¿Seguía siendo el tipo ese dueño del granero, de las tierras? ¿Qué es lo que lo ha provocado? ¿Será intencionado? Ese tipo de cosas. Supongo que hasta a vosotros os interrogará la policía si se entera de que habíais tenido problemas con él.
Olga asintió, mirando el fuego. Terminó su cigarro y, sin darse cuenta, lo tiró a la lata de cerveza medio llena.
—Mierda –soltó, mirando por dónde había caído la colilla. Cloe rió y le tendió la suya.
La hicieron sentarse en el despacho de la psicóloga. Estaba en la primera planta y por la ventana se veía el aparcamiento. El policía estaba sentado tras el escritorio, con una grabadora encendida y un bloc de notas de hojas muy blancas delante.
Olga respondió a todo lacónicamente. En el incendio había pasado algo más, pero el policía no le dijo qué. La hizo desconfiar y, sin embargo, no mintió ni ocultó la verdad. Sí, el instituto había tenido problemas con el dueño de las tierras. Sí, en aquel tiempo la directora era la profesora Marisa Roca, que ahora estaba jubilada. No, no había habido ningún tipo de altercado, que ella supiera. Sí, algunas alumnas se habían quejado de que algunos de los trabajadores les habían gritado.
A pesar de que la entrevista estaba siendo grabada, el policía tomaba cuidadosa nota de todo. A Olga le gustó aquello. Le dio las gracias y le pidió si podía decirle al siguiente profesor que pasara. Así lo hizo. Olga se sentó luego en un banco, en uno de los pasillos del instituto, y suspiró a solas, sintiéndose angustiada sin saber por qué.
Le estaba explicando a sus alumnos una fórmula matemática que entraría en el examen cuando llamaron a la puerta. Era el policía de la entrevista. Se había quitado la gorra y parecía más joven ahora que podía verle el pelo, peinado hacia atrás. Algunas alumnas intercambiaron murmullos y risitas. Olga salió y a su espalda enseguida se hicieron audibles los cuchicheos.
El policía primero se disculpó por haberla hecho salir. Luego miró nervioso a su alrededor.
—¿Le importaría pasar esta tarde por comisaria? Necesitamos que identifique a los sujetos que... se excedieron con las alumnas.
—Siento decirle que no sé quiénes son –dijo Olga. Le sacaba un par de centímetros al policía–. Fue la directora y la profesora Claudia Ramírez a quienes acudieron las chicas.
—Perdone entonces las molestias –dijo el policía, poniéndose la gorra, nervioso. Olga se sintió irritada y quería que aquel hombre se fuera. Pero antes de irse le informó de que desgraciadamente había pasado algo y que la policía seguiría un tiempo por la zona. Cuando se fue se sintió mejor y pudo volver a clase, a seguir preparando a sus alumnos para el examen.
Cloe bocetaba el rostro de un actor en su cuaderno, intentando centrar la mirada en el papel. Habían bebido mucho, era viernes noche y la calle bullía de vida. Pero ellas estaban allí, emborrachándose en el minúsculo apartamento de Cloe. La televisión estaban encendida, una nube de humo de cigarro se había formado sobre sus cabezas. Cloe se quejaba de un compañero de la editorial que siempre la esperaba al final de la jornada. Estaba harta de decirle que no estaba interesada en él.
—Lo voy a denunciar por acosador –sentenció–. O eso o acabo pegándole una patada en los huevos la próxima vez que lo vea.
—Seguramente sea más efectivo la patada en los huevos –reconoció Olga–. ¿De qué sirve la policía en estos casos?
—De nada. –Cloe arrancó la hoja y empezó de nuevo– Pero muchos se asustan con una orden de alejamiento.
—Tenías razón, ¿sabes? –Olga se peinó el largo pelo con los dedos. Le gustaba su color oscuro natural– Lo de que el fuego iba a levantar ampollas. Ya ha empezado.
—Y la mayoría de esas ampollas no estarán ni relacionadas con el propio fuego.
Olga dejó caer la cabeza sobre la mesa acristalada. Las cortinas no estaban echadas, por lo que podía ver a los vecinos del edificio de enfrente viendo una película. A otros cocinando. Una señora mayor regaba las plantas. Una joven con un vestido corto hablaba por teléfono en el balcón. Tenía los pies descalzos.
—Los alumnos están deseando que haya pasado algo muy malo para poder escaquearse de los exámenes –dijo.
—¿Cuánto tiempo llevas trabajando en ese instituto? –preguntó Cloe–. Nunca me acuerdo.
