Pasan las horas del hastío sentado, delante del ordenador, con las manos depositadas sobre un teclado declarado en huelga de silencio. Un tedio supino, un aburrimiento vital se ha apropiado del dueño de esas manos que yacen sobre las letras ordenadamente desparramadas.
En un primer momento pensó hablar de aquellos que cuando toca defender derechos y luchar por lo que cotidianamente se nos arrebata como si nunca hubiera sido nuestro deciden quedarse en casa, calentar el pico y que otros peleen por lo que todos disfrutan, pero que no dudan en colapsar la capital para recibir a unos héroes, sus héroes, que no luchan más que por y para sí mismos.
Pero que, vaya usted a saber por qué, para ellos representan un no sé qué que queda balbuciendo que despierta los más soterrados instintos patrióticos del personal. ¡Qué disfruten! –pensó. A fin de cuentas, ¿quién era él para quitarles la ilusión de festejar en primera del plural los éxitos ajenos?
Buscando otro pretexto con el que rellenar aquella extensión blanca que se erigía, imponente, delante de él, sopesó comentar las últimas jugadas de aquel circo en que, desde hace ya demasiado tiempo, se ha convertido la política.
Pero los políticos profesionales, esos que convirtieron la labor de representar al pueblo de un estilo en un modo de vida, para él, hastiado escritor amateur de una tarde de verano, valían tan poco como aquellos, sectarios de cerebro espongiforme, seguidores a pies juntillas de las ideas del maestro de turno. Alabado sea el líder, alabada su política y no olvides cumplir con la liturgia tetranual del voto continuista; que trabajo les ha costado montar este tinglado.
Y así, uno por uno, como imágenes grabadas inconscientemente de las que se tiene un recuerdo indeleble, fueron desfilando todos los temas diarios que tenemos ya aborrecidos. Y por una vez, dueño absoluto de sus actos, apagó el ordenador, se fue al salón y leyó a Machado. Mientras, el reloj, clareando tímidamente en la penumbra de su rincón, golpeaba odiosamente con su tictac.
Pasan las horas de hastío
por la estancia familiar
el amplio cuarto sombrío
donde yo empecé a soñar.
Del reloj arrinconado,
que en la penumbra clarea,
el tictac acompasado
odiosamente golpea.
Dice la monotonía
del agua clara al caer:
un día es como otro día;
hoy es lo mismo que ayer.
Cae la tarde. El viento agita
el parque mustio y dorado...
¡Qué largamente ha llorado
toda la fronda marchita!
En un primer momento pensó hablar de aquellos que cuando toca defender derechos y luchar por lo que cotidianamente se nos arrebata como si nunca hubiera sido nuestro deciden quedarse en casa, calentar el pico y que otros peleen por lo que todos disfrutan, pero que no dudan en colapsar la capital para recibir a unos héroes, sus héroes, que no luchan más que por y para sí mismos.
Pero que, vaya usted a saber por qué, para ellos representan un no sé qué que queda balbuciendo que despierta los más soterrados instintos patrióticos del personal. ¡Qué disfruten! –pensó. A fin de cuentas, ¿quién era él para quitarles la ilusión de festejar en primera del plural los éxitos ajenos?
Buscando otro pretexto con el que rellenar aquella extensión blanca que se erigía, imponente, delante de él, sopesó comentar las últimas jugadas de aquel circo en que, desde hace ya demasiado tiempo, se ha convertido la política.
Pero los políticos profesionales, esos que convirtieron la labor de representar al pueblo de un estilo en un modo de vida, para él, hastiado escritor amateur de una tarde de verano, valían tan poco como aquellos, sectarios de cerebro espongiforme, seguidores a pies juntillas de las ideas del maestro de turno. Alabado sea el líder, alabada su política y no olvides cumplir con la liturgia tetranual del voto continuista; que trabajo les ha costado montar este tinglado.
Y así, uno por uno, como imágenes grabadas inconscientemente de las que se tiene un recuerdo indeleble, fueron desfilando todos los temas diarios que tenemos ya aborrecidos. Y por una vez, dueño absoluto de sus actos, apagó el ordenador, se fue al salón y leyó a Machado. Mientras, el reloj, clareando tímidamente en la penumbra de su rincón, golpeaba odiosamente con su tictac.
Pasan las horas de hastío
por la estancia familiar
el amplio cuarto sombrío
donde yo empecé a soñar.
Del reloj arrinconado,
que en la penumbra clarea,
el tictac acompasado
odiosamente golpea.
Dice la monotonía
del agua clara al caer:
un día es como otro día;
hoy es lo mismo que ayer.
Cae la tarde. El viento agita
el parque mustio y dorado...
¡Qué largamente ha llorado
toda la fronda marchita!
PABLO POÓ