El cadáver de una mujer bonita presenta la mirada de la menta fuerte, de las banderas infestadas de arañas bajo un sol amillonado, rico en retratos fanfarrones. El cuerpo sin vida de una mujer hermosa despide un arcoiris de plastilina, es la lata que va robando a la lluvia un beso suave de ginebra. No hay nubarrones, no existe la coma del traidor ni el etcétera que muere agotado. Una joven muerta tiene limpias sus tuercas, limpias las bengalas de sus besos.
Se llamaba Neiva. O eso me hizo creer un acueducto de hormigas que corrían pólvora junto a su cuerpo. Mujeres jóvenes muertas,ventanitas de cada casa con las medidas de un nicho futuro. Sí, ella tenía la mirada marina del dry gin, la mirada salvaje del oso al que la primavera le pone tocador y navaja y, después, le asigna un trofeo con polvo. Tenía un arte tormentario, repartía ribetes de seda en busca de ese azul, del azul angélico, del azul seguro, de ese caballito azul desde el que nos caemos al hacernos mayores.
Cuando llegué hasta ella sentí un cuchillo pintando sílabas en mis pupilas. Sí, sus ojos eran una estufa helada, eran un estanque que ha vomitado a sus peces y retienen esos charcos que han sido pisados a cámara lenta una noche de Navidad cualquiera.
Ojos fijados en el cielo, en el cielo cifrado, en la clementina que llora podrida, en ese cielo donde cada cual escucha el disco que quiere. Dios, el dueño de los tejados, el nadie infinito, qué sé yo.... El que malbarata y tira prosa al paraíso. La cuestión es que Él, ella, el Creador, la bombilla del castillo en ruinas, leía la partitura en sus ojos, hacía su trabajo en coche. La convertía en tinta china.
Permanecí inmóvil, fulminado, sudando la cerveza helada de un grifo, como un barril repleto de dinamita a punto de estallar. Me abrazaba el negocio oscuro de un murciélago. Puedo decirles que vi una habitación sin fondo, una cancela en el campo, un Amazonas de risas infantiles alrededor del cuerpo de ella, hermosa, frágil, como una copla a punto de nieve.
Todo era amenazante a mi alrededor, toda aquella energía demoníaca del campo en silencio; todo ese ojeo pardo que picoteaba la sangre caliente, ese juego azucarado que mata y arroja flores al mismo tiempo. ¿No es acaso así la vida? Un juego azucarado, una legaña que se marcha a otra revolución porque sí, porque siempre hay vacantes en la refinería de petróleo.
No sé cuanto tiempo estuve plantado como un ciervo al que han alcanzado con bala en una tarde de Baileys. Una chica muerta en accidente de tráfico. Un coche siniestrado, mondando la patata caliente, haciendo columpio con la caliza del campo.
Ves a una mujer dulce, guapa, ejecutada por un hacha sin misericordia cuando escuchaba los Diamonds de Rihanna, cuando leía las lanzas del camino y se sujetaba el sudor de chica enamorada que acude a buscar la sonrisa en los xilófonos. Es la garganta escolar que rueda por las estrellas. Y cae montada en las fotografías rubias de su madre cuando nació sin fiebres. Es el costado de arena, la vida de todos, la suerte de un lobo que muere en las candelas.
Desconozco su nombre. Incluso dudo de que haya existido fuera de mis estrofas. Lo cierto es que corrí bajo el viento de los segundos haciéndose salados en mí, susurrándome gota a gota con pistolas en la boca. Aquella explosión parecía una conjura siniestra, una batalla temible. Veía trozos de vía, volantes de tractor, soldaditos de plomo en la lejanía, leche caliente en las nubes. Contemplaba peatones con un número de lotería en las manos.
Primero fue un estruendo, un derribar de paredes, una ristra de jinetes locos, un fuego predatorio, un grito aislado remolcado por las montañas. Después, la quietud y los círculos del aire agitando cadenas junto al júbilo funeral de los pájaros.
Bajé aprisa, los pulmones con las garras tendidas, la tierra ladraba a mis oídos y yo, flotando en las rodajas de aquella colina. Allí estaba ella. Despedida. Su cuerpo portentoso. Su falda vuelta hacia la cara. Sus ojos pintados de naturaleza, su lengua como mano abierta.
Le lloré. Bajo aquel olivo. El coche se hacía pastel de difuntos, país de oscuridad. Llegaban las ambulancias y yo sólo supe habitarme a mí mismo, correr a las pegatinas de la vida, rajarme la boca con lamentos.
