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La conciencia dormida

Para abandonar esta etapa de pesimismo en la que vivimos y dar comienzo a otra en la que la felicidad sea un valor constante, tenemos que dedicar un tiempo prudente y necesario a despertar nuestra conciencia. La conciencia dormida, y el consiguiente abandono de responsabilidades en manos de personas con la conciencia dormida, es lo que ha provocado la situación en la cual nos encontramos actualmente, uno de los mayores altos en el camino de nuestra historia reciente.

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Nos equivocamos al culpar a políticos y banqueros de todos nuestros males y, sobre todo, al poner en ellos toda nuestra esperanza y confianza, y ninguna en nosotros mismos. La falta de conciencia, o la conciencia dormida, hace que votemos, o nos abstengamos, sin conocer el programa electoral de un partido, o lo aceptemos sin rechistar, o no hagamos ninguna propuesta de mejora que dé sentido a la democracia.

Si no opinamos, o no podemos opinar, sobre los asuntos que nos competen a todos, estamos delegando toda nuestra responsabilidad en nuestros representantes. Todo el poder político que emana del pueblo soberano en forma de millones de votos se acumula en muy pocas manos el día siguiente al de las elecciones y hasta cuatro años después.

Pero la conciencia está aún más dormida a la hora de ejercer su poder económico. Si nuestra voluntad, o el poder de llevar a cabo una decisión, se desprende de nuestro voto y no se retoma hasta las siguientes elecciones, el dinero que ahorramos, gastamos o invertimos, nuestro poder económico, pasa por nuestras manos sin que apenas sepamos de donde viene y adonde va.

Todas las personas que intervienen en nuestra vida, tanto a nivel local como a nivel global, pueden ser consideradas extensiones o reflejos de nuestra propia personalidad, en la medida en que las entendemos, las rechazamos, las toleramos, las admiramos o las protegemos. De esta manera, el partido al que votamos es quien representa nuestra voluntad en las instituciones, como el banco en el que ahorramos representa la hucha inteligente en la que todas las personas depositamos nuestro dinero.

El problema aparece cuando la hucha es más inteligente que la parte consciente que nos representa en la institución. Y la inteligencia que decide qué se hace con la hucha no es la nuestra, la de la ciudadanía, sino la de muy pocas personas que no representan ni se mueven en absoluto por los intereses comunes de toda la población mundial, sobre la que influyen. Es una inteligencia con muy poca conciencia que defiende los intereses de un mecanismo humano defectuoso que asegura su supervivencia pero no ofrece ninguna garantía de felicidad.

En la etapa de la revolución de las telecomunicaciones que está empezando ahora, apenas si se ha sofisticado el mundo del comercio, la economía y las finanzas en la segunda mitad del siglo XX. El mundo de la cultura, la ciencia y las humanidades no ha experimentado todavía la transformación que sufrirá cuando las nuevas formas de comunicación globalicen este conocimiento como sí está ocurriendo ya con el económico.

De una manera u otra, el poder económico de bancos y grandes empresas, o sea, nuestra hucha, es tan grande que anula el poder político de nuestros representantes en las instituciones, es decir, quienes ejercen nuestra voluntad en nuestro nombre. Tanto que es el primero quien dicta las leyes al segundo sin contar con la ciudadanía. En otras palabras, la conciencia dormida que maneja nuestro dinero en los bancos controla a su antojo la escasa conciencia que nos representa en las instituciones.

A estas alturas de la reflexión solemos gritar a los cuatro vientos que no nos representan. Les echamos toda la culpa de las guerras que provocan, de los tiranos que colocan en los gobiernos, de las altas cifras de desempleo, de la baja calidad y escasa libertad de los medios de comunicación. Pero olvidamos que, siempre, siempre ejercen un poder, político o económico, que emana única y exclusivamente del pueblo soberano. Y aquí es donde tenemos que despertar al inconsciente para que tome conciencia del inmenso poder que está delegando en ciertas cúpulas sin darse cuenta.

Los hábitos de consumo, consumo de bienes materiales, de bienes culturales, de sensaciones placenteras o de entretenimiento, están extensa e intensamente monitorizados a través de bases de datos digitales que ya se están sofisticando desde que empezó la revolución global de las telecomunicaciones. La lista de la compra y los índices de audiencia otorgan un inmenso poder a quienes manejan estos datos a diario, reflejo de nuestro comportamiento mayoritariamente inconsciente, en comparación con el mínimo poder consciente que otorgamos cada cuatro años a un representante político.

La conciencia dormida del ser humano que toma las decisiones que afectan a todo el planeta, permite, y hasta provoca, que ocurran infinitas injusticias como las relacionadas con el hambre, la explotación infantil y las guerras a nivel global, o el desempleo, la pobreza, los suicidios y la corrupción a nivel nacional. Y lo hace porque una mayoría de personas le da ese poder y apoya cualquier tipo de medida siempre que el mecanismo del que es parte garantice la existencia de recursos y bienes materiales, aunque no haya para todo el mundo ni garanticen la propia felicidad personal.

Despertar la conciencia no es tarea fácil. Ni tan fácil para unos como pueda serlo para otros. Tampoco resulta sencillo cambiar la forma de ver la vida por voluntad propia. Pero estamos atravesando una época de cambios históricos, con unas herramientas de comunicación que antes sólo estaban al alcance de quienes controlaban el mundo, y que hoy están siendo usadas por cientos de millones de personas en red. Unas herramientas que podemos usar por fin para abocar al ser humano a su propia felicidad, yendo un paso más allá de lo que se ha podido avanzar doscientos años después del estallido de la Revolución Industrial.

MIGUEL ÁNGEL HERENCIA
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