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Para toda la vida

Cuando no encontraba nada interesante en la televisión por las mañanas, solía acercarme a los juzgados donde asistía como público a determinadas sesiones elegidas al azar. Normalmente prefería las salas impares, pero nunca supe muy bien descubrir el motivo. La vista de la número cinco de aquella ocasión era un divorcio. Las rupturas matrimoniales me excitaban mucho más que cualquier reality porque en ellos afloraba toda la bajeza humana sin necesidad de guión previo ni de estrellas mediáticas barriobajeras.

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“Señoría, pero es que ya no lo quiero”. Aquella mujer me cayó bien desde el principio, será por eso por lo que intentaba encauzar mentalmente sus argumentaciones desde mi asiento de la cuarta fila. “Ya no es la persona con la que me casé hace dos años, he descubierto que me ha mentido y no ha cumplido ninguna de las promesas que me hizo cuando aún éramos novios”.

“Porque no he podido. La situación ha cambiado desde que éramos novios e hice esas promesas. Entonces pensé que las podría haber cumplido, pero la realidad ha sido muy distinta a como yo pensaba que sería y he tenido que adaptarme”, dijo su todavía marido omitiendo cualquier alusión a las mentiras de las que era acusado.

Después de echarse en cara los muchos rencores acumulados durante los escasos años de relación, el juez parecía con argumentos suficientes como para dictar sentencia. En los momentos previos, los miembros del disperso público nos mirábamos de soslayo dejando entrever nuestra preferencia por un cónyuge u otro, como si realmente nos fuese algo en la resolución de aquella demanda de divorcio.

La sentencia de su señoría fue inapelable: el matrimonio era un contrato con una duración determinada –el resto de la vida de los contrayentes- propiciado por una situación inicial de confianza plena que condicionaba inexcusablemente el cumplimiento del mismo.

“Espero que nunca nadie nos obligue a aguantar toda una Legislatura a un Gobierno en el que hemos perdido la confianza”, pensaba de camino a casa mientras recordaba la mirada que me dirigió aquella mujer después de haber oído la sentencia.

PABLO POÓ
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