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Algo roto (I)

Una voz por megafonía anunció que el tren se iba a retrasar. Félix, molesto, se sentó en uno de los incómodos asientos de plástico duro frente a una ventana que daba a la estación. Pensó en sacar un libro para ponerse a leer, pero lo descartó. Apenas le quedaban cien páginas del que tenía y las quería reservar para el viaje en sí. Se planteó ir a por un periódico, pero la pereza le pudo, por lo que se quedó allí sentado, con los brazos cruzados y viendo el ir y venir de la gente.

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No pasó mucho tiempo hasta que los duros asientos se llenaron de pasajeros cansados. A su lado se sentó una joven de pelo teñido de azul, corto. Ocultaba los ojos tras unas enormes y redondas gafas oscuras. A pesar de ellas, se vislumbraba una vieja cicatriz vertical en la mejilla. Quitando su extravagante color de pelo, no había nada en ella que llamara la atención.

Félix se fijó en que, de hecho, vestía con bastante buen gusto. Aunque no fuera ropa cara, estaba bien combinada y cuidada. Le echó algo menos de treinta años y se preguntó qué estaría haciendo allí. Ella se percató de su escrutinio, pues giró la cabeza en su dirección.

—¿Quiere algo? –preguntó ella. Detectó un ligero acento, suave.

—No, nada –respondió él–. Simplemente me llamó la atención su pelo y su ropa.

—¿Mi ropa? –Pareció no entenderle.

—Sí, viste usted muy bien. –A Félix nunca le gustó tutear a desconocidos o a personas con una cierta importancia. Aquello siempre había sentado la creencia de que era más formal de lo que en realidad era. Sin embargo, ella no pareció molesta por el trato.

—Vaya, pues muchas gracias –dijo ella–. Siempre intento parecer lo más aseada posible. No me gusta la gente que no le presta atención a la ropa. Aunque menos a aquellos que fingen no prestarle atención.

—¿Trabaja en algo relacionado con la moda? Perdone la indiscreción, es que me resulta extraño que alguien cuide tanto lo que viste a no ser que sea importante para su vida.

Ella calló un segundo, como si pensara. Se quitó las gafas, colocándolas sobre su cabeza. Tenía los ojos oscuros, castaños, nada especial. Lo único llamativo era la cicatriz. Estaba situada a un centímetro de su ojo derecho y bajaba recta hacia la mitad de la mejilla.

—No trabajo en la moda –dijo ella finalmente, tras pensarlo unos minutos–. Simplemente, me educaron para que cuidara los detalles. Soy artista, dibujo novelas gráficas y algún cómic por Internet de vez en cuando. La ropa es importante para ayudar a definir visualmente a un personaje.

—¿De verdad? –Félix pensó en los cómics que había leído. Pocas veces se había fijado en la ropa, y así se lo reconoció a la desconocida. Ella sonrió y abrió su bolso, sacando un tomo de una súper-heroína famosa.

—Si te fijas –dijo ella, inclinándose y enseñándole algunas páginas–, no hay ningún personaje que destaque por su ropa. ¿Que uno es multimillonario excéntrico? Pues el clásico traje negro de chaqueta. ¿No sería más normal que, si fuera de verdad excéntrico, llevara ropa acorde a su forma de ver la vida? ¿No sería más normal verle en, no sé, patines por su propia oficina o con camisas coloridas al menos? No hay nada destacable. Ellas, además, siempre visten como modelos. ¿Cuándo has visto tú a una adolescente que no se vistiera acorde a su estado de ánimo? Ésta está deprimida y en vez de aparecer despeinada, sin maquillar y mal vestida, sale con un modelo de revista y sólo se sabe que está triste por su expresión que también podía decir que no queda helado.

Ante aquel torrente de palabras, rápidas y entusiastas, Félix se quedó atónito. Ella torció el gesto, como si se arrepintiera de todo lo que acabara de decir. Pareció encogerse un poco cuando guardó el cómic.

—Perdona, no debería atosigarte –se excusó–. Me pasa a veces, que hablo mucho y muy rápido.

—No pasa nada –dijo él–. A mí no me importa en absoluto.

—Gracias. Suelo mostrarme a veces excesivamente confiada a la hora de hablar. ¡Y luego, cuando lo pienso, creo que cualquiera podría usar eso en mi contra!

—Creo que a eso se le llama paranoia –dijo él, dudando. Pero ella sonrió y asintió.

—Sí, justamente. Pero ese tipo de cosas me ayudan después a configurar historias en mis viñetas. Ten en cuenta que escribir historias incluye un montón de repaso de anécdotas. Es difícil no hablar de ello cuando en ocasiones las usas para transmitir emociones.

—Estoy de acuerdo contigo –corroboró él–. En mi caso, tengo un trabajo normal en una oficina normal. Simplemente me encargo de la contabilidad, no es creativo en absoluto. Creo que, por ese motivo, no soy especialmente hablador o imaginativo. Apenas recuerdo experiencias, suelen ser las mismas una y otra vez.

