Dejé atrás un cielo azucarado, una zanja gelatinosa y un chaleco de jamón york cuando crucé el umbral de aquel hospital. Dejé tras de mí, en las calles, a un grupo de madres, gacelas fabricadas con el hambre de un burger, con ovnis bajo el sujetador y ojos de gintonic en celo. Las imaginaba recién fornicadas, con el colacao aún entre los dientes y las vaginas en infierno afgano. Las imaginaba banderilleadas y sudando gas butano.
Y de la inmensidad de mi océano en miniatura parí una pistola con beso, una pistola con risa de bulldog, que me quemaba el coxis y deseaba hociquear el mundo. Ya no era una rubia de Lilliput ni un gato escorchado. Ya era todo un tipo inflamado, un pistolero repleto de piojos, capaz de arrugar papel con la mirada, capaz de hacer bailar un árbol con dos "tokarev" repartiendo las carcajadas de Bob Esponja en tableta.
Los niños corrían entre los árboles como gansos borrachos, lejos del colegio. Ejecutivos resecos, con poca chicha, derramaban el moscatel de sus mentiras a través de sus lenguas con condón.
Veía adolescentes descarnadas, desleídas bajo el rímel faraónico, sus culos en bostezo patagónico, gélido, con su portal en as de picas esperando al cerrajero. Reían y se contoneaban mientras se derretían en gel de ducha y colonias rosas.
El mundo es una placenta devorada por el caníbal –pensé-; es el archivo que quemó el diablo para protegerse del frío. Todos van muriendo en sus jaulas, gota a gota, meando manzanilla de panteón.
"Gora Euskal Herria Askatuta!", grité a vivo pulmón para verme bien, para escenificar un granizo convincente. Grité a pelo cortado, dando hostias de ministro. No era mi primera acción militar. Coches-bomba, muertos estandarizados, viñetas con ametrallamiento.
El guardia jurado permaneció prometido al miedo, sus manos eran de queso tierno y su revólver era un solomillo frío. Mi pistola dibujó un movimiento de abanico en llamas, un beso aleado de moneda con reyes muertos, un silbido de mármol. Y en ese instante, en ese preciso instante, cuando ya cabalgas tu propio raquitismo, puedes escuchar el maíz despotricando contra la risa del microondas, puedes escuchar al minero ensuciado con rotulador escolar.
En ese momento, en el momento en el que alzas la boca achatada de la pistola, los hongos de la muerte trazan calaveras airadas que ofrecen la anatomía del futuro al que no quieres entregarte.
Mi arma se hizo músculo poderoso y charco picoteado cuando la alcé a la altura de mi cara y concentró tropas con los números de la suerte. Me sentía imponente, resolutivo, acostado sobre la cruz de Cristo.
El guardia jurado mantuvo su posición de felpudo, permaneció en mi mirada a mechones y sus ojos de guisante me parecían un fraude. Su mano temblorosa, con oro fregado en uno de los dedos, rechazaba cualquier movimiento. Era mío.
Lo realmente desconcertante es que todos los empleados que se cruzaban en mi camino continuaban con sus quehaceres sin percatarse del peligro que corrían.
¿Cuántos cogotes quieren oler a césped de cementerio? –mi voz tronó entre aquellas paredes de plata en greña. Nadie me prestaba atención. Sorprendente. ¡A mí, que manejaba dos tokarev que repartían las carcajadas de Bob Esponja en tableta!
En mi otra mano sujetaba un recipiente de vidrio con la sangre de trescientos gudaris –que se juramentaron para cruzar la frontera-, mezclada con un compuesto químico explosivo. Di un alarido y me meé encima. Estaba fuera de mí y la pistola ardía.
Cuando iba a apretar el gatillo apareció el gerente del hospital, un tal doctor Alexander. Uno de esos tipos que pone azúcar glas sobre las cejas de los muertos. Con una parsimonia inaudita, dejó su bloc sobre la mesa de recepción y acarició levemente la mano muerta del guardia.
—Señorita Gutiérrez, por favor –gesticuló con suavidad a una enfermera que acudió de inmediato-. Recoja el recipiente del señor Merchán y devuélvaselo como de costumbre.