—Desde que salí de la universidad, hice allí las prácticas. –Alzó la cabeza hacia la televisión, sin sonido. Se presionó el puente de la nariz con dos dedos– Es decir, ocho años. Lo de aquellas chicas sucedió en mi primer año. Ahora deben de estar en la universidad. Es probable que ni siquiera se acuerden de quiénes son...
—¿Qué chicas? –preguntó Cloe. En su cuaderno había un rostro que Olga no reconoció.
—Nada. ¿Quién es?
—Un chico que he conocido hace poco.
El curso iba a comenzar. Olga iba a dar ese año clase a los más mayores. Le gustaban los alumnos de bachillerato, eran más serios. Paseó un día antes del inicio de las clases por los pasillos y las aulas. A través de una de las ventanas podía ver la estructura ennegrecida del granero. Al final se habían enterado de que había aparecido un cadáver. El fuego había intentado tapar el crimen, sin éxito. Todavía continuaban las investigaciones, pero no se había identificado de momento a la víctima.
Olga se sentó en una de las mesas de una de las aulas. Desde allí podía ver los campos, oscuros por el fuego. Como había pronosticado Cloe, muchas heridas habían sido abiertas. Desde las antiguas denuncias hasta las disputas más irrisorias. Todo había salido a la luz y había sido diseccionado delante de todos.
Olga había llegado a tener la sensación de que aquello no estaba sucediéndole, sino que era otra la que había tomado posesión de ella y respondía mecánicamente las preguntas. En uno de los interrogatorios se enteró de que su ex novio había tenido contacto con el propietario de las tierras por un trabajo nada claro. Por suerte para ella, había roto ya con él cuando sucedió, y su ex lo corroboró.
Le sorprendía, sin embargo, el secretismo con el que todo se había llevado a cabo. Los alumnos sólo sabían que había ardido el granero. Nada de cadáveres o de viejas heridas que se reabrían años después de lo sucedido.
Olga se estiró y se preguntó quién habría sido, por qué lo había hecho. ¿Podía haber sido alguien de su entorno? ¿De sus propios compañeros? ¿O no tendría nada que ver y era simplemente un cúmulo de casualidades? Olga no lo sabía.
Escuchó un ruido, como si alguien arrastrara pupitres. Se preguntó si serían alumnos. Decidió no subir. Si lo eran, no le importaba. Que hicieran gamberradas, no iba a detenerles. Siguió mirando por la ventana hasta que a su nariz llegó el olor a quemado.
Lo último que pensó, antes de salir corriendo, fue que también podría haber sido un simple pirómano. ¿No era al fin y al cabo la explicación más simple y lógica la respuesta en muchas ocasiones?
Eran las doce y cuatro minutos cuando Olga terminó de explicar un problema matemático a su clase y miró casualmente por la ventana. El instituto, a las afueras de la pequeña ciudad, estaba sobre una loma. Más allá se extendían campos de cultivo de color tostado. En una colina, a pocos kilómetros, se alzaba un granero. Ardía. Olga sintió como si no estuviera realmente allí. Los alumnos adormilados, el olor a tiza, el sonido de las cigarras y el granero ardiendo, silencioso y lejano.
—Ana, avisa al director –dijo de repente, recordando que si el fuego se extendía el instituto estaría en peligro.
—¿Qué Ana? –preguntó una chica.
—Tú misma, da igual.
Los alumnos se giraron curiosos hacia donde miraba su profesora. Algunos ahogaron un grito y otros se levantaron a observar mejor. Olga se irritó al saber que ahora estarían excitados ante la idea de poder irse antes de clase.
—Todos a sus asientos, ¡ya! –Hicieron caso. Ana salió corriendo por la puerta. Pronto, una algarabía de voces se fue extendiendo por el edificio, como si de un fuego se tratara. Olga advirtió a sus alumnos que de momento seguirían con la lección, pero comprendió que la atención de ellos estaba desviada. Resignada, se sentó y dejó que se levantaran y miraran por la ventana. Empezó a recoger sus cosas y les mandó hacer lo mismo en caso de que el instituto fuera evacuado.
Cuando llegó a su piso, Olga seguía viendo el fuego. Toda la periferia de la ciudad parecía inundada por el olor a quemado. Se había extendido, acercándose peligrosamente a los terrenos del colegio, pero los bomberos parecían tenerlo controlado.
Olga dejó sus cosas y se soltó el pelo. Subió a la azotea del edificio en el que vivía, desde donde se podía ver cómo las llamas devoraban el terreno. Algunos vecinos estaban también allí, preocupados por tener que evacuar. Pero no parecía que fuera a ser el caso. Se sorprendió una vez más del silencio, como si sus oídos se hubieran taponado. No era capaz de percibir bien qué pasaba a su alrededor.
