La hoguera corre a la meta, se asoma a las playas. Baila como un río estridente. Eres mía. Yo no me quedaré en el segundo patio. Sabrás a partir de ahora lo que es flotar como un garabato, llorar como una herida de bala. Recuerdo a a aquel niño bosnio, lanzando la pluma de un ave muerta desde la planta desnuda de un edificio en ruinas donde los francotiradores hacían mesa y mantel con sus penas en pendiente.
Desde mi tanqueta no acerté a ver nunca esa pluma posarse en los cráteres. Así es la vida, Ruth, pour homme, así es la vida. Ya lo disfrutarás, igualmente. Jamás verás dónde cae la pluma de los angelitos.
—Cuando hayáis despertado no recordáreis a los seres mágicos. No les gusta que nadie revele su secreto. Y así, con una goma de borrar, os frotarán un poquito la frente... Y eso sí: podréis volver siempre que queráis. Pero antes hay que dormir...Y ya sabéis, Ruth, José: este es nuestro secreto. Papito os quiere, hijos.
Suena el teléfono y quedo arrinconado junto a la puerta. Rebusco en el pecho, que me pisotea. Serán los nervios. La niña y José ríen tras las paredes. ¡Niña redicha y niño acogotado! Me parece oler mi vida de canela y las propuestas de fin de semana.
No hay que afligirse. Es como si me cayera de la montaña con ese jersey de punto grueso que me regaló la furcia de mi mujer. Risas estúpidas, alegría de gelatinas. ¡Callaos, coño!
El teléfono ruge por la boca de un jaguar y el chillido del murciélago. Tomo el auricular y el sudor me llega a la boca con un leve beso religioso. Nadie contesta. ¡Zorra! ¡Zorra! ¡Mala madre te parió! Debí coger tus apellidos y coserlos a puñaladas tal cual he hecho con tus papeles. Debí haber arrancado las asas de tu bonita jarra y dejarte en un agujero.
Los niños ya duermen. El café mengua en la taza y mi lengua aún no se ha desvanecido. Las manos se vuelven arenilla y las limpio una y otra vez. La hoguera relincha como cien caballos atados a un poste y su caudal comienza a atar cabos. La madera se queda flaca y jadeante, mancha mis ojos con una caricia de seda.
Me voy para el fregadero, me arremango con fiereza, me desplomo ante la ventana, no sé si llorar. Me muerdo los nudillos, maldigo a la humanidad, me desplazo como el astronauta que pierde la audición y se emborracha de estrellas de hielo.
Oscuridad, ficheros de amor, fotografías ya explosionadas. Me rodea la mentira. ¿Por qué mi vida se ha vuelto salvaje? ¿Quién ha desalojado mis armarios y ha colocado en su lugar los trajes de un muerto, los disfraces de una cavada a escondidas?
Los niños duermen en la cama de mis padres. He bajado al Cristo a martillazos y parece haberme mirado con ojos de trituradora. ¡Corre las cortinas, José! ¡No tropieces, José! ¡Estás muy nervioso, mariconazo! ¡Hazlo ya, travesti cobarde!
Esta tarde me he deshecho de todas sus cosas. Como los latigazos de una serpiente en la carretera, que te da las luces y se convierte en oso negro frente al mundo. Pretende chuparme lo que me queda de virgen glasé. No, zorra. Ya no más. No dejaré que me pulverices ni que te adueñes del volante de lo que es mío.
El desprecio de Ruth, sus jamases, han convertido mi cerebro en sermón de arañas, mi corazón en renglón chico. Quiere que me desangre por mis pañales, que me duela la viudedad del que ha sido abandonado y arrancado de su mundo. Te gusta cabrearme, dejarme en evidencia, mostarme como una carraca frente a tus amigos universitarios.
Ahora que duermes sin bragas ya no te sirvo y esperas impaciente que te hagan música y puntillismo en tu ombligo. Buscas el puñetazo y el mordisquito y que algún moscón se te coma la córnea. Y te haga cojear de gusto.
No tengo ya sangre, mujer, tengo zarzas que me quitan el sol. He sido yo el primero en caer desde la muralla. Por la brecha de mis ojos vuelan despedidos un millar de muertos anotados en un cuaderno.
Aquellas gentes de Bosnia, fiadas a la muerte, aquellos potrillos melancólicos pastoreando los escombros, sonriendo de forma luminosa cuando la luna estaba abierta como escaparate sin cristales. Los niños bosnios, los campesinos en sus butacas, los muertos sin tapadera... todo invisible. Todo resumible, espantadizo, serpentino.
Eran archivos que ardían frente a los acorazados, nacían y morían ante los prismáticos de nuestros sofás. El rojo de las grandes jornadas se fumaba a los ingenieros, a los chicos de la escuela. Y en el espejo iba derramándose todo el correo de los hierros de miles de familias.
Sólo la infusión de los charcos calientes, sólo neumáticos llorando negrura. Un lugar donde repican los dientes del diablo en el barro humano y los ejércitos hacen pitar los oídos con sus violines y sus goles.
Nadie les echa de comer, nadie les disputa la corriente. He sido yo el primero en librarme de la decencia, en escoger las ruinas y las espadas. Lástima de muebles, de vajillas, de luces, de flores. El jardín duerme en cloroformo. Mi hombría es ya un mapa de chamizo y hedor a santo podrido. Nunca fui nadie.
