—Cuando no estoy practicando sexo, me dedico a hornear bizcochos.
Mónica me lanzó su boletín de anatomía en tanto se desnudaba sin más claúsulas que el peppermint de sus ojos y la sonrisa de artillería que dejaba sin luz a las lápidas de mi apartamento. Yo vivía sólo, pobretón, ahorcado con el calendario, guerrillero antes que vampiro, dedicado a envenenar mis pozos. La habitación quedó envuelta en ron oscuro, en el baile de las anguilas oscilando alrededor del cigarrillo que se cegaba por momentos.
—Aún así, siempre me dejas el resto del azúcar –contesté destartalado y pulgoso, removiéndome entre las sábanas.
—La nieve de ayer tiene que pagarla alguien –volvió a sonreir, mostrándome la copa tulipán de sus nalgas duras. Parecían moverse algas y serraduras. Así ella se acercaba a la ventana y los pezones se tornaban marrasquinos.
El mínimo esfuerzo obtuvo recompensa. Ella remiró mis ojos de cuervo, maqueó sus tetas con cacao en polvo y se acuclilló junto a mí, como un chorro de agua fría. Siempre sonreía. Y regateaba. No deseaba que hablara de política aunque le gustara cubrirse los pechos con cartuchos de dinamita.
Llegó a mi apartamento por mi cumpleaños. El país se volvía moneda y raspa, insolencia y gallina. Y yo allí solo, viejo comunista de carbón, joven mariona atada a una piedra. Yo y mi espada toledana. Ni muebles, ni cuadros, ni memoria. Yo, solo.
Ella apareció con puntualidad, mordiendo mi bragueta con un "te quiero" de palos sobre mi culo. Traía en el bolsillo un matojo de cadaverina y los párpados ribeteados de gris plomo. Vaqueros ceñidos sin masticar, de una ferianta atmosférica, papel de reina que no sabe leer. Abrí la puerta del apartamento y las ruedas del reloj se cayeron de mi aliento, las horas de mi tarde fracasaron, las frutas se llenaron de azul claro.
Me detuve ante ella anotando mi última carrera, cortés y cobarde, adolescente y atómico. Recordé sus primeras lágrimas, cuando éramos estúpidos niños y todo nos conducía al mar, incluso las lágrimas fáciles. Ya por entonces su ombligo era la forma quieta de un ojo romano, el párpado del faro que se abría y cerraba en las paredes de mi casa. Eran otros entonces, de caminar hasta las entrañas de todo, de la guerra, de las piedras, de la sastrería ilusionante, de pintar acuarelas invisibles en nuestros cuerpos.
Cuando hacíamos el amor sangrábamos sobre el anillo de una plaza de toros imaginaria, comíamos pasteles hasta darnos con el hueso. Eran otros tiempos en que vivíamos en los espejos y cada vez que acabábamos entre las sábanas resonaba el sexo como la cubertería de plata de la abuela cayendo en racimos contra el suelo.
Moni llevaba el menisco de la luna en los ojos y una olla gitana en las pupilas. Fuera caía un frío vomitón y los tanques pegaban pedaladas de patrón oro. Con Moni me sentía a salvo cuando se desnudaba y brotaban la tequila y los garitos de sus páginas. Y su tanga ajetreado hablaba como un poni gallego al que se va a comer el lobo. Y sus pechos mínimos, de simulacro pero sinceros, pinceladas divertidas y osadas, se volvían borrachos cuando acercaba mi lengua.
Dejé mi espada junto a la verja del water, donde flotaban peces de colores y la programación de la televisión. Planteé colocar la espada entre los espacios del jabalí y el venado, entre los narcóticos de Moni y el saxo alegre de mi entrepierna.
Moni ojeó la espada, firme y templada como ella, suturada y suspendida como ella. Paraíso y dólar, como ella. Los macarrones que echamos en la bañera jugaban en la niebla londinense y parecían los ladrillos de risa de un imperio hecho de mierda y julepe. Rió y me lanzó jabón a la cara, acercó su oficio de salamanquesa y me extendió su latinfundio de picante. Su sexo brillaba medio loco, haciendo el pío pío del sol que quema. Se burlaba de mí y se buscaba la trampa para ratones, bailando entre sus dedos.
