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Hijos de perra

El Día de Reyes no es un día para ser diablo y tener los pies calientes; es un día para plomar descalzo, para loquear con el retrato robot de la felicidad pelona y darle una hostia a la tramoya mientras la chiquillería procesiona romances de titanio. Es un día para cantarle alegremente a las muñecas un menú de viejos, para morir desnudo mirando al sol, para traerse las arenas de la playa y no preocuparse por el nublado que pueda estropear la torta. Es un día de encuentros y ladridos en el convento. Los pequeños de la casa tijeretean con los dientes y repeinan las alfombras.

Las calles no volverán a ser las mismas sin las navajadas de la madrugada, sin la orina de los bisontes, sin los meteoritos parroquianos ni la margarina de los abrazos. ¿En qué pentagrama satánico se darán el lote ahora los adolescentes?

Las calles dejarán de vestirse de carlismo circular y marengo: se despiden el alcohol, el tabaco y la pólvora hasta la próxima guerra. Lo siento, Mister Conde de la Cortina, Montilla es carlista a pedradas y a spray, pero sírvala en tacos mejicanos y solomillo de santones para que recupere su oropel de Iluminada.

La Navidad se ha marchado.

El arbolito no volverá a verse rejoneado ni a sus agujas cubiertas de salsa boloñesa; el árbol exhumado no olfateará leoneras ni le verá las pestañas al sol hasta el año que viene. Seguirá siendo un somier para la risa hasta que suenen de nuevo las castañuelas de los fríos.

La mañana de Reyes es la jabonadura portentosa en la que los más pequeños suben histéricos las montañas del sueño, sus risas pisotean todos los surtidos de oros y sus ojos se abren como la caballería luminosa de un cartel de El Corte Inglés. Ahora que el árbol muerto procesiona fusilado y en pelotas camino del trastero, ahora que los mármoles rosas se marchan con la marina mercante y el merengue, ahora toca volver al ambiente demoledor, al granito sobre la chepa.

Ahora toca descubrir el perchero donde arrojamos la funesta crisis pagadera para devolverla a su condición de fantasma de dormitorio. Toca colgarnos de nuevo la pitón en la enredadera de la cuenta corriente que ahora pía en la garganta y habremos de volver a las condiciones invernales, volver a la moyana mojada en lágrimas, a la aterradora magnitud del whisky que se niebla con un porro de Drácula.

Permanecerá la quincalla de lo poquito, la lengua se dormirá en piedra de mechero y se nos caerá el sudor por las bóvedas. La marina mercante se larga, sí, y la lumbre con rímel; se funden los cañones como ayer se fundieron los plomos y todos migamos el rostro ante el espejo rasando los cuernos con gomina y acordándonos de que toda droga pasa por las tetas de una señorita y de que el agua es para los peces que nadan bien.

Es inevitable no recular ante el monorritmo de ese grito de golondrina que nos conduce al pastel sobre cartón donde Munch nos pegó un tiro de lejía para la posteridad. Volveremos al grito sordo, al metrallazo del día a día y al amago hitleriano por tapiar puertas y configurar paredes.

En definitiva, comienza el largo exilio, las lavadoras se llevan el paso de los ejércitos y a la gota del Fairy se le jode la escopeta. Esto es así. Quisimos ser fascistas de limosina, pintamos la comedia con tiza y abusamos de las bolas chinas.

No quisimos ver las cargas de profundidad, no esperábamos que la fruta se pudriese y no supimos leer entre líneas las mentiras de los muertos. Y es que esta vida, como la Navidad, como en la comedia de nuestro desaparecido Paco Morán, es un apagón contínuo, es morder tela y beber coñac, es tomar el color de enmedio y hay que vivirla extramuros sin perder de vista el arma más eficaz de un soldado en la batalla: el abrelatas.

La vida y la muerte, pared con pared.

Retrotando con mi hijo Juan por unas calles desiertas en una de esas mañanas donde las guerrillas montillanas dormitaban con Verona en la tumba fresita de Julieta, me percaté de los fallos que habíamos cometido como sociedad avanzada. El pavo de Bécquer en sus memorias lo expresó de forma certera y demoledora: "Me pregunto que si a meterme catorce nueces por el culo le llaman en este país darle de comer a alguien".

El niño, que a veces lleva apellido talibán y otras, monárquicamente hablando, es el rey del rececho, insistió en montarse en una atracción que era la réplica de un tanque Abrahams (ya saben, el tanque que se manchó la falda con la arena del desierto de Irak) y cuya melodía ambiental era la Lambada (latigazos que le daban a los negros).

Me gustaba la melodía y que el bicho no despidiese proyectiles sin Sonotone, pero en ese momento advertí la presencia de un pequeño perro con movimientos sísmicos a nuestro alrededor.

Era precioso, color canela, de la canela con la que los chinos fabricaban momias y yo le meto una mujer al café, color amontillado, un saco de huesos con sueter de avellanas. Sus ojos tristes, un mar azul tiroteado. Su temperatura, la de una criatura que vive en tómbolas hasta que le toca un cabrón.

Me olisqueó como el que olisquea una casa en alquiler; yo le correspondí con una sonrisa mientras el tanque del Sonotone –tenaza de sarmientos con la que América hace las guerras- continuaba mandando al paredón a dos gorriones incautos que no supieron que los poyetes no les pertenecen.

Él, cambió de taco y se marchó a la otra acera, con su miedo enlosado. De repente, y esto es lo curioso, oteó la figura de un viejo armado de cayado que andaba masturbando al aire, debatiéndose en paisaje con sonrisa aristocrática. De estos viejos que atropellan a los coches y se lavan como las vacas.

Sorpresa. El perro se postró frente al escaparate de una tienda de zapatos y allí se quedó, disimulando. Disimulando que era un comprador posible, regateando la arqueología del miedo, rateando el tiempo.

Se la jugó entre truenos sabiendo que la muerte huele a acorralamiento, a flores, polvo y tierra. Se la jugó mientras el viejo incendiaba campos de tabaco y arrastraba las sombras de su defunción.

Él no quería acabar en un pozo, acabar quemado vivo, acabar ahorcado o cazado por el palo frito de un desaprensivo. Tan sólo era un perro chico, hambriento en medio de una regata de malnacidos, solito en un mundo de mechas a punto de arder.

Disimuló y se camufló de comprador, de araña de nuestro tiempo. Y yo ahora lo pienso, pasadas las fiestas, pasado el derrame, y me digo a mí mismo: "Es todo un hijo de perra. Tiene pinta de ser buena persona. Suerte, amigo". Y lo digo bien: "Buena persona". ¿Nosotros? Monos con telarañas.

A Manolín Ruiz Luque, con todo mi apoyo
A mi viejo amigo Nilo: siento no poder pasar más tiempo contigo, amigo.
Contigo, que tanto me has enseñado sobre la amistad.


J. DELGADO-CHUMILLA
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