—¿Señor Merchán? ¿Cómo conoce mi identidad? ¿Qué broma es esta? ¡Soy de ETA, cojones! ¡Todo el mundo quieto! –chillé pero no podía escucharme a mí mismo.
La enfermera regresó con un recipiente exactamente igual al que yo sostenía, esta vez ocupado por un ramo de rosas rojas. A un gesto del doctor Alexander, ella tomó de mi mano inerte mi propio recipiente y desapareció al fondo del pasillo con él entre sus brazos.
Cuando quise recobrar la conciencia, todo había pasado. Estaba de nuevo en la calle, con aquellas rosas barbeando mis ojos. Ya no estaban las madres del colacao pero sí mi estúpido chaleco de jamón york y el corazón de gres de la Humanidad latiendo en las cafeterías. Me asomé a una pequeña capillita enrejada que se esquinaba al fondo de la calle. La Virgen estaba sola, maniatada a un tresillo, y tenía un termómetro metido en la boca.
—Disculpe que nadie le haya puesto en antecedentes. ¿Es usted el nuevo guardia jurado, verdad? No se alarme. Todos los años por estas fechas sucede el mismo acontecimiento.
El señor Merchán perdió a su mujer hace diez años en accidente de tráfico. Ella murió en este hospital y este pobre hombre perdió por completo el juicio. Todos los años regresa y monta el mismo espectáculo. El protocolo que hay que seguir es sencillo: él trae consigo el mismo jarrón que tenía su mujer mientras estuvo hospitalizada. Nos lo devuelve cada año con el agua de las rosas ya podrida y maloliente y nosotros le entregamos otro jarrón igual con un ramo en su interior.
El año que viene nos devolverá el que hoy le hemos entregado y así hasta Dios sabe cuándo. No se asuste, esta clase de cosas suceden muy a menudo.
El doctor Alexander esbozó una media sonrisa de esfinge y palmeó el hombro del guardia jurado por dos veces. El guardia no daba crédito. De repente, un niño con una careta de Bob Esponja golpeó el cristal de la entrada e hizo que el guardia se sobresaltara aún más si cabe.
—Puta crisis.
Y entregó su arma.
A mi hija Aurora. Bienvenida, mi niña.
A Gonzalo Pérez Ponferrada. Va por tí, Maestro.
A Luis Cárdenas, el artista que degluta las sílabas del Espíritu Santo. Maestro Cárdenas, este va a ser su añada, siempre juntos.
Y de la inmensidad de mi océano en miniatura parí una pistola con beso, una pistola con risa de bulldog, que me quemaba el coxis y deseaba hociquear el mundo. Ya no era una rubia de Lilliput ni un gato escorchado. Ya era todo un tipo inflamado, un pistolero repleto de piojos, capaz de arrugar papel con la mirada, capaz de hacer bailar un árbol con dos "tokarev" repartiendo las carcajadas de Bob Esponja en tableta.
Los niños corrían entre los árboles como gansos borrachos, lejos del colegio. Ejecutivos resecos, con poca chicha, derramaban el moscatel de sus mentiras a través de sus lenguas con condón.
Veía adolescentes descarnadas, desleídas bajo el rímel faraónico, sus culos en bostezo patagónico, gélido, con su portal en as de picas esperando al cerrajero. Reían y se contoneaban mientras se derretían en gel de ducha y colonias rosas.
El mundo es una placenta devorada por el caníbal –pensé-; es el archivo que quemó el diablo para protegerse del frío. Todos van muriendo en sus jaulas, gota a gota, meando manzanilla de panteón.
"Gora Euskal Herria Askatuta!", grité a vivo pulmón para verme bien, para escenificar un granizo convincente. Grité a pelo cortado, dando hostias de ministro. No era mi primera acción militar. Coches-bomba, muertos estandarizados, viñetas con ametrallamiento.
El guardia jurado permaneció prometido al miedo, sus manos eran de queso tierno y su revólver era un solomillo frío. Mi pistola dibujó un movimiento de abanico en llamas, un beso aleado de moneda con reyes muertos, un silbido de mármol. Y en ese instante, en ese preciso instante, cuando ya cabalgas tu propio raquitismo, puedes escuchar el maíz despotricando contra la risa del microondas, puedes escuchar al minero ensuciado con rotulador escolar.