Pedí con la mirada que se tocara, que se torciese y me lloviese sobre la cara. Ella miraba la espada sobre el water y hacía bailar su piel de corderito y pastear sus tetas sobre el agua picadita y quieta. La guerra continuaba afuera, desde los refajos de los generales y la ortodoncia de los monstruos.
Moni traía consigo el camerino de la infancia. Entró en la bañera con un bocado de sangre caliente, como una labriega haciendo campo, como un mastín meneando el nervio. El cuerpo de Moni planeó sobre el viento tostado del baño; se desprendía del orden planetario así caían sus ropas aplastando el humo de las batallas. Reía con delicadeza higiénica, sin exceso de caldos. Sus barras de plata parecían clavarse pareadas y volverse navajada en la seda. Reía. El vientre y su carne sabían a tabaco y trigo, a toro negro y pinchazo. Al ruido original de la vida misma.
Aproximó su sexo en kilovoltios hasta mi boca, me hice el muerto antes de volver a nacer y el agua se abrió en ondas hasta que confirmé que yo era un Quijote bastardo y ella una Dulcinea de ombría. Vi en su pubis grabado a fuego la carta de postres que siempre esperé, la magnolia grande susurrarme; vi las aspas de un molino en tinta, una esvástica, una estrella de David, una rosa de los vientos; vi el zodiaco completo entonando un tiro que no mata.
Vi una lengua de dragón surcando su abdomen. Entonces la llamé por su nombre y perdí el equilibrio de la cruz. Lamí su sexo mientras ellla apretaba mi pene, tocaba su timbre y sembraba champán en mi boca. Sus nalgas goteaban cuerdas de remolque. Y el agua jabonosa llovía lechuzas recién abatidas.
Entonces me sonrió por última vez y me atravesó con la espada hasta partirla contra la nieve de la bañera. Quedé allí, contemplando el jardín cubriéndose de arterias y unicornios. Moni avanzó desnuda hasta la puerta, hecha mariposa color magenta. Resonaba como aquella cubertería de plata al caer al suelo. Me sonrió, le sonreí. Así quietos, escuchando la emisora del agua dando voces a la sangre, hasta que mis ojos quedaron sumergidos.
A los amores posibles y a los imposibles, a quienes creen y a los que no.
A los políglotas que buscan en el sexo y en el mundo el mutismo necesario para no meter la pata.
Mónica me lanzó su boletín de anatomía en tanto se desnudaba sin más claúsulas que el peppermint de sus ojos y la sonrisa de artillería que dejaba sin luz a las lápidas de mi apartamento. Yo vivía sólo, pobretón, ahorcado con el calendario, guerrillero antes que vampiro, dedicado a envenenar mis pozos. La habitación quedó envuelta en ron oscuro, en el baile de las anguilas oscilando alrededor del cigarrillo que se cegaba por momentos.
—Aún así, siempre me dejas el resto del azúcar –contesté destartalado y pulgoso, removiéndome entre las sábanas.
—La nieve de ayer tiene que pagarla alguien –volvió a sonreir, mostrándome la copa tulipán de sus nalgas duras. Parecían moverse algas y serraduras. Así ella se acercaba a la ventana y los pezones se tornaban marrasquinos.
El mínimo esfuerzo obtuvo recompensa. Ella remiró mis ojos de cuervo, maqueó sus tetas con cacao en polvo y se acuclilló junto a mí, como un chorro de agua fría. Siempre sonreía. Y regateaba. No deseaba que hablara de política aunque le gustara cubrirse los pechos con cartuchos de dinamita.
Llegó a mi apartamento por mi cumpleaños. El país se volvía moneda y raspa, insolencia y gallina. Y yo allí solo, viejo comunista de carbón, joven mariona atada a una piedra. Yo y mi espada toledana. Ni muebles, ni cuadros, ni memoria. Yo, solo.
Ella apareció con puntualidad, mordiendo mi bragueta con un "te quiero" de palos sobre mi culo. Traía en el bolsillo un matojo de cadaverina y los párpados ribeteados de gris plomo. Vaqueros ceñidos sin masticar, de una ferianta atmosférica, papel de reina que no sabe leer. Abrí la puerta del apartamento y las ruedas del reloj se cayeron de mi aliento, las horas de mi tarde fracasaron, las frutas se llenaron de azul claro.
