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El hombre que enterró a su perro cinco veces

No han transcurrido ni cuatro meses desde la muerte de mi abuelo y aún recuerdo ese fatídico día como un desdichado folleto del invierno, como una pintura torcida colmada de grises lobunos amurando el caserío. La rotundidad de la muerte no acepta discusión aunque abominemos del desorden en el que se marchan los mejores. Dios, para quien cree y para quien no, es un Pampero con Coca-cola, con una vida doméstica muy de porros y de velas de sebo. Dios juega al escondite entre los pinos, afina su plata invencible mientras se prepara la carne, mientras quede pan con mantequilla y bemolen las fresas y los geranios en nuestra vida.

El final, distinguido o no, a estoque o coctel molotov, es el resultado de una rigurosa lucha que perdemos inexorablemente. El final es un foro para audaces, una carrera a cuchilladas que aunque quisiéramos no podríamos orientarla hacia las tablas, como el invencible Capablanca. Ya no.

Para todos nosotros hay elaborado un pastel de crisantemos que nos devolverá al rubio mestizo de la niñez, a un extraño desmoronamiento que nos cuesta aceptar. Para todos hay una atmósfera que nos alejará de los colores de ondas gruesas.

Dios es un Winchester de precisión y su voz adorna el ponche aunque nos trate con peor ceremonia y se le salten de vez en cuando los puntos de las medias. No hay batalla a campo abierto, ni jugadas dudosas de gol. Ya no habrá que defender posiciones aburridas. Resulta imposible recuperarse de los errores. Se acabó el ruido bronco. Hemos muerto.

Son las leyes de hierro que a todos conciernen; la humorada del destino al que no le valen unas cuantas furias. A todos nos toca colocarnos la capucha y caminar hacia el arroyo. Al menos, una vez en la vida.

Al perro de mi abuelo, Chiqui, un pequinés maravilloso, le sucedió algo poco común. Murió cuatro veces antes de ser oficialmente declarado fiambre con una inyección letal. Pobre amigo mío. Tenía 15 años y estaba viejo y desolado; sordo y medio ciego, era incapaz de subirse al sofá o de intentar montar al gato.

Tuvo cuatro infartos al final de su vida y, en el momento en que mi abuelo lo colocaba con mimo en una zanja para enterrarlo, Chiqui volvía a la vida. ¡Magia! Fue magia o, tal vez, la voluntad férrea de Chiqui de seguir boxeando, hecho de “pegotán” y chocolate del negro. Y así, hasta cuatro veces. Mi abuelo lloraba como los huracanes, por dentro. Después reía como un caramelo recién hecho.

Todo esto de la vida y de la muerte tiene mucho de hiperbólico, de congestión. Destila un aire grotesco. Pareciera una canción cáustica o la entonación satánica de las urracas. Pero es así, natural y con sonrisa cortesana.

Pensé que las nieves de mi abuelo no caerían nunca. Nadie piensa en ver una cama vacía, huyendo escaleras abajo. Nadie se imagina el brandy de Osborne, con su toro magno, volviéndose gato de cartón.

Cuando paseas por las calles te recuperas de las malas sensaciones, de las discusiones medievales, porque todo es aerodinámico, clasicista, ilusionante. Te olvidas de “la política de palacio”, que te jode igual que si te tocan la pilila con las manos frías.

Cambias tu perspectiva cuando el primer café de pucherete de la mañana escapa en anillos hacia el vecindario; escuchas el bureo del cocido de las abuelas, cuando observas mujeres embarazadas y niños corriendo a seis patas. Y así, intentas pegarle un bocado al cielo imaginando que los planetas son manzanas.

Y me acuerdo de mi abuelo. De aquel día. Y en esto, que las campanas de las iglesias me empujan a cerrar los ojos y sentir como si se vaciaran grandes lagos sobre mí. Eran las tres de la mañana y sus sarmentosas manos, aquellas que elogiara el marqués de Santillana (“benditos aquellos que con la azada sustentan su vida e viven contentos”) dejaron de apretar la batería de la vida. Y su voz atenorada, combustible y envolvente, se diluyó en su tinta roja. En su tinta azul.