El fuego marca los pedales y reclama kilómetros de sal. Y reclama pétalos. Y piedras preciosas. Y el mauselo del teléfono. No me llamará. Puta, más que puta. Voy a por los niños.
Desde mi tanqueta no acerté a ver nunca esa pluma posarse en los cráteres. Así es la vida, Ruth, pour homme, así es la vida. Ya lo disfrutarás, igualmente. Jamás verás dónde cae la pluma de los angelitos.
—Cuando hayáis despertado no recordáreis a los seres mágicos. No les gusta que nadie revele su secreto. Y así, con una goma de borrar, os frotarán un poquito la frente... Y eso sí: podréis volver siempre que queráis. Pero antes hay que dormir...Y ya sabéis, Ruth, José: este es nuestro secreto. Papito os quiere, hijos.
Suena el teléfono y quedo arrinconado junto a la puerta. Rebusco en el pecho, que me pisotea. Serán los nervios. La niña y José ríen tras las paredes. ¡Niña redicha y niño acogotado! Me parece oler mi vida de canela y las propuestas de fin de semana.
No hay que afligirse. Es como si me cayera de la montaña con ese jersey de punto grueso que me regaló la furcia de mi mujer. Risas estúpidas, alegría de gelatinas. ¡Callaos, coño!
El teléfono ruge por la boca de un jaguar y el chillido del murciélago. Tomo el auricular y el sudor me llega a la boca con un leve beso religioso. Nadie contesta. ¡Zorra! ¡Zorra! ¡Mala madre te parió! Debí coger tus apellidos y coserlos a puñaladas tal cual he hecho con tus papeles. Debí haber arrancado las asas de tu bonita jarra y dejarte en un agujero.
Los niños ya duermen. El café mengua en la taza y mi lengua aún no se ha desvanecido. Las manos se vuelven arenilla y las limpio una y otra vez. La hoguera relincha como cien caballos atados a un poste y su caudal comienza a atar cabos. La madera se queda flaca y jadeante, mancha mis ojos con una caricia de seda.
Me voy para el fregadero, me arremango con fiereza, me desplomo ante la ventana, no sé si llorar. Me muerdo los nudillos, maldigo a la humanidad, me desplazo como el astronauta que pierde la audición y se emborracha de estrellas de hielo.
Oscuridad, ficheros de amor, fotografías ya explosionadas. Me rodea la mentira. ¿Por qué mi vida se ha vuelto salvaje? ¿Quién ha desalojado mis armarios y ha colocado en su lugar los trajes de un muerto, los disfraces de una cavada a escondidas?
Los niños duermen en la cama de mis padres. He bajado al Cristo a martillazos y parece haberme mirado con ojos de trituradora. ¡Corre las cortinas, José! ¡No tropieces, José! ¡Estás muy nervioso, mariconazo! ¡Hazlo ya, travesti cobarde!
Esta tarde me he deshecho de todas sus cosas. Como los latigazos de una serpiente en la carretera, que te da las luces y se convierte en oso negro frente al mundo. Pretende chuparme lo que me queda de virgen glasé. No, zorra. Ya no más. No dejaré que me pulverices ni que te adueñes del volante de lo que es mío.
El desprecio de Ruth, sus jamases, han convertido mi cerebro en sermón de arañas, mi corazón en renglón chico. Quiere que me desangre por mis pañales, que me duela la viudedad del que ha sido abandonado y arrancado de su mundo. Te gusta cabrearme, dejarme en evidencia, mostarme como una carraca frente a tus amigos universitarios.
Ahora que duermes sin bragas ya no te sirvo y esperas impaciente que te hagan música y puntillismo en tu ombligo. Buscas el puñetazo y el mordisquito y que algún moscón se te coma la córnea. Y te haga cojear de gusto.
No tengo ya sangre, mujer, tengo zarzas que me quitan el sol. He sido yo el primero en caer desde la muralla. Por la brecha de mis ojos vuelan despedidos un millar de muertos anotados en un cuaderno.
Aquellas gentes de Bosnia, fiadas a la muerte, aquellos potrillos melancólicos pastoreando los escombros, sonriendo de forma luminosa cuando la luna estaba abierta como escaparate sin cristales. Los niños bosnios, los campesinos en sus butacas, los muertos sin tapadera... todo invisible. Todo resumible, espantadizo, serpentino.
Eran archivos que ardían frente a los acorazados, nacían y morían ante los prismáticos de nuestros sofás. El rojo de las grandes jornadas se fumaba a los ingenieros, a los chicos de la escuela. Y en el espejo iba derramándose todo el correo de los hierros de miles de familias.
Sólo la infusión de los charcos calientes, sólo neumáticos llorando negrura. Un lugar donde repican los dientes del diablo en el barro humano y los ejércitos hacen pitar los oídos con sus violines y sus goles.
Nadie les echa de comer, nadie les disputa la corriente. He sido yo el primero en librarme de la decencia, en escoger las ruinas y las espadas. Lástima de muebles, de vajillas, de luces, de flores. El jardín duerme en cloroformo. Mi hombría es ya un mapa de chamizo y hedor a santo podrido. Nunca fui nadie.
El fuego marca los pedales y reclama kilómetros de sal. Y reclama pétalos. Y piedras preciosas. Y el mauselo del teléfono. No me llamará. Puta, más que puta. Voy a por los niños.
J. DELGADO-CHUMILLA