Partiré de datos personales para ensamblar este modesto homenaje a tantos docentes, oficiales y aficionados, que a lo largo de años, esfuerzos, sinsabores, ilusiones a medio florecer, algún clavel reventón de satisfacción personal, han abonado y regado nuestras mentes.
Aficionado era Manolito “Gallina”, el “aperaor” del lagar donde mi abuelo era casero y que entre injertos y podas, se empeñaron en que aprendiera de cuentas y a leer. Por la paciencia y el empeño de ambos descubrí el mágico mundo de la escritura y la lectura que tantos momentos de placer me han dado. Estas líneas son para el Maestro.
En la infancia de algunos de nosotros no existían guarderías e íbamos a La Miga, Escuela de los Cagones –en mi caso, a la de Bartolo-, para después pasar a las escuelas. La Silera, El Cerrillo, los Salesianos son lugares que la memoria me trae al presente. Centros con historias llenas de bulla, alegrías y algún que otro sinsabor. Cada lector seguro tiene presentes sus centros de referencia y sus maestros que, en un sentido u otro, le dejaron huella (...). Algún don José o don Agustín queda escondido en nuestros descoloridos recuerdos como referencia de esos años.
¿Recuerdan ya? Maestros, compañeros de pupitre, recreos y tiempos para madurar esperanzas. Rememorar a los artesanos, que anclaron parte del saber al espigón de nuestras vivencias infantiles, es parte de la deuda.
¿Recuerdan a esos educadores que, en nuestras escuelas de pueblo, ayer clases Unitarias, de Grado o después de EGB, Infantil y Primaria, como efecto de discordes reformas habidas en este país de nunca jamás, irrumpieron en nuestra vida?
Maestros de Primaria, Profesores de Secundaria, etc. que alimentaban y alimentan nuestros, a veces, difusos deseos de aprender. Maestros que, con el tiempo pasaron de ser compadecidos pero muy respetados, a ser envidiados y criticados. El sentir popular trocó el “pasas más hambre que…”, por un “vives mejor que un maestro de escuela”.
Maestros que estaban para un roto y un descosido, que a veces te soltaban un coscorrón y a renglón seguido te consolaban ante el empujón que había hecho que te desayunaras parte del patio. Maestros de los tiempos de la leche en polvo y el queso americano que sosegaba estómagos escasos de pan y ahítos de morder una granada de esperanzas a punto de madurar. Chiquillos que en la primavera fecundada de sueños por florecer, jugaban en la calle bordeando las esquinas de unas vidas que oteaban lejanos paraísos.
Evoquemos a aquellos Maestros salidos de la indigencia general en la que dormitaba un país que venía con hambre atrasada, material y cultural; ellos, con vocación y con tesón, fueron desterronando mentes infantiles para plantar semillas de cultura.
Época en la que saber de cuentas y algo de leer y escribir era todo un lujo; donde el analfabetismo real era un yugo uncido a la cerviz de una mayoría silenciosa y sumida en el miedo –ahora, desgraciadamente, tendríamos que hablar de un analfabetismo funcional, y no por culpa de los docentes, pero eso es otro tema-.
Luego gateamos un poco más en ese repecho del saber y deseamos que nuestros hijos estudiaran para “que seas alguien de provecho”. Y llegamos hasta el supuesto picacho más alto de la montaña desde el cual se vislumbraba un horizonte amplio, a veces claro, otras con neblina; y, de pronto, la ansiada lejanía se preñó de monstruos salidos de las entrañas del capital en maridaje con turbios intereses.
Y esos hijos licenciados, con un master de…, se encontraron sin oficio ni beneficio por mor de una crisis (¿real, ficticia, manipulada, asesina?) que ocultaba el cielo con sombríos presagio. ¿Quizás nos habían prometido “El Dorado” y éste era una leyenda que dejaba pudrirse el racimo prieto de unos proyectos vitales?
Admiro a esos Maestros de ayer, de hoy. Algún Don Julio hay en los anales de nuestras escuelas y hago referencia a dos: Anguita, del que se guarda grato recuerdo en Montilla, y Julio Trenas, con el que tuve amistad.
Maestros que nos intentaron encaminar hacia un mundo más amplio, más humano, más justo. Maestros que atesoraban una pedagogía acertada, yo la llamo "parda" –no hay desprecio en mis palabras- porque sabían y saben de personas, de niños hambrientos de fantasía y de libros preñados de conocimientos y de cultura.