Era un hombre fronterizo, un guardia espumoso, siempre pistolero y niquelado, discutiendo con Chita y con Tarzán; astronómico cuando hablaba de su mundo imaginario de luces y hombres enrubiados. Ya no vestirá jamás los ladridos ordinarios de su tiempo, ni formará parte de la cartelería agresiva de la Historia.

La constitución trágica de un mal día con media ración de faroles y demonios en todas las esquinas. Lo recuerdo con un travelling aéreo, como si yo no hubiese estado allí.

Sin embargo, ahora me percato de que no conocía demasiado a mi abuelo, lejos de su digna profesión de abuelo: el abuelo que calentaba mis pies en invierno, que me traía en sus pantalones caídos bolsas de pipas Churruca hechas de sal y ladrillos de chicle Boomer.

El día de su funeral acudió a su velatorio una figura desconocida para mí, que no era ni más ni menos que su más encarnizado enemigo, su más detestado adversario político: uno de los grandes señoritos del pueblo. Décadas de sentimientos encontrados, de tantearse el terreno, de medirse los huevos mutuamente.

Mi abuelo, el obrero rojo. Enfrente, el propietario azul. Guerra de alto rendimiento. Décadas de tensiones, de aspavientos, de carreras armamentísticas bajo la lengua. Décadas dedicadas a destripar las almohadas sin tener cerca un espejo de cuerpo entero. Eso les faltó: un espejo de cuerpo entero. Porque, amigos, al final, todos estamos hechos de material de derribo.

Pero, ¿saben qué conclusiones valiosas se pueden extraer de aquel aciago día de julio en que mi abuelo yacía dormido, cubierto por un rojerío de brigadas y regimientos de cuero y frente al cristal, otro hijo barato de la vida, otro Dartacán que tendrá que rendir espada? Ahora lo sé.

Estos dos hombres fueron condenados a no entenderse; hombres condenados a tragar carbón de tren; hombres manchados de polvo y de verdades. Pero, en el ecuador de sus vidas, aprendieron a respetarse, a tratarse con honor, a hacerse justicia.

Estos hombres de antes eran el Actimel de una España cruel y sanguinaria, cargada de milicias y coroneles con bigotitos como los coños del porno. Pero eran hombres que creían en algo, que vivían para algo.

Los dos perdieron a un hijo en las mismas trágicas circunstancias. La vida les igualó en la peor de las putadas. Aunque España sea experta en ingeniería mortuoria, en el craquido de panderetas y calaveras, la verdad, las verdades, las ideas, se derriten en el bosque o desaparecen en un cartabón invisible.

Mi abuelo lo comprendió al final de su camino. Ya ondeaba su bandera roja en lo más alto de la azotea. Nadie se lo podía impedir. ¡ Se acabó ser un proscrito! Dejó en la Alcaldía a los suyos, que no eran exactamente los suyos puesto que todos habían ido muriendo. Dejó en el cargo a los nuevos amigos, a los que fueron a su funeral después del señorito. Los que no fueron a verle cuando más los necesitó. Muy bonito, sí señor.

Pero él se pasaba las horas muertas sentado en su silla, frente a la televisión apagada. Él, que había trabajado en la Telefunken en Alemania dando color a los televisores y a la nueva España.

Quería vivir, seguir viviendo. Esa era su pelea. Lo demás: cartuchos y cartuchos, balas, vainas, pólvora, mapas del tesoro. Y unas trincheras fantasma que nunca sirvieron para nadie. Le quedó el consuelo de saber que cinco veces murió Chiqui y cinco veces lo enterró. Lo quiso como a un buen amigo y lo cuidó como a un viejo, nacido cuatro veces niño. Ahora lo sé: mi abuelo ha bajado las escaleras en alpargatas, buscando el café y su vieja gorra. Y sabe que el cascabelillo inquieto de Chiqui le espera para arremolinarse junto a él.

A todos aquellos que conciben la vida, y con ello a la política, como una forma indispensable de organizar el bienestar común, siempre lejos de la agresión, la coacción y la mentira.

J. DELGADO-CHUMILLA
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