Una de las ilusiones en las que se embarcan las parejas que van a ser padres es la búsqueda del nombre para su futuro vástago. Creo que esta es una experiencia que, generación tras generación, se renueva. Y es que el nombre va a ser, tras saber si será niño o niña, lo que le va a dar identidad, pues el nombre elegido, a menos que años después se opte por modificarlo, le acompañará toda la vida, desde el nacimiento a la muerte.
¿Y a cuento de qué traigo este tema en esta ocasión? La verdad es que tenía en marcha otro para esta semana, pero resulta que al corregir el trabajo de investigación que llevó a cabo una alumna en un colegio de un pueblo de Jaén me tropecé con algo que me dejó pasmado; algo que no había visto a lo largo de mi vida (y mira que ya ha sido larga). Pero es mejor que empecemos por el principio.
Cuando hace tiempo accedí a la Universidad, mi idea era la aproximación real a los estudiantes, y la mejor manera de hacerlo era aprendiéndome sus nombres, pues no es lo mismo dirigirte a ellos de manera impersonal que llamándoles por algo que es su seña de identidad personal.
Lo cierto es que por entonces predominaban los nombres tradicionales, es decir esos que se transmiten familiarmente de padres (o abuelos) a los hijos. No era de extrañar que por aquellos años surgieran nombres bastantes raros o pocos conocidos, como es el del que firma este artículo, “heredado” de su abuelo vía materna.
Con el paso del tiempo, perdió fuerza la tradición familiar y los nuevos padres optaban por buscar un nombre que fuera bonito, atractivo y no muy frecuente. En realidad, también era una opción lógica, ya que si algún día que estamos aburridos y queremos entretenernos un poco podemos entrar en el santoral cristiano (ahora es muy fácil con un buscador) y alucinar con algunos nombres que aparecen y que, ni por asomo, hemos escuchado alguna vez.
Sorprendentes y problemáticos para quienes los portan. Y me viene a la mente como ejemplo lo que, en cierta ocasión me comentaba un alumno, al hablar de este tema. Me apuntaba que su abuelo paterno estaba empeñado, cuando su madre se encontraba embarazada, que le pusieran su nombre. Por suerte, sus padres se negaron en redondo.
“Bueno, es que si me hubieran puesto el nombre de mi abuelo seguro que me hubiera suicidado”, me dijo entre bromas. “Antonio (que así era su nombre), por curiosidad, ¿cómo se llamaba tu abuelo?”, le pregunto esperando un nombre mucho más raro que el mío. “Pues se llamaba Canuto”. “Te comprendo”, cerré participando de las risas de mi interlocutor.
En la actualidad, uno ya no tiene que acudir al santoral cristiano, sino que puede optar por el nombre que se desee. Esto ha dado lugar a que se hayan arrinconado al baúl de los trastos viejos nombres que antes eran frecuentes.
Los tiempos cambian aceleradamente, y sobre esto lo confirman los nombres propios. Así, vemos a esa pareja de superfamosos formada por Piqué y Shakira que, en un rapto de imaginación y fantasía, le han puesto a su retoño el nombre de un equipo italiano: Milan (sin acento, para no confundirlo con la denominación de esa bella ciudad de Italia).
Puesto que yo sigo con la tradición de aprenderme de memoria el nombre de mis alumnos, encuentro una tendencia que a ellos mismos se la explico y que consiste en poner nombres compuestos que tradicionalmente no han estado unidos.
No se trata, por ejemplo, de José Antonio, José Manuel, Francisco José…, o de María Luisa, María del Carmen… En el caso femenino, suele aparecer el nombre de María colocado detrás, tendencia muy fuerte en la actualidad. En el masculino, podrían ser Antonio Rafael, Luis Francisco o Javier Enrique.
Lógicamente, no puedo objetar nada en contra de ningún nombre, pero les indico que les voy a llamar por uno de ellos, el que usen habitualmente, pues el formado por los dos me cuesta más aprendérmelo.
De todos modos, lo que más me ha llamado la atención, tal como he apuntado al principio, son los nombres singulares que encuentro en los chicos o chicas de hoy en día, y que los alumnos me los indican en sus trabajos.