En ese momento, en el momento en el que alzas la boca achatada de la pistola, los hongos de la muerte trazan calaveras airadas que ofrecen la anatomía del futuro al que no quieres entregarte.
Mi arma se hizo músculo poderoso y charco picoteado cuando la alcé a la altura de mi cara y concentró tropas con los números de la suerte. Me sentía imponente, resolutivo, acostado sobre la cruz de Cristo.
El guardia jurado mantuvo su posición de felpudo, permaneció en mi mirada a mechones y sus ojos de guisante me parecían un fraude. Su mano temblorosa, con oro fregado en uno de los dedos, rechazaba cualquier movimiento. Era mío.
Lo realmente desconcertante es que todos los empleados que se cruzaban en mi camino continuaban con sus quehaceres sin percatarse del peligro que corrían.
¿Cuántos cogotes quieren oler a césped de cementerio? –mi voz tronó entre aquellas paredes de plata en greña. Nadie me prestaba atención. Sorprendente. ¡A mí, que manejaba dos tokarev que repartían las carcajadas de Bob Esponja en tableta!
En mi otra mano sujetaba un recipiente de vidrio con la sangre de trescientos gudaris –que se juramentaron para cruzar la frontera-, mezclada con un compuesto químico explosivo. Di un alarido y me meé encima. Estaba fuera de mí y la pistola ardía.
Cuando iba a apretar el gatillo apareció el gerente del hospital, un tal doctor Alexander. Uno de esos tipos que pone azúcar glas sobre las cejas de los muertos. Con una parsimonia inaudita, dejó su bloc sobre la mesa de recepción y acarició levemente la mano muerta del guardia.
—Señorita Gutiérrez, por favor –gesticuló con suavidad a una enfermera que acudió de inmediato-. Recoja el recipiente del señor Merchán y devuélvaselo como de costumbre.
—¿Señor Merchán? ¿Cómo conoce mi identidad? ¿Qué broma es esta? ¡Soy de ETA, cojones! ¡Todo el mundo quieto! –chillé pero no podía escucharme a mí mismo.
La enfermera regresó con un recipiente exactamente igual al que yo sostenía, esta vez ocupado por un ramo de rosas rojas. A un gesto del doctor Alexander, ella tomó de mi mano inerte mi propio recipiente y desapareció al fondo del pasillo con él entre sus brazos.
Cuando quise recobrar la conciencia, todo había pasado. Estaba de nuevo en la calle, con aquellas rosas barbeando mis ojos. Ya no estaban las madres del colacao pero sí mi estúpido chaleco de jamón york y el corazón de gres de la Humanidad latiendo en las cafeterías. Me asomé a una pequeña capillita enrejada que se esquinaba al fondo de la calle. La Virgen estaba sola, maniatada a un tresillo, y tenía un termómetro metido en la boca.
—Disculpe que nadie le haya puesto en antecedentes. ¿Es usted el nuevo guardia jurado, verdad? No se alarme. Todos los años por estas fechas sucede el mismo acontecimiento.
El señor Merchán perdió a su mujer hace diez años en accidente de tráfico. Ella murió en este hospital y este pobre hombre perdió por completo el juicio. Todos los años regresa y monta el mismo espectáculo. El protocolo que hay que seguir es sencillo: él trae consigo el mismo jarrón que tenía su mujer mientras estuvo hospitalizada. Nos lo devuelve cada año con el agua de las rosas ya podrida y maloliente y nosotros le entregamos otro jarrón igual con un ramo en su interior.
El año que viene nos devolverá el que hoy le hemos entregado y así hasta Dios sabe cuándo. No se asuste, esta clase de cosas suceden muy a menudo.
El doctor Alexander esbozó una media sonrisa de esfinge y palmeó el hombro del guardia jurado por dos veces. El guardia no daba crédito. De repente, un niño con una careta de Bob Esponja golpeó el cristal de la entrada e hizo que el guardia se sobresaltara aún más si cabe.
—Puta crisis.
Y entregó su arma.
A mi hija Aurora. Bienvenida, mi niña.
A Gonzalo Pérez Ponferrada. Va por tí, Maestro.
A Luis Cárdenas, el artista que degluta las sílabas del Espíritu Santo. Maestro Cárdenas, este va a ser su añada, siempre juntos.
J. DELGADO-CHUMILLA