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La mansión del gran monje

Hace ya bastantes horas que aprieta el sol en uno de los muchos bosques mediterráneos que nutren de oxígeno el todavía impoluto aire del norte de Extremadura –para muchos, el paraíso de las aves en España-, cuando un adulto de buitre negro extiende una de sus grandes alas para intentar proteger a su único pollo del tórrido sol estival que impera ya desde hace muchas semanas en lo alto del nido en pleno mes de julio.

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El buitre negro, que con sus casi tres metros de envergadura ostenta orgulloso el título y el honor de ser el ave más grande de Europa y una de las especies orníticas más voluminosas y pesadas del mundo, poco a poco va abriéndose hueco en nuestras no demasiado grandes extensiones forestales, subiendo lentamente su demografía a un ritmo que suaviza desde hace ya algún tiempo la preocupación de ornitólogos y conservacionistas, pero que aun así nos recuerda que aun no podemos bajar la guardia, al menos de momento.

Catalogado desde el año 2008 como "Casi Amenazado" según la Categoría Mundial IUCN, y como "Vulnerable" en la Categoría España IUCN en 2004, a nivel mundial la población de buitres negros se puede mantener, pero si hablamos sólo de España, la situación es menos favorable.

De hecho, esta especie estuvo en grave riesgo de írsenos de las manos hace ya algunas décadas. Concretamente, en los años setenta contábamos con sólo unas 200 parejas, frente a las cerca de 2.440 que se estiman actualmente en base a los datos obtenidos en el Censo Nacional desarrollado por SEO/BirdLife en el año 2006.

El uso de venenos no selectivos y las malas prácticas de los coleccionistas de huevos –por suerte ya casi extintos- han influido mucho en la situación que ha sufrido durante años esta especie, muy fácil de confundir a simple vista con la figura de su poco más pequeño hermano, el buitre leonado.

Después de una larga y calurosa sesión, me atrevería a decir incluso que aburrida (ya que la fenología reproductiva del buitre negro es una de las "digestiones reproductivas" más pesadas de nuestras latitudes y, estadísticamente hablando, en un solo día no suele pasar nada que sea realmente interesante desde el punto de vista de la dinámica fotográfica), del madrugón padre y de un viaje en coche de 5 horas hasta llegar a casa de madrugada mas el precio del respectivo combustible de la ida y de la vuelta (10 horitas a 2.700 rpm), de la comida y, en definitiva, de todo lo relacionado con la realización de la foto –que, dicho sea de paso, salió de mi bolsillo-, uno se acuesta tranquilo (tarde, pero tranquilo) con la convicción de que el viaje para ver a esta gran joya de nuestra fauna ha merecido la pena.

A decir verdad, siempre merecen la pena los kilómetros, el dinero invertido y el esfuerzo en general, aunque no se hagan fotos a la primera (que suele ser lo habitual), ya que siempre se aprende algo y se viven cosas imposibles de plasmar en una imagen o en las letras manuscritas de un Cuaderno de campo.

MANUEL CRUZ
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