Mis queridos lectores: sean bienhallados. Ciertas ocupaciones profesionales, académicas y familiares me han mantenido alejado de este rincón que amablemente me cede Montilla Digital durante largo tiempo, y ya es hora de volver. Me pongo manos a la obra pues, intentando reunir argumentos y fuerzas para sacarle punta a esta actualidad que diariamente nos pone enfermos ya no de sufrimiento, mas quizás de desidia y aburrimiento.
FOTO: SPENCER TUNICK | www.spencertunick.com
Así que cojamos el disfraz de Alatriste o el de Migueli –aquel famoso central del Barcelona cuya única misión en el campo era quebrar el mayor número de tibias posible- y dispongámonos a repartir leña o, lo que es equivalente en estos días, a decir las verdades del barquero. Eso sí, sin acritud, que diría mi buen amigo Don Melquiades.
El título de esta columna de hoy no tiene que ver, naturalmente, con esta experiencia a veces pasmosa y a veces alucinante de pasar los domingos en la playa, lugar de reunión de los extremos más insospechados del concepto de la estética: lo mismo pasa delante de uno la más bella diosa del Olimpo, que un hercúleo adonis marcando carne –y cuerpos cavernosos- que una réplica en la especie humana de Moby-Dick y su familia –es curioso, pero todos los tipos posibles de cuerpo humano se unen para pasear juntos por la playa-.
No, la exhibición de carnes firmes o fláccidas no es el asunto central de hoy. Más bien me refiero al despelote en el sentido que nos da una de las acepciones del Diccionario de la Real Academia Española del verbo "despelotarse": alborotarse, disparatar, perder el tino o la formalidad.
Falto de tino, por ejemplo, anda el Gobierno de la nación, presidido por Mariano Rajoy: ni acierta con las medidas que toma, ni se atreve a tomar las que realmente son necesarias; alborotado empieza a andar el personal, el pueblo, la gente...
El cabreo empieza a sentirse creciente y ya no solo entre funcionarios y trabajadores de lo público, sino también entre autónomos, profesionales y empresarios; y disparatada está la oposición, quien se permite el lujo de mentir, manipular y entorpecer cuando gran parte de la culpa de lo que está pasando es suya. Y si hablamos de falta de formalidad, ¿a quién les nombro primero? ¿A Méndez? ¿A Toxo? ¿A Griñán o a Valderas? ¿O a Sánchez Gordillo?
Que la situación es mala malísima ya lo sabemos todos. Que parte de la culpa de la misma es de la manidamente repetida herencia, también. Que es necesario disminuir el tamaño orgiástico de las administraciones públicas es una verdad como un templo bizantino.
Pero no es menos cierto que ya está bien de excusas y parapetos, y que los gobiernos –central, autonómicos y locales- no están tomando el verdadero toro por los cuernos. Si el problema es el déficit –que no lo es: el problema real es el gasto, y no su relación con los ingresos- acometamos las reformas que son ciertamente necesarias.
Esto es, suprimamos empresas, fundaciones y agencias públicas que chupan recursos del Presupuesto sin ofrecer nada a cambio, salvo la politización de todos los sectores a los que se dedican. Reduzcamos el número de cargos políticos, encargando de sus tareas –si es que tienen otra aparte de pasearse en coche oficial y posar para las fotos- a los que verdaderamente saben de los asuntos: los funcionarios de carrera.
Eliminemos la dupicidad de administraciones que dictan normativas a veces duplicadas y a veces contradictorias, empezando por las Mancomunidades y terminando por una asignación transparente y eficiente de las competencias del Estado y de las Comunidades Autónomas.
Y, sobre todo, exijamos una profunda tranformación de este sistema partidista podrido e ineficiente que sitúa a mediocres e ignorantes en los cargos de mayor responsabilidad de la sociedad.
FOTO: SPENCER TUNICK | www.spencertunick.com
Así que cojamos el disfraz de Alatriste o el de Migueli –aquel famoso central del Barcelona cuya única misión en el campo era quebrar el mayor número de tibias posible- y dispongámonos a repartir leña o, lo que es equivalente en estos días, a decir las verdades del barquero. Eso sí, sin acritud, que diría mi buen amigo Don Melquiades.
El título de esta columna de hoy no tiene que ver, naturalmente, con esta experiencia a veces pasmosa y a veces alucinante de pasar los domingos en la playa, lugar de reunión de los extremos más insospechados del concepto de la estética: lo mismo pasa delante de uno la más bella diosa del Olimpo, que un hercúleo adonis marcando carne –y cuerpos cavernosos- que una réplica en la especie humana de Moby-Dick y su familia –es curioso, pero todos los tipos posibles de cuerpo humano se unen para pasear juntos por la playa-.
No, la exhibición de carnes firmes o fláccidas no es el asunto central de hoy. Más bien me refiero al despelote en el sentido que nos da una de las acepciones del Diccionario de la Real Academia Española del verbo "despelotarse": alborotarse, disparatar, perder el tino o la formalidad.
Falto de tino, por ejemplo, anda el Gobierno de la nación, presidido por Mariano Rajoy: ni acierta con las medidas que toma, ni se atreve a tomar las que realmente son necesarias; alborotado empieza a andar el personal, el pueblo, la gente...
El cabreo empieza a sentirse creciente y ya no solo entre funcionarios y trabajadores de lo público, sino también entre autónomos, profesionales y empresarios; y disparatada está la oposición, quien se permite el lujo de mentir, manipular y entorpecer cuando gran parte de la culpa de lo que está pasando es suya. Y si hablamos de falta de formalidad, ¿a quién les nombro primero? ¿A Méndez? ¿A Toxo? ¿A Griñán o a Valderas? ¿O a Sánchez Gordillo?
Que la situación es mala malísima ya lo sabemos todos. Que parte de la culpa de la misma es de la manidamente repetida herencia, también. Que es necesario disminuir el tamaño orgiástico de las administraciones públicas es una verdad como un templo bizantino.
Pero no es menos cierto que ya está bien de excusas y parapetos, y que los gobiernos –central, autonómicos y locales- no están tomando el verdadero toro por los cuernos. Si el problema es el déficit –que no lo es: el problema real es el gasto, y no su relación con los ingresos- acometamos las reformas que son ciertamente necesarias.
Esto es, suprimamos empresas, fundaciones y agencias públicas que chupan recursos del Presupuesto sin ofrecer nada a cambio, salvo la politización de todos los sectores a los que se dedican. Reduzcamos el número de cargos políticos, encargando de sus tareas –si es que tienen otra aparte de pasearse en coche oficial y posar para las fotos- a los que verdaderamente saben de los asuntos: los funcionarios de carrera.
Eliminemos la dupicidad de administraciones que dictan normativas a veces duplicadas y a veces contradictorias, empezando por las Mancomunidades y terminando por una asignación transparente y eficiente de las competencias del Estado y de las Comunidades Autónomas.
Y, sobre todo, exijamos una profunda tranformación de este sistema partidista podrido e ineficiente que sitúa a mediocres e ignorantes en los cargos de mayor responsabilidad de la sociedad.
MARIO J. HURTADO