Se desabotonó los primeros botones de su blusa. Fumó un cigarro y se limpió las gafas. Algunos de los vecinos se habían ido, aburridos del espectáculo. Desde allí no se veía el granero. Un helicóptero voló sobre el edificio. Una lata de cerveza apareció a su lado.
—¿Quieres? –Era Cloe, una de sus vecinas y su única amiga en la ciudad. Era pelo corto, rostro redondo y expresión irónica. Tenía otra lata de cerveza y, bajo el brazo, un cuaderno de dibujo. Del bolsillo de sus pantalones sobresalían varios lápices de distinto grosor.
—Era una vieja granja, de un tal Heras o algo así –dijo Olga, aceptando la cerveza. La abrió con una mano y bebió un trago.
—No sé quién es –respondió Cloe. Dejó la lata sobre la tapia en la que se apoyaban para ver el incendio.
—Compró todos los terrenos alrededor del colegio cuando eran baratos y dejó que otros los trabajaran.
—Lo de siempre, vamos. –Cloe pasó las páginas de su cuaderno. Escogió una hoja en blanco y empezó a bocetar. Olga bebió de la cerveza, dio una calada a su cigarro.
—Nos intentó denunciar cuando vallamos los terrenos del colegio, alegando que estábamos quitándole terreno.
—¿Prosperó la denuncia?
—No. No tenía base, no le habíamos comido terreno y tuvo que admitirlo.
El fuego a veces parecía incontrolable y, otras, retrocedía. Olga se preguntó qué pasaría si el colegio se quemaba. Ella no era de las que dejaban nada importante allí, pero había mucha información que todavía no estaba informatizada. Sería un problema si se quemaba. Los exámenes estaban al caer y los alumnos buscaban cualquier excusa para atrasarlos a pesar de que eso no significara que se atrasara el inicio del curso.
—Este tipo de cosas siempre levantan muchas ampollas –dijo de pronto Cloe.
—¿Cómo? –preguntó Olga, sin saber a qué se refería. Cloe levantó las cejas, bebió de su lata de cerveza.
—Que este tipo de cosas, incendios y demás, siempre levantan ampollas en alguna parte. ¿Seguía siendo el tipo ese dueño del granero, de las tierras? ¿Qué es lo que lo ha provocado? ¿Será intencionado? Ese tipo de cosas. Supongo que hasta a vosotros os interrogará la policía si se entera de que habíais tenido problemas con él.
Olga asintió, mirando el fuego. Terminó su cigarro y, sin darse cuenta, lo tiró a la lata de cerveza medio llena.
—Mierda –soltó, mirando por dónde había caído la colilla. Cloe rió y le tendió la suya.
La hicieron sentarse en el despacho de la psicóloga. Estaba en la primera planta y por la ventana se veía el aparcamiento. El policía estaba sentado tras el escritorio, con una grabadora encendida y un bloc de notas de hojas muy blancas delante.
Olga respondió a todo lacónicamente. En el incendio había pasado algo más, pero el policía no le dijo qué. La hizo desconfiar y, sin embargo, no mintió ni ocultó la verdad. Sí, el instituto había tenido problemas con el dueño de las tierras. Sí, en aquel tiempo la directora era la profesora Marisa Roca, que ahora estaba jubilada. No, no había habido ningún tipo de altercado, que ella supiera. Sí, algunas alumnas se habían quejado de que algunos de los trabajadores les habían gritado.
A pesar de que la entrevista estaba siendo grabada, el policía tomaba cuidadosa nota de todo. A Olga le gustó aquello. Le dio las gracias y le pidió si podía decirle al siguiente profesor que pasara. Así lo hizo. Olga se sentó luego en un banco, en uno de los pasillos del instituto, y suspiró a solas, sintiéndose angustiada sin saber por qué.
Le estaba explicando a sus alumnos una fórmula matemática que entraría en el examen cuando llamaron a la puerta. Era el policía de la entrevista. Se había quitado la gorra y parecía más joven ahora que podía verle el pelo, peinado hacia atrás. Algunas alumnas intercambiaron murmullos y risitas. Olga salió y a su espalda enseguida se hicieron audibles los cuchicheos.
El policía primero se disculpó por haberla hecho salir. Luego miró nervioso a su alrededor.
—¿Le importaría pasar esta tarde por comisaria? Necesitamos que identifique a los sujetos que... se excedieron con las alumnas.
—Siento decirle que no sé quiénes son –dijo Olga. Le sacaba un par de centímetros al policía–. Fue la directora y la profesora Claudia Ramírez a quienes acudieron las chicas.