“Manolo, ¿qué significa Yester, el nombre de este niño que aparece en tu trabajo?”. “Es que sus padres admiraban mucho a los Beatles”, me responde el alumno al que le interrogo. “¿Y eso qué tiene que ver?”. “Bueno, sus padres le pusieron Yesterday, esa famosa canción de Paul McCartney, pero en el cole se lo han abreviado”.
La verdad, es que llamarse Yesterday es original, pero imagino que al que porta ese nombre con el tiempo le puede conducir a situaciones o caminos poco deseados.
También, como hay mucha gente para la cual la tele es algo así como un altar familiar, en cuyas pantallas aparece lo más granado de la sociedad y del mundo, no es de extrañar que en sustitución de esos mártires o santas tan raros y con tan poco glamour acudan a personajes que hayan ocupado muchas horas en la pantalla doméstica.
Solo así se explica que en otra ocasión, en un trabajo de una alumna, viera escrito el nombre de una pequeña a la que sus padres le habían puesto Ladydi. Hay que entender que la “Princesa del pueblo” británica no hacía mucho había muerto en un terrible accidente de tráfico en las calles de París y que todas las televisiones del mundo, llorando, nos habían estado informando días y días de lo sucedido y de las posteriores exequias.
En fin, cada pareja es libre de plantar sobre sus futuros bebés el nombre que consideran más adecuados para ellos. Con todo, algunas deberían de pensárselo antes de registrarlos con algunos nombres.
Bien, como dije al principio, hace unos días me encontré el nombre de un niño cuyos padres le habían puesto, nada más y nada menos, que Stalin (bueno, lo castellanizaron y le pusieron una “e” delante).
Yo me imagino que la pobre criatura, ahora de tres años, cuando conozca la historia de este personaje que condujo a la Unión Soviética con puño de hierro (por decirlo suavemente), se echará las manos a la cabeza y acudirá al Registro Civil a hacer el cambio lo más pronto posible.
O quizás, por el contrario, se muestre orgulloso de portar un nombre tan “prestigioso”, porque la fama, el ser conocido (aunque sea para lo malo, como me dijeron en cierta ocasión) es lo más importante en esta sociedad de la imagen y la apariencia. ¿O no?
Si lo desea, puede compartir este contenido:¿Y a cuento de qué traigo este tema en esta ocasión? La verdad es que tenía en marcha otro para esta semana, pero resulta que al corregir el trabajo de investigación que llevó a cabo una alumna en un colegio de un pueblo de Jaén me tropecé con algo que me dejó pasmado; algo que no había visto a lo largo de mi vida (y mira que ya ha sido larga). Pero es mejor que empecemos por el principio.
Cuando hace tiempo accedí a la Universidad, mi idea era la aproximación real a los estudiantes, y la mejor manera de hacerlo era aprendiéndome sus nombres, pues no es lo mismo dirigirte a ellos de manera impersonal que llamándoles por algo que es su seña de identidad personal.
Lo cierto es que por entonces predominaban los nombres tradicionales, es decir esos que se transmiten familiarmente de padres (o abuelos) a los hijos. No era de extrañar que por aquellos años surgieran nombres bastantes raros o pocos conocidos, como es el del que firma este artículo, “heredado” de su abuelo vía materna.
Con el paso del tiempo, perdió fuerza la tradición familiar y los nuevos padres optaban por buscar un nombre que fuera bonito, atractivo y no muy frecuente. En realidad, también era una opción lógica, ya que si algún día que estamos aburridos y queremos entretenernos un poco podemos entrar en el santoral cristiano (ahora es muy fácil con un buscador) y alucinar con algunos nombres que aparecen y que, ni por asomo, hemos escuchado alguna vez.
Sorprendentes y problemáticos para quienes los portan. Y me viene a la mente como ejemplo lo que, en cierta ocasión me comentaba un alumno, al hablar de este tema. Me apuntaba que su abuelo paterno estaba empeñado, cuando su madre se encontraba embarazada, que le pusieran su nombre. Por suerte, sus padres se negaron en redondo.
