Hubo un tiempo en que deseé nortear y amurallarme en mi propio cementerio indio. Agitar un fantasma bailante, lanzar un gargajo y, allá donde cayera, cuadrarme como un chaparro, lejos de esas antenas que se asemejan a Colón metiendo el dedo en el culo de la civilización. Deseé criarme como lo toros: sin casillas electorales, sin la hoja de la guillotina en números brutos. Deseé llamarme Kawasaki y forrarme el alma con papel tisú.
Me imaginé parlando mis días con una gitana guapa, con bambú negro bailando en sus ojos y el maíz y el azúcar encendiendo el candil de su cuerpo; la edifiqué con una sonrisa de girasol comiéndose los movimientos de los leopardos, disponiendo sus pechos en tormenta. Y ella, yo, bajando la escopetada del amor sin camisa con cientos de orgasmos, comunicándonos en los picachos con el orgasmo de las pinturas corridas en las cuevas.
Me imaginé viviendo de esas hojas secas de otoño que se bañan en pelotas en el whisky escocés y anhelé enorgullecerme de ese sol que pone aceites y arcilla de perro a los ahorcados en el campo. Quise ser un marrano sin bóvedas ni Estado, ser un "piel roja", un CD-ROM sin chapurreo.
Porque los indios son aviadores hechos a la avería, rehechos con el estornudo de la naturaleza. Zurdos y derechos pero la casa hasta el techo, acojinaba el refrán. Porque son paisas que pasan del dinero y del metano y se comen los días por lunas y los quesitos por alturas.
Ellos vivían, viven, "per due", para dos tetas originales, para los coros de la lluvia, viven siendo madrinas buenas, cuidando de hacerle un lifting a la maldad. De ninguna de las maneras son animales rellenos de dientes como el Hombre Blanco.
Y qué mejor que dar cucharadas a la vida en vez de dar embestidas a lo Pizarro. Fijé en mi armorial personal, después de cagarme en el "azur pijotero" y en los besos de neopreno, la idea de rescindir mi contrato para con esta sociedad. Di por finalizada mi relación con la estructura criminal de la democracia, con esa cultura de los gatilleros del Cartel del Golfo: dinero, corrupción, momificación.
Que no. Paso de Yihads, de odios inveterados, de verdades con condón, de hospitales de las SS y del tosco acabado en pintura negra. Paso.
—A usted, lo que quiera, Don –responde la Democracia al que tiene papela.
¡Nada de eso, chingones! Pase que la Iglesia y las Casas Reales pertenezcan a un cuento de hadas en medio de los barrancos y nadie quiera pegarse el piñazo sacándolas de cartelera, pero para un menda, si la sabana no huele a hierba no es sabana. Si África no es color ni descansar bajo un árbol... ¡vaya mierda!
Decidí sobrevivir a base de una sola asignatura, la más petarda: ser yo mismo, sin doble capa de pintura. Decidí desnaturalizarme del género humano, realizar un alunizaje a pulmón batiente y establecer mi íntima rapsodia lejos de seguir admitiendo el abuso y la herencia de los excesos. Había de matar al Hombre para salvar al indio. Debía autopsiarme, echarme la sábana encima y tomar un vuelo charter hasta donde no llegara la caña de lomo.
—Estoy muerto, mamá, pero llévame la leche con Cola-Cao al monte.
Estaba decidido a reconvertir mi propia condición erótica hasta entonces conocida y entregarme a las ansias guerrilleras del hombre salvaje que vive con las armas arrancadas. Un cementerio indio, sí, ser una especie remota, un somalí chuleando a las Armadas, un Beefeater tirando las llaves de la Reina al retrete.
Sí, quería romper filas y, de paso, romper batallones, buscar el sol, ese sol de lenguas, buscar la sopa de estrellas de Van Gogh, buscar el hotel donde Cristo aprendió a utilizar el bazooka antes de perder las elecciones y, ¡por qué no!, darle al Chianti como aquellos carniceros del Garellano.
Ahora, con la que está cayendo, pensar así me resulta una derrota en seis horas. Una derrota como la de esos jeeps iraquíes tirándose pedos en el torneo medieval del 91. Pienso en la pistola de Larra, en el romanticismo de ese cerezo que el escritor empuñó para abrirse una chimenea después de haber estado toda la tarde rizándose el pelo para estar guapo para La Armijo. Pienso en tantas generaciones lanzando garbanzos a la Policía Montada. No. Mi hija Elena me ha devuelto a la hemorragia celestial con una tirita de Hello Kitty como premio.
—Elenita, con esa mochila cargada de libros pareces un soldado. ¿Te gustaría ser de mayor soldado?
—Juan Padre, yo de mayor lo que quiero es ser soltera.
Me dejó igual que cuando ligué con una camarera y una noche fuí a pedirle una copa y algo de música para ambientar:
—O la copa o la música. Las dos cosas no, pollito.
Aún así, no deja de iluminarme la estupidez.
El talento vuelve a ser una moneda común, carcomida por los relojes pero especialmente ventajosa para los listillos; el denario viscoso y lechero que daba de comer al palestino vuelve a ser un día más de vida, una arqueología de la herida.