—En mi caso a veces me confundo –dijo ella–. No sé si son experiencias que he vivido, que he soñado o que he inventado. A veces creo que he cometido el peor de los pecados y me siento mal y luego me planteo si aquello no fue un sueño, puesto que no hay pruebas más que los recuerdos.

—Los recuerdos pueden ser engañosos –reconoció él–. Mira, justamente tengo un recuerdo muy vergonzoso. Me levanté una noche, de pequeño, y no sé por qué oriné en el fregadero. Creo que era porque la puerta del baño estaba cerrada. Mi madre apareció entonces y me preguntó que qué estaba haciendo. Como no recuerdo lo que pasó a continuación, no sé si fue un sueño, si es un recuerdo verdadero o si caminé sonámbulo.

—De ese tipo, sí. –La desconocida sonrió– ¿Ves? Es complicado saber de qué hablamos cuando contamos anécdotas. Una vez conocí a un guionista que se inventaba sus anécdotas. Decía que había nacido en Vietnam y que había estudiado en China. Hasta te hablaba algunas palabras. Era un mentiroso concienzudo. Cuando me enteré, se lo eché en cara. Y me respondió que, inventándose su vida, nadie podía entonces saber quién era en realidad.

—Eso ya está en el extremo de la paranoia –rio Félix. Ella asintió, sonriendo. Por los altavoces anunciaron de nuevo el retraso y algunos se levantaron para ir al servicio.

—Por cierto, me llamo Ruta –dijo ella, tendiéndole la mano.

—Félix, encantado de conocerte. –Le sorprendió el gesto. Normalmente las mujeres que conocía daban dos besos o no hacían gesto alguno. Pero ella le apretó la mano con seguridad.

—Ruta es un nombre polaco –explicó ella antes de que preguntara nada–. Significa “Ruth”, que es de origen hebreo. Mi abuela era polaca y a mis padres siempre les gustó Ruta.

—Es un nombre original y bonito –corroboró él–. Me recuerda a un personaje de un libro. No sé si lo habrás leído.

—¡Sí! ¡Claro! –Sonrió– Es de mis libros favoritos de la infancia. Mi hermano me los regaló porque, precisamente, salía una bruja con dicho nombre.

—¿Tienes hermanos? –preguntó él.

—Uno mayor y otro menor –respondió ella–. Ambos trabajan en Londres. El mayor como ingeniero y el menor como bailarín. ¡Ya ves! No soy el punto creativo de mi familia. Aunque supongo que haberme hecho ilustradora ayudó a mi hermano a contemplar opciones creativas.

—Yo no tengo hermanos –dijo Félix–. Tuve una hermana mayor, pero se suicidó cuando tenía ocho años y ella catorce. Es un recuerdo un poco triste, pero este sí sé que es un recuerdo.

—No tienes que hablar de ello si no quieres.

—Es extraño. Cuanto más tiempo pasa, menos me importa hablar de ello. Es como si sólo cuando comparto mis recuerdos con ella la hiciera real.

—No es tan extraño –dijo ella–. Los recuerdos, a veces, nos mantienen vivos.

—Supongo que sí –dijo él–. Aunque tampoco creas que me resultó traumático. Tenía ocho años y vivía con mi padre. Mi hermana había ido a visitar a mi madre, que trabajaba en Alemania. Iba a estar sólo un año, por lo que habían decidido que nosotros nos quedáramos aquí, con mi padre, y ella se fuera allí. Mi hermana la visitó y, al parecer, le pasó algo terrible. Mi madre nunca supo qué, dice que no la dejó sola en ningún momento. Mi hermana tampoco era una persona depresiva. Bueno, no quiero amargarte con esto. Sí que resulta raro contarle el suicidio de mi hermana a una desconocida.

—Ya no tanto –dijo ella–. Al menos conocemos nuestros nombres, y eso ya es importante.

—No suelo ser muy hablador y, quitando el suicidio de mi hermana, no me ha pasado nada remarcable. Pero hay algo en ti que hace que quiera hablar. O puede que esté muy aburrido.

—Ciertamente, la situación es surrealista –dijo ella con una sonrisa. Cruzó las piernas–. Estamos esperando que nuestro tren salga charlando cada uno con una persona a la que probablemente no volveremos a ver en la vida. ¿No crees que es el mejor momento para hablar? Al fin y al cabo, no nos podemos perjudicar usando los secretos del otro.

—No soy tan paranoico –dijo él–. No creo que la muerte de mi hermana sea algo que alguien pueda usar en mi contra. Fue doloroso en un determinado momento de mi vida, pero ya no. Todos maduramos y nos curamos las heridas.

—Razón de más para que hablemos. Venga, reconozco que tengo curiosidad.

Félix miró en derredor. Unos niños pasaron cerca, gritando y riendo. Un cansado padre les llamó, preocupado, con otra niña pequeña en brazos dormida. Al otro de Ruta había un tipo siniestro leyendo el periódico. A su lado, sin embargo, no había nadie. Estaba sentado en el último asiento. Se decidió entonces.

Continuará...
CARMEN SUÁREZ
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