—Perdone entonces las molestias –dijo el policía, poniéndose la gorra, nervioso. Olga se sintió irritada y quería que aquel hombre se fuera. Pero antes de irse le informó de que desgraciadamente había pasado algo y que la policía seguiría un tiempo por la zona. Cuando se fue se sintió mejor y pudo volver a clase, a seguir preparando a sus alumnos para el examen.
Cloe bocetaba el rostro de un actor en su cuaderno, intentando centrar la mirada en el papel. Habían bebido mucho, era viernes noche y la calle bullía de vida. Pero ellas estaban allí, emborrachándose en el minúsculo apartamento de Cloe. La televisión estaban encendida, una nube de humo de cigarro se había formado sobre sus cabezas. Cloe se quejaba de un compañero de la editorial que siempre la esperaba al final de la jornada. Estaba harta de decirle que no estaba interesada en él.
—Lo voy a denunciar por acosador –sentenció–. O eso o acabo pegándole una patada en los huevos la próxima vez que lo vea.
—Seguramente sea más efectivo la patada en los huevos –reconoció Olga–. ¿De qué sirve la policía en estos casos?
—De nada. –Cloe arrancó la hoja y empezó de nuevo– Pero muchos se asustan con una orden de alejamiento.
—Tenías razón, ¿sabes? –Olga se peinó el largo pelo con los dedos. Le gustaba su color oscuro natural– Lo de que el fuego iba a levantar ampollas. Ya ha empezado.
—Y la mayoría de esas ampollas no estarán ni relacionadas con el propio fuego.
Olga dejó caer la cabeza sobre la mesa acristalada. Las cortinas no estaban echadas, por lo que podía ver a los vecinos del edificio de enfrente viendo una película. A otros cocinando. Una señora mayor regaba las plantas. Una joven con un vestido corto hablaba por teléfono en el balcón. Tenía los pies descalzos.
—Los alumnos están deseando que haya pasado algo muy malo para poder escaquearse de los exámenes –dijo.
—¿Cuánto tiempo llevas trabajando en ese instituto? –preguntó Cloe–. Nunca me acuerdo.
—Desde que salí de la universidad, hice allí las prácticas. –Alzó la cabeza hacia la televisión, sin sonido. Se presionó el puente de la nariz con dos dedos– Es decir, ocho años. Lo de aquellas chicas sucedió en mi primer año. Ahora deben de estar en la universidad. Es probable que ni siquiera se acuerden de quiénes son...
—¿Qué chicas? –preguntó Cloe. En su cuaderno había un rostro que Olga no reconoció.
—Nada. ¿Quién es?
—Un chico que he conocido hace poco.
El curso iba a comenzar. Olga iba a dar ese año clase a los más mayores. Le gustaban los alumnos de bachillerato, eran más serios. Paseó un día antes del inicio de las clases por los pasillos y las aulas. A través de una de las ventanas podía ver la estructura ennegrecida del granero. Al final se habían enterado de que había aparecido un cadáver. El fuego había intentado tapar el crimen, sin éxito. Todavía continuaban las investigaciones, pero no se había identificado de momento a la víctima.
Olga se sentó en una de las mesas de una de las aulas. Desde allí podía ver los campos, oscuros por el fuego. Como había pronosticado Cloe, muchas heridas habían sido abiertas. Desde las antiguas denuncias hasta las disputas más irrisorias. Todo había salido a la luz y había sido diseccionado delante de todos.
Olga había llegado a tener la sensación de que aquello no estaba sucediéndole, sino que era otra la que había tomado posesión de ella y respondía mecánicamente las preguntas. En uno de los interrogatorios se enteró de que su ex novio había tenido contacto con el propietario de las tierras por un trabajo nada claro. Por suerte para ella, había roto ya con él cuando sucedió, y su ex lo corroboró.
Le sorprendía, sin embargo, el secretismo con el que todo se había llevado a cabo. Los alumnos sólo sabían que había ardido el granero. Nada de cadáveres o de viejas heridas que se reabrían años después de lo sucedido.
Olga se estiró y se preguntó quién habría sido, por qué lo había hecho. ¿Podía haber sido alguien de su entorno? ¿De sus propios compañeros? ¿O no tendría nada que ver y era simplemente un cúmulo de casualidades? Olga no lo sabía.
Escuchó un ruido, como si alguien arrastrara pupitres. Se preguntó si serían alumnos. Decidió no subir. Si lo eran, no le importaba. Que hicieran gamberradas, no iba a detenerles. Siguió mirando por la ventana hasta que a su nariz llegó el olor a quemado.
Lo último que pensó, antes de salir corriendo, fue que también podría haber sido un simple pirómano. ¿No era al fin y al cabo la explicación más simple y lógica la respuesta en muchas ocasiones?
CARMEN SUÁREZ