Ellos nos enseñaron a sumar, a restar y sobre todo a leer en el sentido amplio de la palabra; nos moldearon para ser personas, para respetar, para reconocer al otro como alguien con derechos y deberes, portador de valores. Nos educaron, ante todo, en el valor de la honradez.
Creo que la labor docente ha perdido el confortable calor que poseía, zarandeada por turbias reformas, cargadas de idearios políticos al margen de intereses educativos. La barca de la educación ha tenido que soportar los envites de tormentosas leyes que más parecían arrecifes peligrosos que playas soleadas. Y aún no hemos terminado.
Las tres etapas de nuestro sistema educativo las veo como a tres hijos. Trabajar con los mas pequeños es una odisea llena de sobresaltos. La adolescencia, mi preferida, es dura, caótica la mas de las veces, incongruente, debatiéndose entre el yo quisiera y no quiero, mas maleable, donde los contenidos son importantes pero la persona con sus batallas interiores lo es aún más. Y sacarles de esas crisis vivenciales puede ser todo un poema lleno de ripios. Las dos primeras etapas son obligatorias y las ganas de aprender, pocas. En la Universidad, supuestamente, el sujeto va a estudiar.
Vuelvo a la senda que me había trazado. En mis años de docente he conocido a muchos maravillosos compañeros de instituto. Profesorado que se ha batido el cobre y dejado la piel a pesar de trabas arteras, cicateras y de los navajazos traperos de la Administración –he ejercido bajo gobierno de centro, de izquierda y de derecha-, o ante las zancadillas demagógicas de organizaciones paraescolares y su intromisión en el sistema en pro de una supuesta calidad del mismo.
Por ventura permanece el recuerdo de tantas familias preocupadas por sus hijos, respetuosas con la labor docente; de alumnos con deseos de aprender, con prurito intelectual más allá del simple aprobado para pasar de curso.
Cuando he trabajado desde el centro de profesores he aprendido dos cosas muy claras: los Maestros tienen, por encima de todo, capacidad y dotes pedagógicas, paciencia para domeñar impulsos vitales y encausarlos, tesón para ir desbrozando el barbecho en el que plantar poco a poco distintas semillas de aprendizaje, valores básicos; por otro lado los Profesores, tanto de Instituto como de Universidad, trabajan conocimientos más amplios y específicos.
Para que el árbol del saber dé fruto todos abonan las distintas parcelas del currículo, escardan yerbajos y matojos innecesarios, riegan pacientemente los bancales desde las distintas materias para proyectar al sujeto a una vida activa, sin dejar de lado, sobre todo en la Enseñanza Media, de consolidar, de forma razonada y crítica, una educación en valores que será la pátina indeleble que les valga para llenar sus vidas.
Con estas deslavazadas palabras quiero agradecer su labor a todos los Maestros que nos ayudaron a ser alguien. A todos con los que tuve la suerte, con el paso del tiempo, de compartir alegrías, éxitos y sinsabores que proporcionó, en mí caso, un trabajo elegido libremente y que tuvimos que sudar en unas oposiciones. Trabajo del que me enamoré hace tiempo, y por el camino que voy, me moriré enamorado de él, a pesar de zarpazos políticos, económicos y a veces des-humanos.
En el otoño de mi vida y al inicio del otoño climatológico, cuando la vendimia está por terminar y en breve los pámpanos tostarán de marrón los pagos montillanos, brindo con un vaso de mosto por esos grandes profesionales que se colaron en nuestras vidas.
La mejor dedicatoria para un buen Maestro podría ser algo como lo siguiente: “Gracias a esta Persona descubrí que el mundo es más amplio que el mismo horizonte, que la intolerancia puede resquebrajarla un libro, que ser una persona crítica es más difícil que ser un borrego y que valió la pena intentarlo. Gracias por la generosidad y el altruismo”.
Nota: Detesto el tedioso juego maestro/maestra, profesor/profesora, bandera de una supuesta igualdad de género. Nunca he sido machista y creo que algunos lectores podrán dar fe. A estas alturas de la vida –la mía- no tengo que demostrar nada. Las modas, por mor de un progresismo, nunca me sedujeron y las lingüísticas, menos.
De Maestras no puedo hablar porque no tuve la suerte de tener alguna, pero guardo un muy grato recuerdo de Profesoras muy cualificadas con las que compartí penas y alegrías a lo largo de muchos años. Recelo de “los wert-des” porque unos nos ningunean miserablemente y otros nos confunden.