Y el oro, ese oro con patas de liebre, el oro de las fiebres, el oro con traje de gripe y fúnebres gotas, vuelve a ser un oro maleante, una diarrea cobarde, unas bragas con migas de pan. "¿Cómo se puede vender o comprar el cielo?", preguntaba el Jefe Seattle al Hombre Blanco. Pues eso. Hay que luchar, Rostro Pálido
Me imaginé parlando mis días con una gitana guapa, con bambú negro bailando en sus ojos y el maíz y el azúcar encendiendo el candil de su cuerpo; la edifiqué con una sonrisa de girasol comiéndose los movimientos de los leopardos, disponiendo sus pechos en tormenta. Y ella, yo, bajando la escopetada del amor sin camisa con cientos de orgasmos, comunicándonos en los picachos con el orgasmo de las pinturas corridas en las cuevas.
Me imaginé viviendo de esas hojas secas de otoño que se bañan en pelotas en el whisky escocés y anhelé enorgullecerme de ese sol que pone aceites y arcilla de perro a los ahorcados en el campo. Quise ser un marrano sin bóvedas ni Estado, ser un "piel roja", un CD-ROM sin chapurreo.
Porque los indios son aviadores hechos a la avería, rehechos con el estornudo de la naturaleza. Zurdos y derechos pero la casa hasta el techo, acojinaba el refrán. Porque son paisas que pasan del dinero y del metano y se comen los días por lunas y los quesitos por alturas.
Ellos vivían, viven, "per due", para dos tetas originales, para los coros de la lluvia, viven siendo madrinas buenas, cuidando de hacerle un lifting a la maldad. De ninguna de las maneras son animales rellenos de dientes como el Hombre Blanco.
Y qué mejor que dar cucharadas a la vida en vez de dar embestidas a lo Pizarro. Fijé en mi armorial personal, después de cagarme en el "azur pijotero" y en los besos de neopreno, la idea de rescindir mi contrato para con esta sociedad. Di por finalizada mi relación con la estructura criminal de la democracia, con esa cultura de los gatilleros del Cartel del Golfo: dinero, corrupción, momificación.
Que no. Paso de Yihads, de odios inveterados, de verdades con condón, de hospitales de las SS y del tosco acabado en pintura negra. Paso.
—A usted, lo que quiera, Don –responde la Democracia al que tiene papela.
¡Nada de eso, chingones! Pase que la Iglesia y las Casas Reales pertenezcan a un cuento de hadas en medio de los barrancos y nadie quiera pegarse el piñazo sacándolas de cartelera, pero para un menda, si la sabana no huele a hierba no es sabana. Si África no es color ni descansar bajo un árbol... ¡vaya mierda!
Decidí sobrevivir a base de una sola asignatura, la más petarda: ser yo mismo, sin doble capa de pintura. Decidí desnaturalizarme del género humano, realizar un alunizaje a pulmón batiente y establecer mi íntima rapsodia lejos de seguir admitiendo el abuso y la herencia de los excesos. Había de matar al Hombre para salvar al indio. Debía autopsiarme, echarme la sábana encima y tomar un vuelo charter hasta donde no llegara la caña de lomo.
—Estoy muerto, mamá, pero llévame la leche con Cola-Cao al monte.
Estaba decidido a reconvertir mi propia condición erótica hasta entonces conocida y entregarme a las ansias guerrilleras del hombre salvaje que vive con las armas arrancadas. Un cementerio indio, sí, ser una especie remota, un somalí chuleando a las Armadas, un Beefeater tirando las llaves de la Reina al retrete.
Sí, quería romper filas y, de paso, romper batallones, buscar el sol, ese sol de lenguas, buscar la sopa de estrellas de Van Gogh, buscar el hotel donde Cristo aprendió a utilizar el bazooka antes de perder las elecciones y, ¡por qué no!, darle al Chianti como aquellos carniceros del Garellano.
Ahora, con la que está cayendo, pensar así me resulta una derrota en seis horas. Una derrota como la de esos jeeps iraquíes tirándose pedos en el torneo medieval del 91. Pienso en la pistola de Larra, en el romanticismo de ese cerezo que el escritor empuñó para abrirse una chimenea después de haber estado toda la tarde rizándose el pelo para estar guapo para La Armijo. Pienso en tantas generaciones lanzando garbanzos a la Policía Montada. No. Mi hija Elena me ha devuelto a la hemorragia celestial con una tirita de Hello Kitty como premio.
—Elenita, con esa mochila cargada de libros pareces un soldado. ¿Te gustaría ser de mayor soldado?
—Juan Padre, yo de mayor lo que quiero es ser soltera.
Me dejó igual que cuando ligué con una camarera y una noche fuí a pedirle una copa y algo de música para ambientar:
—O la copa o la música. Las dos cosas no, pollito.
Aún así, no deja de iluminarme la estupidez.
El talento vuelve a ser una moneda común, carcomida por los relojes pero especialmente ventajosa para los listillos; el denario viscoso y lechero que daba de comer al palestino vuelve a ser un día más de vida, una arqueología de la herida.
Y el oro, ese oro con patas de liebre, el oro de las fiebres, el oro con traje de gripe y fúnebres gotas, vuelve a ser un oro maleante, una diarrea cobarde, unas bragas con migas de pan. "¿Cómo se puede vender o comprar el cielo?", preguntaba el Jefe Seattle al Hombre Blanco. Pues eso. Hay que luchar, Rostro Pálido
J. DELGADO-CHUMILLA