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Con el pañuelo en la cabeza

Con el ajetreo de la vida moderna, con tanta opulencia, da la impresión de que solo deseamos tener más y mejor y no nos paramos a recapacitar en que no somos nada y que estamos de paso en este mundo. Parece que no reparamos en que la gran mayoría de las cosas de la vida son banalidades; se nos olvidan nuestros buenos principios y solo acudimos a refugiarnos en nuestras creencias cuando la vida nos da un golpe o se nos presenta un gran problema, como una enfermedad grave y, a veces, incurable.

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Esto que les voy a comentar lo hago para dar ánimo a las personas que se encuentren en mi situación. No pretendo erigirme en protagonista ni mucho menos: mi intención no es otra que la de dar todo mi aliento y apoyo a las personas que, por cualquier circunstancia, hayan perdido la esperanza.

Cuando me diagnosticaron la enfermedad grave me quedé que no sabía qué hacer. Recuerdo que cuando el doctor me lo comunicó –con mucha sutileza, eso sí- me quedé petrificado, como bloqueado, y no reaccionaba. Y me preguntaba una y otra vez: "¿Por qué a mí? ¿Qué he hecho yo para merecerlo?".

Dentro de mi pesadumbre y de mi abatimiento intenté por todos los medios asimilarlo de la mejor manera. Como les digo, el doctor que me atendió me dio la noticia con mucho tacto –e incluso con cariño-. También me comentó que tendría que afrontar un tratamiento duro y largo y que no lo iba a pasar muy bien. No obstante, también me insistió en que lo más importante era que el propio enfermo tuviese fe en su curación.

Por eso, yo me refugié en mi fe y le pedí a Dios Nuestro Señor y a nuestra Madre María Auxiliadora que me diesen fuerzas para sobrellevarlo. Desde bien pequeño me inculcaron en los Salesianos tener esta fe y, a pesar de mis años, la sigo teniendo contra viento y marea.

Aunque respeto a quienes no comparten esta fe, opino que con creer en Dios no le hago daño a nadie y es algo que siempre me ha servido para salvar los obstáculos que me ha puesto la vida por delante –y les puedo asegurar que no han sido pocos: algunos muy pero que muy fuertes-. Sin embargo, hasta ahora, siempre he tenido fuerza para superarlos.

Durante el largo tratamiento en el hospital comprobé con mis propios ojos que había personas en peor estado que yo: personas con la misma enfermedad pero en un estado muy lamentable y, además, con el añadido de estar completamente solas, sin ningún familiar que les acompañase.

Personas llenas de tristeza y melancolía, sin ánimos para nada, con más ganas de morir que de seguir luchando. Por eso, entre todos los que asistíamos a las sesiones de radioterapia, tratábamos de animarles y de darles nuestro apoyo. Y, con la ayuda de los demás, estas personas cogían fe y también deseaban curarse.

Ante la situación que me tocó vivir, no dejé de darle gracias a Dios ni un día, pues al ver mi entorno comprendí que, realmente, era un afortunado. Y es que, pese a estar enfermo, me podía valer por mí mismo.

Pienso que cuando uno se encuentra en un trance semejante, todo se te viene abajo y la persona queda hundida, sin poder de reacción. Pero también me di cuenta de la manera de ser de las personas más queridas y de los amigos: muchos te llaman para hurgar en tu pesadumbre y se hacen los hipócritas porque, verdaderamente, les importas bien poco y tu enfermedad, menos.

En cuanto a los familiares, los hay que se desviven en todo momento, que no cesan de dar ánimos; estoy seguro de que a muchos les afecta igual que a ti. No obstante, también hay familiares que no se dignan ni siquiera a descolgar el teléfono para hacerte una llamada de ánimo.

A mí me impactaba mucho el hecho de ver cómo a señoras se les caía el cabello como consecuencia del tratamiento. Unas llevaban pañuelo y otras se atrevían con la peluca. Gracias a la amistad que forjamos, algunas de ellas –como Amada- se quitaban la peluca y me enseñaban cómo les iba creciendo el pelo: "Fíjate, Juan, cómo me crece poquito a poco", me señalaba bien contenta.