A todos los jóvenes muertos en accidentes de tráfico
A Pepe Baena (hijo): si lees este relato, me gustaría que me revelases el nombre de aquella chica cuya muerte te impactó sobremanera. Me gustaría dedicarle unas líneas...
A mi sobrina Ana Aguilar Delgado.
Se llamaba Neiva. O eso me hizo creer un acueducto de hormigas que corrían pólvora junto a su cuerpo. Mujeres jóvenes muertas,ventanitas de cada casa con las medidas de un nicho futuro. Sí, ella tenía la mirada marina del dry gin, la mirada salvaje del oso al que la primavera le pone tocador y navaja y, después, le asigna un trofeo con polvo. Tenía un arte tormentario, repartía ribetes de seda en busca de ese azul, del azul angélico, del azul seguro, de ese caballito azul desde el que nos caemos al hacernos mayores.
Cuando llegué hasta ella sentí un cuchillo pintando sílabas en mis pupilas. Sí, sus ojos eran una estufa helada, eran un estanque que ha vomitado a sus peces y retienen esos charcos que han sido pisados a cámara lenta una noche de Navidad cualquiera.
Ojos fijados en el cielo, en el cielo cifrado, en la clementina que llora podrida, en ese cielo donde cada cual escucha el disco que quiere. Dios, el dueño de los tejados, el nadie infinito, qué sé yo.... El que malbarata y tira prosa al paraíso. La cuestión es que Él, ella, el Creador, la bombilla del castillo en ruinas, leía la partitura en sus ojos, hacía su trabajo en coche. La convertía en tinta china.
Permanecí inmóvil, fulminado, sudando la cerveza helada de un grifo, como un barril repleto de dinamita a punto de estallar. Me abrazaba el negocio oscuro de un murciélago. Puedo decirles que vi una habitación sin fondo, una cancela en el campo, un Amazonas de risas infantiles alrededor del cuerpo de ella, hermosa, frágil, como una copla a punto de nieve.
Todo era amenazante a mi alrededor, toda aquella energía demoníaca del campo en silencio; todo ese ojeo pardo que picoteaba la sangre caliente, ese juego azucarado que mata y arroja flores al mismo tiempo. ¿No es acaso así la vida? Un juego azucarado, una legaña que se marcha a otra revolución porque sí, porque siempre hay vacantes en la refinería de petróleo.
No sé cuanto tiempo estuve plantado como un ciervo al que han alcanzado con bala en una tarde de Baileys. Una chica muerta en accidente de tráfico. Un coche siniestrado, mondando la patata caliente, haciendo columpio con la caliza del campo.
Ves a una mujer dulce, guapa, ejecutada por un hacha sin misericordia cuando escuchaba los Diamonds de Rihanna, cuando leía las lanzas del camino y se sujetaba el sudor de chica enamorada que acude a buscar la sonrisa en los xilófonos. Es la garganta escolar que rueda por las estrellas. Y cae montada en las fotografías rubias de su madre cuando nació sin fiebres. Es el costado de arena, la vida de todos, la suerte de un lobo que muere en las candelas.
Desconozco su nombre. Incluso dudo de que haya existido fuera de mis estrofas. Lo cierto es que corrí bajo el viento de los segundos haciéndose salados en mí, susurrándome gota a gota con pistolas en la boca. Aquella explosión parecía una conjura siniestra, una batalla temible. Veía trozos de vía, volantes de tractor, soldaditos de plomo en la lejanía, leche caliente en las nubes. Contemplaba peatones con un número de lotería en las manos.
Primero fue un estruendo, un derribar de paredes, una ristra de jinetes locos, un fuego predatorio, un grito aislado remolcado por las montañas. Después, la quietud y los círculos del aire agitando cadenas junto al júbilo funeral de los pájaros.
Bajé aprisa, los pulmones con las garras tendidas, la tierra ladraba a mis oídos y yo, flotando en las rodajas de aquella colina. Allí estaba ella. Despedida. Su cuerpo portentoso. Su falda vuelta hacia la cara. Sus ojos pintados de naturaleza, su lengua como mano abierta.
Le lloré. Bajo aquel olivo. El coche se hacía pastel de difuntos, país de oscuridad. Llegaban las ambulancias y yo sólo supe habitarme a mí mismo, correr a las pegatinas de la vida, rajarme la boca con lamentos.
A todos los jóvenes muertos en accidentes de tráfico
A Pepe Baena (hijo): si lees este relato, me gustaría que me revelases el nombre de aquella chica cuya muerte te impactó sobremanera. Me gustaría dedicarle unas líneas...
A mi sobrina Ana Aguilar Delgado.
J. DELGADO-CHUMILLA