“Bueno, es que si me hubieran puesto el nombre de mi abuelo seguro que me hubiera suicidado”, me dijo entre bromas. “Antonio (que así era su nombre), por curiosidad, ¿cómo se llamaba tu abuelo?”, le pregunto esperando un nombre mucho más raro que el mío. “Pues se llamaba Canuto”. “Te comprendo”, cerré participando de las risas de mi interlocutor.
En la actualidad, uno ya no tiene que acudir al santoral cristiano, sino que puede optar por el nombre que se desee. Esto ha dado lugar a que se hayan arrinconado al baúl de los trastos viejos nombres que antes eran frecuentes.
Los tiempos cambian aceleradamente, y sobre esto lo confirman los nombres propios. Así, vemos a esa pareja de superfamosos formada por Piqué y Shakira que, en un rapto de imaginación y fantasía, le han puesto a su retoño el nombre de un equipo italiano: Milan (sin acento, para no confundirlo con la denominación de esa bella ciudad de Italia).
Puesto que yo sigo con la tradición de aprenderme de memoria el nombre de mis alumnos, encuentro una tendencia que a ellos mismos se la explico y que consiste en poner nombres compuestos que tradicionalmente no han estado unidos.
No se trata, por ejemplo, de José Antonio, José Manuel, Francisco José…, o de María Luisa, María del Carmen… En el caso femenino, suele aparecer el nombre de María colocado detrás, tendencia muy fuerte en la actualidad. En el masculino, podrían ser Antonio Rafael, Luis Francisco o Javier Enrique.
Lógicamente, no puedo objetar nada en contra de ningún nombre, pero les indico que les voy a llamar por uno de ellos, el que usen habitualmente, pues el formado por los dos me cuesta más aprendérmelo.
De todos modos, lo que más me ha llamado la atención, tal como he apuntado al principio, son los nombres singulares que encuentro en los chicos o chicas de hoy en día, y que los alumnos me los indican en sus trabajos.
“Manolo, ¿qué significa Yester, el nombre de este niño que aparece en tu trabajo?”. “Es que sus padres admiraban mucho a los Beatles”, me responde el alumno al que le interrogo. “¿Y eso qué tiene que ver?”. “Bueno, sus padres le pusieron Yesterday, esa famosa canción de Paul McCartney, pero en el cole se lo han abreviado”.
La verdad, es que llamarse Yesterday es original, pero imagino que al que porta ese nombre con el tiempo le puede conducir a situaciones o caminos poco deseados.
También, como hay mucha gente para la cual la tele es algo así como un altar familiar, en cuyas pantallas aparece lo más granado de la sociedad y del mundo, no es de extrañar que en sustitución de esos mártires o santas tan raros y con tan poco glamour acudan a personajes que hayan ocupado muchas horas en la pantalla doméstica.
Solo así se explica que en otra ocasión, en un trabajo de una alumna, viera escrito el nombre de una pequeña a la que sus padres le habían puesto Ladydi. Hay que entender que la “Princesa del pueblo” británica no hacía mucho había muerto en un terrible accidente de tráfico en las calles de París y que todas las televisiones del mundo, llorando, nos habían estado informando días y días de lo sucedido y de las posteriores exequias.
En fin, cada pareja es libre de plantar sobre sus futuros bebés el nombre que consideran más adecuados para ellos. Con todo, algunas deberían de pensárselo antes de registrarlos con algunos nombres.
Bien, como dije al principio, hace unos días me encontré el nombre de un niño cuyos padres le habían puesto, nada más y nada menos, que Stalin (bueno, lo castellanizaron y le pusieron una “e” delante).
Yo me imagino que la pobre criatura, ahora de tres años, cuando conozca la historia de este personaje que condujo a la Unión Soviética con puño de hierro (por decirlo suavemente), se echará las manos a la cabeza y acudirá al Registro Civil a hacer el cambio lo más pronto posible.
O quizás, por el contrario, se muestre orgulloso de portar un nombre tan “prestigioso”, porque la fama, el ser conocido (aunque sea para lo malo, como me dijeron en cierta ocasión) es lo más importante en esta sociedad de la imagen y la apariencia. ¿O no?
AURELIANO SÁINZ