Si lo desea, puede compartir este contenido: Aficionado era Manolito “Gallina”, el “aperaor” del lagar donde mi abuelo era casero y que entre injertos y podas, se empeñaron en que aprendiera de cuentas y a leer. Por la paciencia y el empeño de ambos descubrí el mágico mundo de la escritura y la lectura que tantos momentos de placer me han dado. Estas líneas son para el Maestro.
En la infancia de algunos de nosotros no existían guarderías e íbamos a La Miga, Escuela de los Cagones –en mi caso, a la de Bartolo-, para después pasar a las escuelas. La Silera, El Cerrillo, los Salesianos son lugares que la memoria me trae al presente. Centros con historias llenas de bulla, alegrías y algún que otro sinsabor. Cada lector seguro tiene presentes sus centros de referencia y sus maestros que, en un sentido u otro, le dejaron huella (...). Algún don José o don Agustín queda escondido en nuestros descoloridos recuerdos como referencia de esos años.
¿Recuerdan ya? Maestros, compañeros de pupitre, recreos y tiempos para madurar esperanzas. Rememorar a los artesanos, que anclaron parte del saber al espigón de nuestras vivencias infantiles, es parte de la deuda.
¿Recuerdan a esos educadores que, en nuestras escuelas de pueblo, ayer clases Unitarias, de Grado o después de EGB, Infantil y Primaria, como efecto de discordes reformas habidas en este país de nunca jamás, irrumpieron en nuestra vida?
Maestros de Primaria, Profesores de Secundaria, etc. que alimentaban y alimentan nuestros, a veces, difusos deseos de aprender. Maestros que, con el tiempo pasaron de ser compadecidos pero muy respetados, a ser envidiados y criticados. El sentir popular trocó el “pasas más hambre que…”, por un “vives mejor que un maestro de escuela”.
Maestros que estaban para un roto y un descosido, que a veces te soltaban un coscorrón y a renglón seguido te consolaban ante el empujón que había hecho que te desayunaras parte del patio. Maestros de los tiempos de la leche en polvo y el queso americano que sosegaba estómagos escasos de pan y ahítos de morder una granada de esperanzas a punto de madurar. Chiquillos que en la primavera fecundada de sueños por florecer, jugaban en la calle bordeando las esquinas de unas vidas que oteaban lejanos paraísos.
Evoquemos a aquellos Maestros salidos de la indigencia general en la que dormitaba un país que venía con hambre atrasada, material y cultural; ellos, con vocación y con tesón, fueron desterronando mentes infantiles para plantar semillas de cultura.
Época en la que saber de cuentas y algo de leer y escribir era todo un lujo; donde el analfabetismo real era un yugo uncido a la cerviz de una mayoría silenciosa y sumida en el miedo –ahora, desgraciadamente, tendríamos que hablar de un analfabetismo funcional, y no por culpa de los docentes, pero eso es otro tema-.
Luego gateamos un poco más en ese repecho del saber y deseamos que nuestros hijos estudiaran para “que seas alguien de provecho”. Y llegamos hasta el supuesto picacho más alto de la montaña desde el cual se vislumbraba un horizonte amplio, a veces claro, otras con neblina; y, de pronto, la ansiada lejanía se preñó de monstruos salidos de las entrañas del capital en maridaje con turbios intereses.
Y esos hijos licenciados, con un master de…, se encontraron sin oficio ni beneficio por mor de una crisis (¿real, ficticia, manipulada, asesina?) que ocultaba el cielo con sombríos presagio. ¿Quizás nos habían prometido “El Dorado” y éste era una leyenda que dejaba pudrirse el racimo prieto de unos proyectos vitales?
Admiro a esos Maestros de ayer, de hoy. Algún Don Julio hay en los anales de nuestras escuelas y hago referencia a dos: Anguita, del que se guarda grato recuerdo en Montilla, y Julio Trenas, con el que tuve amistad.
Maestros que nos intentaron encaminar hacia un mundo más amplio, más humano, más justo. Maestros que atesoraban una pedagogía acertada, yo la llamo "parda" –no hay desprecio en mis palabras- porque sabían y saben de personas, de niños hambrientos de fantasía y de libros preñados de conocimientos y de cultura.
