Por maricón, por rojo, por hedonista, por onanista, por pendenciero. Por no meter la corbata en el café y usar pajarita. Por judío, por negro y burgués; por maloliente, por facha, por gitano, por feo y por guapo. Por espigado, por ayuntarse con las brujas arruinadas. Por no guardar la basura en la guantera. Los generalísimos que hacen la guerra, aquellos que vomitan moscas y se fuman la carne dolorida, son aquellos que cazan octubre rojos; aquellos que salen de la cueva para asearse y desayunar. Aquellos que piensan que la guerra es ir a comer mermelada al campo.
No pensaron en tí, ni en los millones de jirones honestos que recogieron en sus sedales. Crecí advertido, Federico: croatas, bosnios y serbios; Sadam Hussein repartiendo pistolas y poderosos fumando y dilatándose. ¿Siempre será igual? ¿Siempre será de aluminio la amistad de los pueblos y volarán amenazadores los aceros para dejar un telón oscuro?
Eras un féretro excesivo, enorme para que te metieran en el Banco de Dios. Te asesinaron los que buscan auxilios en lo arenoso, los que no quieren caldos en la lengua. Te empujaron los que no te podrían ser leales en los desiertos. Da igual de qué color fueran, de qué tortilla vinieran. Todos ellos, pretendidos fachas o rojos vomitan espumarajos de Efferalgan cuando las olas les atraviesan. Da igual. Te mataron con los ahorros de una vida en tus ojos.
Por eso y por todo. Y por nada. La sinrazón es un plano repleto de incógnitas donde el Hombre que es héroe y traidor, que es coloquio y tiroteo de almas, es un desnudo anfibio, es un garbanzo mulato que ansía que le digan "guapo". Te mataron los indignos; te mataron los ladridos ordinarios, los que arruinan el corazón con nuestra ropa de domingo. El barniz advertido de las cámaras de gas.
Un requemado corsario, ahora que no ahorcan piratas. Silabea despacio, desquítate el florón turquesa y háblales como un padre. Háblales como si evocaras un verso ante la madera tirante. No dejes que nos masacren más. Diles que nos devuelvan la Navidad de la infancia.
Sucios soldados pinchando en carrera, recomponiéndose como las cuentas de un rosario. Sucia fila de dientes. Tú burbujeas fuera de las tapias aunque los marines vuelen tabiques y no quieran dejarse a nadie atrás.
Ahí que te prendieron, Federico. Desmontaron el campo, se sentaron sobre las tumbas, para devorar una enchilada de carne y beber limonada fría, para jeringuear sangres y hacer magia negra con alfileres. Tú te mareaste, escuchaste a tus títeres crujir con el humo de los presidiarios.
Una ráfaga de metralleta, una pistola con resonancias jíbaras. Pistola sin palabras, ríos de orina heladera donde los caballos se bañan. Una galleta María en el picadillo de un fusilamiento. Una mano aviesa marcando un número de teléfono. Qué más da. Qué más da si perdimos en un ajedrez de imposibles y nuestro ingenio quedó en duermevela. Federico caminó hacia el plomo frío y bordado de las breñas.
Postre de tormentas, Federico. No temas, que nadie te busca las bragas en flor, ni el tampax ni el ratón; que te matan para hacer pompas de jabón; que te matan por un plato de hambre, por un padre católico que se ha quedado solo en la mesa. Que te matan para que tus ojos emigren y su moneda líquida sea la de los justos. Te matan porque ansían besuquearte y picotear de tu foto.
Niño grande, Federico, no dejes que te encuentren los que hacen popó, pipí y pumpum. Eres nuestro niño grande, el de los soñadores, el berberecho de todo lo enamorable, de lo simple y de lo hermoso.
Lorca murió como todas las criaturas fatigadas. Él, que se había ocupado de los tímpanos, de abrir ríos vibrantes en los ojos; él que se había ocupado de las tribus, de los tapices mientras otros vaciaban la masa de las ruinas y comían de los fuegos.
A él, que cerraba los ojos de las vacas muertas. A él, a su muerte, prevista por las travesuras de la vida. Pasó tal cual, como sucede con todas las losas rotundas, como sucede con el tintín oscuro y las veredas telarañosas. Misiles Jericó, misiles Popeye, misiles Scud. Chicas Playboy engominadas para matar y hacer sudar los hospitales.
A Federico lo mataron y lo cubrieron con huevos de araña. Le llevaron magullado al amarillo limosna, lo detuvieron en un tren con hueso. Lo condujeron a donde los sonetos con agua sencilla y se lo llevaron del manjar suave de su Granada. De su Granada. Aquella Granada de poleas mágicas donde Kennedy hubiese paseado sin capota y sin urracas.
Cuando a Federico lo colgaron de un grito con sopletes y alcayatas; cuando se apeó de aquel tren con letras difuntas que lo arrojaba a la canción nerviosa de la matanza; cuando él descubrió que los tiempos los gobiernan los capilares duros, los garabatos vulgares con sus cadenas frías, las mentiras siempre de nieve cerrando las cremalleras.