Otra, llamada Rosa, salía de la radioterapia con el cuello rojo como un tomate y me decía muy animada: "A esto le pongo yo crema y se me marcha enseguida; lo importante es vencer esta enfermedad". Y así iban pasando los días…

He podido comprobar personalmente el gran apego que tienen a la vida la mayoría de las personas que sufren esta enfermedad; cómo se dan ánimos entre ellos. Y es que tienen una solidaridad increíble, pues se vuelven muy sensibles y más humanos quizás, dado que le dan más importancia a las cosas que antes pasaban desapercibidas. En este trance, muchas personas aprenden a apreciar y valorar el hecho de levantarse cada día para comenzar un nuevo día y hablan de su enfermedad con toda naturalidad.

Un buen día, una señora mayor que conocí en el hospital me confesaba que lo había pasado muy mal. El cabello se le había caído y, con su edad, no se veía ella otra vez con melena. Pero remataba: "bueno, mientras haya pañuelos tan bonitos, no me importa".

También me contó un día que nunca había sido creyente, que no quería saber nada ni de religión ni de la Iglesia y que los curas y los santos "cuanto más lejos, mejor". Sin embargo, a partir de la situación tan grave que le estaba tocando vivir, un buen día, ya sin fuerzas ni voluntad, se encomendó a Dios Nuestro Señor.

Según me dijo, con la ayuda de Él y con su gran fuerza de voluntad, se había convencido de que vencería esta grave enfermedad. "Cada día que pasa me repito que es un día muy especial; cada día, cada hora, cada minuto que vivo es especial y, por eso, doy gracias a Dios", me decía.

Por mi parte, cada día, cuando amanece y me encuentro con el sol despuntando por el horizonte, le doy gracias a Dios Nuestro Señor y le pido: "ayúdame y dame fuerzas para seguir en esta lucha". Ya les he dicho que soy católico practicante pero que respeto a todo el mundo: tanto a los ateos como a las personas que profesan otras creencias.

No quiero dejar pasar la oportunidad de comentar el valor humano de los médicos y de las enfermeras de la Unidad de Oncología: todo por su parte son palabras cariñosas, buenas maneras y cariño a raudales hacia los enfermos y sus familiares.

La doctora que me trata en Urología es muy joven y humana. Muchas veces pienso que todos los médicos tendrían que tener este talante pues el cariño, el afecto y la tranquilidad que me transmite es de tal magnitud que mi confianza en ella es absoluta. Nunca olvidaré este trato tan humano y cariñoso: de esta manera, el enfermo se fortalece pues sabe que tiene a una persona en quien apoyarse y confiar ciegamente.

Habrá muchas personas que al leer esta columna se hayan preguntado de qué enfermedad les hablo. Pues sí, se trata del cáncer, algo muy fuerte para cualquiera pero que, por desgracia, padecen muchísimas más personas de las que podríamos imaginar.

Con este artículo solo pretendo que todas las personas que padezcan esta enfermedad no pierdan los ánimos, pues el cáncer se cura cogiéndolo a tiempo. Espero que tengan mucha fe en Dios Nuestro Señor y en nuestra querida Madre María Auxiliadora, pues ambos le van a dar muchas fuerzas para superarla.

Y aunque para muchos, esto de la fe sea una insensatez y no quieran saber nada de ella, sí creo importante que los no creyentes se aferren a algo que les dé fuerzas, que no desistan y que sepan que pasarán por momentos difíciles. Pero con mucho ánimo y muchas ganas de vivir, lo van a superar, porque la vida en sí es preciosa y no la podemos desperdiciar.

En estos momentos nos tenemos que acordar más que nunca de nuestros seres queridos: de nuestros hijos y nietecillos, pues dos horas al lado de ellos nos aportan fuerza, vitalidad y energía para rato, dado que están en la flor de la vida y bajo ningún concepto deseamos perderlos –salvo que Dios nuestro Señor nos llame, pues Él manda en nuestras vidas-. Mucho ánimo, mucha fuerza y muchas ganas de vivir a todos los enfermos de cáncer.

JUAN NAVARRO COMINO
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