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La china que feló un Montilla-Moriles

Se interna en las cadenas fulleras del bosque, en el sol partido por las espadas, en los brotes chupados por las arenas, junto a la ciencia de los chocolates puros, junto al rugido de las infanterías muertas en un tobogán de siglos.

El bosque observa, observa desde sus manzanos, desde su espectro carnívoro. Sun Yi mira de reojo las alubias de hielo de los cementerios y sus esqueletos guardando las vinagreras. Sun Yi corre. En láminas frías. Corre desnuda, fulminando las maderas, abierta como la chaqueta de un mastín enfermizo.

Sus ojos de codorniz entran por los diamantes de la noche, así el viento describe el acento de los jueces implacables. Las lunas que bajan del número uno se deshacen en azucarillos rebeldes, los árboles se comen calientes y Sun Yi corre desnuda, desnuda como un alfiler en el mar, sostenida por la horca bordada de ese viento que usan los apaches para morirse, enojada con ella misma, con las tumbas hechas en dos partes, con el pie cansado de los lobos.

La ciudad baila en cartas de azafrán, en mecheros tostados en la nieve, en universos hermafroditas donde cardenales y prelados, policías y cicatrizantes, beben los siete mares por esas jovenzuelas de high school que muestran un pan sin venas, una tempura de aguijones dulces, unos culos preparados con Nocilla, unos ojos amaestrados para la brujería. La ciudad baila apuñalada. Apuñalada por cheques jorobados, por sus jardines sin calcio, por sus azoteas de humo. Y los periódicos sudan sobacos y metralletas escondidas en cualquier liebre.

Los gavilanes poderosos y monzónicos, las frutas de plata, los paracaidistas de alambre, pelean por un resguardo en las llagas de las iglesias. Pobres que imploran la silla eléctrica; caderas de cascabel que llaman a los gatos.

Los mamás se zambullen en las escotillas amargas del montón mientras malviven pendientes de un cunnilingus que no llega y de un cuadro porno del señor Grey calentando los huevos de la araña. Las viejas agradan el cocido, lo besuquean con anginas, remiendan a los cocodrilos y hacen punto sobre el corazón prehistórico de los soldados muertos en su regazo. Ya no buscan caries en las tumbas ni esperan besos de los lagartos. Sólo ansían hacer el amor cerca del fuego.

Cada casa, un sueño. Cada sueño, una mariposa muriendo con los santos óleos. Cada perro, un sueño. Cada sueño, un gusano enterrando a sus muertos como en los funerales del IRA. Cada tecla, un sueño que es un clavo. Cada sueño, una embolia en los bocados de internet. Cada niño, un sueño. Cada sueño de espuma, una córnea guisada para las mentiras de mañana. Cada balcón, un hombre, una mujer. Cada balcón, un socorro, una estrella que se apaga.

La ciudad baila. Como el zombi hambriento. Como el oro que se hace las ingles brasileñas. Baila como los ajedreces ante los fosos. Baila como el jilguero asesino que busca al francotirador. Y los bares gritan como mataderos galantes, como los misiles de una filarmónica. Los vinos de Montilla transforman la semilla en jamón, meten luciérnagas en las pupilas. Los vinos de Montilla perpetran una cadena de atentados con arcabuz y visten de frac la cadena alimentaria.

Sun Yi se interna en el bosque. Desnuda, armiñada con el vapor cachondo de la cocaína y la epidemia gris de las crines. El estribillo de su cuerpo desprende mareas con calor. En lengua árabe, en petróleo pesado, Sun Yi mueve sus inciales y los búhos blanden una mirada de anís. En su pubis brinca una tragaperras, la estrella de Super Mario Bros, la estrella de cáñamo de Mao.

Huye de los rascacielos, de las ánimas, de los aniversarios, del dinero con trazas y de la amistad sin oxígeno. Huye de la ciudad, huye de los días goteantes, de los días escurriéndose en cavadas y paladas. Huye del sexo arcoiris, varón tras varón, forense tras forense, del sexo premiado con una acústica de monasterio.

Huye de la grasa del amor, de la fiebre de los pinochos, de los serruchos en las braguetas. Y huye desnuda, pastel de pastores, polo de barro en boca estrecha, furia de furcia en el dinero. Quiere ser libre, ser emperatriz a las doce de la noche.

Su culo es asiático, es diente de leche, caballo escogido para el campeón de la lanza. Sus pechos noviciales mueven incienso grosero, simétricos de merengue, mazorcas de toro bravo. Su vagina habla como un perfume aterrizando en el plato, como manzanas verdes envueltas en gel de baño, como la miel que invita a sacar la lengua de trapo. La visión regresa una y otra vez, prismática abre las puertas de su mente y bastonea su estómago.

Un guerrero español cercena la cabeza de su enemigo. Los tambores de guerra alfombran el valle. Los elefantes son demolidos a golpe de soplido. El vientre de los cabrones matados huele a tostada y la sangre atrevida exagera sus ríos.

Pedro Ximénez desnuda su cuerpo, quema sus ropas andrajosas, arroja la espada a la tintorería. Su barba pincha, su cuerpo escamoso desprende cenizas y palpita como un corazón recién arrancado. Los cañones se cagan en Dios y se burlan de los comandantes. Pum, pum, mitades que van, mitades que vienen, tropas que recogen bisutería y se marchan como una biscooter.

Sun Yi vuelve a tener esa visión. Pedro Ximenez, niño hecho de gallo, derrama sobre su cuerpo un vino de buenos enemigos, un vino de madriguera parido en las hojas hendidas, brotado de los distritos de la guerra santa. Parlamento, paladar, escarapela. X de encrucijada, X de erotismo, pornografía a pie de espuela.

Sun Yi alcanza a ver un destello en un claro del bosque. Desea al guerrero, desea encontrar el amor demente, el amor viejo y moderno, el intestino del mundo. Se trata de un lingote de oro. Líquido y travieso. No. Es una botella con beso de huracán, con los colores alegres de los bandoleros. Una promesa renacentista para volar y amar.

Sun Yi puede ver las corvetas de un alazán, la furia de una espada, el almíbar de una tierra. Sun Yi escucha una voz proveniente de su bizcocho vaginal, del baile turco de sus labios. Está coja, mojada, fuma por la puerta naútica de su coño en arroba.com.

—Fela a éste, el brazo armado de la posteridad.

Sun Yi obedece y comienza a chupar el cuello de la botella. Rezará como los ciegos, toda la noche, morderá los muñones que el sol le deje. Hará el amor con un imperio inexplicable. Volverá a las aceras, a su trabajo de ejecutiva, envuelta en leones africanos. Volverá pintada con la carne del vino montillano, con la canela del ebanista. Y amanecerá siendo libre.

J. DELGADO-CHUMILLA
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