No más, Federico. Podrías haberte enamorado en Kandahar, de un tuerto con la espina barata, de un talibán espeso o de un curioseo. Podrías haberte enamorado de tu fallo técnico, el que te puso yeso para ser vino renacido, el que te puso la medalla de las zuritas. No te dejaron.
No pensaron en tí, ni en los millones de jirones honestos que recogieron en sus sedales. Crecí advertido, Federico: croatas, bosnios y serbios; Sadam Hussein repartiendo pistolas y poderosos fumando y dilatándose. ¿Siempre será igual? ¿Siempre será de aluminio la amistad de los pueblos y volarán amenazadores los aceros para dejar un telón oscuro?
Eras un féretro excesivo, enorme para que te metieran en el Banco de Dios. Te asesinaron los que buscan auxilios en lo arenoso, los que no quieren caldos en la lengua. Te empujaron los que no te podrían ser leales en los desiertos. Da igual de qué color fueran, de qué tortilla vinieran. Todos ellos, pretendidos fachas o rojos vomitan espumarajos de Efferalgan cuando las olas les atraviesan. Da igual. Te mataron con los ahorros de una vida en tus ojos.
Por eso y por todo. Y por nada. La sinrazón es un plano repleto de incógnitas donde el Hombre que es héroe y traidor, que es coloquio y tiroteo de almas, es un desnudo anfibio, es un garbanzo mulato que ansía que le digan "guapo". Te mataron los indignos; te mataron los ladridos ordinarios, los que arruinan el corazón con nuestra ropa de domingo. El barniz advertido de las cámaras de gas.
Un requemado corsario, ahora que no ahorcan piratas. Silabea despacio, desquítate el florón turquesa y háblales como un padre. Háblales como si evocaras un verso ante la madera tirante. No dejes que nos masacren más. Diles que nos devuelvan la Navidad de la infancia.
Sucios soldados pinchando en carrera, recomponiéndose como las cuentas de un rosario. Sucia fila de dientes. Tú burbujeas fuera de las tapias aunque los marines vuelen tabiques y no quieran dejarse a nadie atrás.
Ahí que te prendieron, Federico. Desmontaron el campo, se sentaron sobre las tumbas, para devorar una enchilada de carne y beber limonada fría, para jeringuear sangres y hacer magia negra con alfileres. Tú te mareaste, escuchaste a tus títeres crujir con el humo de los presidiarios.
Una ráfaga de metralleta, una pistola con resonancias jíbaras. Pistola sin palabras, ríos de orina heladera donde los caballos se bañan. Una galleta María en el picadillo de un fusilamiento. Una mano aviesa marcando un número de teléfono. Qué más da. Qué más da si perdimos en un ajedrez de imposibles y nuestro ingenio quedó en duermevela. Federico caminó hacia el plomo frío y bordado de las breñas.
Postre de tormentas, Federico. No temas, que nadie te busca las bragas en flor, ni el tampax ni el ratón; que te matan para hacer pompas de jabón; que te matan por un plato de hambre, por un padre católico que se ha quedado solo en la mesa. Que te matan para que tus ojos emigren y su moneda líquida sea la de los justos. Te matan porque ansían besuquearte y picotear de tu foto.
Niño grande, Federico, no dejes que te encuentren los que hacen popó, pipí y pumpum. Eres nuestro niño grande, el de los soñadores, el berberecho de todo lo enamorable, de lo simple y de lo hermoso.
Lorca murió como todas las criaturas fatigadas. Él, que se había ocupado de los tímpanos, de abrir ríos vibrantes en los ojos; él que se había ocupado de las tribus, de los tapices mientras otros vaciaban la masa de las ruinas y comían de los fuegos.
A él, que cerraba los ojos de las vacas muertas. A él, a su muerte, prevista por las travesuras de la vida. Pasó tal cual, como sucede con todas las losas rotundas, como sucede con el tintín oscuro y las veredas telarañosas. Misiles Jericó, misiles Popeye, misiles Scud. Chicas Playboy engominadas para matar y hacer sudar los hospitales.
A Federico lo mataron y lo cubrieron con huevos de araña. Le llevaron magullado al amarillo limosna, lo detuvieron en un tren con hueso. Lo condujeron a donde los sonetos con agua sencilla y se lo llevaron del manjar suave de su Granada. De su Granada. Aquella Granada de poleas mágicas donde Kennedy hubiese paseado sin capota y sin urracas.
Cuando a Federico lo colgaron de un grito con sopletes y alcayatas; cuando se apeó de aquel tren con letras difuntas que lo arrojaba a la canción nerviosa de la matanza; cuando él descubrió que los tiempos los gobiernan los capilares duros, los garabatos vulgares con sus cadenas frías, las mentiras siempre de nieve cerrando las cremalleras.
No más, Federico. Podrías haberte enamorado en Kandahar, de un tuerto con la espina barata, de un talibán espeso o de un curioseo. Podrías haberte enamorado de tu fallo técnico, el que te puso yeso para ser vino renacido, el que te puso la medalla de las zuritas. No te dejaron.
J. DELGADO-CHUMILLA