Ellos nos enseñaron a sumar, a restar y sobre todo a leer en el sentido amplio de la palabra; nos moldearon para ser personas, para respetar, para reconocer al otro como alguien con derechos y deberes, portador de valores. Nos educaron, ante todo, en el valor de la honradez.
Creo que la labor docente ha perdido el confortable calor que poseía, zarandeada por turbias reformas, cargadas de idearios políticos al margen de intereses educativos. La barca de la educación ha tenido que soportar los envites de tormentosas leyes que más parecían arrecifes peligrosos que playas soleadas. Y aún no hemos terminado.
Las tres etapas de nuestro sistema educativo las veo como a tres hijos. Trabajar con los mas pequeños es una odisea llena de sobresaltos. La adolescencia, mi preferida, es dura, caótica la mas de las veces, incongruente, debatiéndose entre el yo quisiera y no quiero, mas maleable, donde los contenidos son importantes pero la persona con sus batallas interiores lo es aún más. Y sacarles de esas crisis vivenciales puede ser todo un poema lleno de ripios. Las dos primeras etapas son obligatorias y las ganas de aprender, pocas. En la Universidad, supuestamente, el sujeto va a estudiar.
Vuelvo a la senda que me había trazado. En mis años de docente he conocido a muchos maravillosos compañeros de instituto. Profesorado que se ha batido el cobre y dejado la piel a pesar de trabas arteras, cicateras y de los navajazos traperos de la Administración –he ejercido bajo gobierno de centro, de izquierda y de derecha-, o ante las zancadillas demagógicas de organizaciones paraescolares y su intromisión en el sistema en pro de una supuesta calidad del mismo.
Por ventura permanece el recuerdo de tantas familias preocupadas por sus hijos, respetuosas con la labor docente; de alumnos con deseos de aprender, con prurito intelectual más allá del simple aprobado para pasar de curso.
Cuando he trabajado desde el centro de profesores he aprendido dos cosas muy claras: los Maestros tienen, por encima de todo, capacidad y dotes pedagógicas, paciencia para domeñar impulsos vitales y encausarlos, tesón para ir desbrozando el barbecho en el que plantar poco a poco distintas semillas de aprendizaje, valores básicos; por otro lado los Profesores, tanto de Instituto como de Universidad, trabajan conocimientos más amplios y específicos.
Para que el árbol del saber dé fruto todos abonan las distintas parcelas del currículo, escardan yerbajos y matojos innecesarios, riegan pacientemente los bancales desde las distintas materias para proyectar al sujeto a una vida activa, sin dejar de lado, sobre todo en la Enseñanza Media, de consolidar, de forma razonada y crítica, una educación en valores que será la pátina indeleble que les valga para llenar sus vidas.
Con estas deslavazadas palabras quiero agradecer su labor a todos los Maestros que nos ayudaron a ser alguien. A todos con los que tuve la suerte, con el paso del tiempo, de compartir alegrías, éxitos y sinsabores que proporcionó, en mí caso, un trabajo elegido libremente y que tuvimos que sudar en unas oposiciones. Trabajo del que me enamoré hace tiempo, y por el camino que voy, me moriré enamorado de él, a pesar de zarpazos políticos, económicos y a veces des-humanos.
En el otoño de mi vida y al inicio del otoño climatológico, cuando la vendimia está por terminar y en breve los pámpanos tostarán de marrón los pagos montillanos, brindo con un vaso de mosto por esos grandes profesionales que se colaron en nuestras vidas.
La mejor dedicatoria para un buen Maestro podría ser algo como lo siguiente: “Gracias a esta Persona descubrí que el mundo es más amplio que el mismo horizonte, que la intolerancia puede resquebrajarla un libro, que ser una persona crítica es más difícil que ser un borrego y que valió la pena intentarlo. Gracias por la generosidad y el altruismo”.
Nota: Detesto el tedioso juego maestro/maestra, profesor/profesora, bandera de una supuesta igualdad de género. Nunca he sido machista y creo que algunos lectores podrán dar fe. A estas alturas de la vida –la mía- no tengo que demostrar nada. Las modas, por mor de un progresismo, nunca me sedujeron y las lingüísticas, menos.
De Maestras no puedo hablar porque no tuve la suerte de tener alguna, pero guardo un muy grato recuerdo de Profesoras muy cualificadas con las que compartí penas y alegrías a lo largo de muchos años. Recelo de “los wert-des” porque unos nos ningunean miserablemente y otros nos confunden.
PEPE CANTILLO