Me detuve ante ella anotando mi última carrera, cortés y cobarde, adolescente y atómico. Recordé sus primeras lágrimas, cuando éramos estúpidos niños y todo nos conducía al mar, incluso las lágrimas fáciles. Ya por entonces su ombligo era la forma quieta de un ojo romano, el párpado del faro que se abría y cerraba en las paredes de mi casa. Eran otros entonces, de caminar hasta las entrañas de todo, de la guerra, de las piedras, de la sastrería ilusionante, de pintar acuarelas invisibles en nuestros cuerpos.
Cuando hacíamos el amor sangrábamos sobre el anillo de una plaza de toros imaginaria, comíamos pasteles hasta darnos con el hueso. Eran otros tiempos en que vivíamos en los espejos y cada vez que acabábamos entre las sábanas resonaba el sexo como la cubertería de plata de la abuela cayendo en racimos contra el suelo.
Moni llevaba el menisco de la luna en los ojos y una olla gitana en las pupilas. Fuera caía un frío vomitón y los tanques pegaban pedaladas de patrón oro. Con Moni me sentía a salvo cuando se desnudaba y brotaban la tequila y los garitos de sus páginas. Y su tanga ajetreado hablaba como un poni gallego al que se va a comer el lobo. Y sus pechos mínimos, de simulacro pero sinceros, pinceladas divertidas y osadas, se volvían borrachos cuando acercaba mi lengua.
Dejé mi espada junto a la verja del water, donde flotaban peces de colores y la programación de la televisión. Planteé colocar la espada entre los espacios del jabalí y el venado, entre los narcóticos de Moni y el saxo alegre de mi entrepierna.
Moni ojeó la espada, firme y templada como ella, suturada y suspendida como ella. Paraíso y dólar, como ella. Los macarrones que echamos en la bañera jugaban en la niebla londinense y parecían los ladrillos de risa de un imperio hecho de mierda y julepe. Rió y me lanzó jabón a la cara, acercó su oficio de salamanquesa y me extendió su latinfundio de picante. Su sexo brillaba medio loco, haciendo el pío pío del sol que quema. Se burlaba de mí y se buscaba la trampa para ratones, bailando entre sus dedos.
Pedí con la mirada que se tocara, que se torciese y me lloviese sobre la cara. Ella miraba la espada sobre el water y hacía bailar su piel de corderito y pastear sus tetas sobre el agua picadita y quieta. La guerra continuaba afuera, desde los refajos de los generales y la ortodoncia de los monstruos.
Moni traía consigo el camerino de la infancia. Entró en la bañera con un bocado de sangre caliente, como una labriega haciendo campo, como un mastín meneando el nervio. El cuerpo de Moni planeó sobre el viento tostado del baño; se desprendía del orden planetario así caían sus ropas aplastando el humo de las batallas. Reía con delicadeza higiénica, sin exceso de caldos. Sus barras de plata parecían clavarse pareadas y volverse navajada en la seda. Reía. El vientre y su carne sabían a tabaco y trigo, a toro negro y pinchazo. Al ruido original de la vida misma.
Aproximó su sexo en kilovoltios hasta mi boca, me hice el muerto antes de volver a nacer y el agua se abrió en ondas hasta que confirmé que yo era un Quijote bastardo y ella una Dulcinea de ombría. Vi en su pubis grabado a fuego la carta de postres que siempre esperé, la magnolia grande susurrarme; vi las aspas de un molino en tinta, una esvástica, una estrella de David, una rosa de los vientos; vi el zodiaco completo entonando un tiro que no mata.
Vi una lengua de dragón surcando su abdomen. Entonces la llamé por su nombre y perdí el equilibrio de la cruz. Lamí su sexo mientras ellla apretaba mi pene, tocaba su timbre y sembraba champán en mi boca. Sus nalgas goteaban cuerdas de remolque. Y el agua jabonosa llovía lechuzas recién abatidas.
Entonces me sonrió por última vez y me atravesó con la espada hasta partirla contra la nieve de la bañera. Quedé allí, contemplando el jardín cubriéndose de arterias y unicornios. Moni avanzó desnuda hasta la puerta, hecha mariposa color magenta. Resonaba como aquella cubertería de plata al caer al suelo. Me sonrió, le sonreí. Así quietos, escuchando la emisora del agua dando voces a la sangre, hasta que mis ojos quedaron sumergidos.
A los amores posibles y a los imposibles, a quienes creen y a los que no.
A los políglotas que buscan en el sexo y en el mundo el mutismo necesario para no meter la pata.
J. DELGADO-CHUMILLA