Justo cuando peor estamos, cuando nos engulle sin misericordia una crisis que nos conduce cuarenta años atrás, a los tiempos sin derechos pero cargados de obligaciones serviles, donde el cacique era el señorito feudal de haciendas y vidas gracias al cual se podían ambicionar unas migajas de trabajo en régimen de explotación, y la autoridad era indiscutida, temida y arbitraria, laxa para los ricos pero sumamente estricta para un pueblo sumido en la miseria material y moral, surge entonces el futbol liberalizador de tensiones contenidas, de válvula de escape para las presiones insoportables de una sociedad que no halla satisfacciones más que en los colores de unos equipos que encauzan su descontento, sus ansias de expresión y su afán por disfrutar de la libertad.
El Poder sabe que debe dejar alguna espita que libere la presión con que gobierna, exprime voluntades y llena las arcas en beneficio de los detentadores de su autoridad. La Iglesia era, en otros momentos históricos, ese “opio” que adormecía las conciencias, confortándolas con un paraíso de justicia ubicado más allá de la muerte y actuando con una complicidad criminal que aconsejaba el sometimiento paciente y sufriente como pasaporte a la gloria celestial.
Luego fue el deporte, con el advenimiento de una democracia que tiñó de banderas las regiones y las saturó de instituciones burocráticas y de cargos políticos que multiplican el coste de una Administración ruinosa, el deporte como fiesta para el desahogo y el patrioterismo más simplón y ramplante de cuantas emociones se pueden inducir para cegar inquietudes y desviar preocupaciones colectivas.
Ninguna invasión militar extranjera poblaría de enseñas patrias los balcones de nuestras ciudades como las que hoy contemplamos con el triunfo de la Selección Española en la Eurocopa: una histeria alimentada por los medios de comunicación que, de forma monográfica y asfixiante, se dedicaron por todas las cadenas de televisión, públicas y privadas –salvo alguna excepción-, a retransmitir el ritual de una celebración multitudinaria en medio de las calles, sin que las fuerzas del orden público ni ninguna autoridad gubernamental lo reprimiera como suele cuando son jóvenes los que protestan por recortes en la educación.
Aborrezco estas expresiones jaleadas desde el Poder, ese que encarna un presidente de Gobierno parco en dar explicaciones sobre las medidas que impulsa para empobrecernos, pero que dispone de tiempo y ánimo para arrimarse a los vencedores de gestas tan inútiles para la prosperidad y el progreso de la gente como las del fútbol y, en general, las del deporte.
Aborrezco ese tratamiento que nos aborrega en una masa uniforme y vociferante, que se disfraza con presuntos colores patrios para clamar a unos héroes nada altruistas con los problemas que asolan al país. Un espectáculo de la extraordinaria capacidad sumisa de quienes, así, pueden desahogarse con tan poco, facilitando un imponente rendimiento mediático y sociológico que explotan los que salen en la foto. Véanlos y apláudanlos.
El Poder sabe que debe dejar alguna espita que libere la presión con que gobierna, exprime voluntades y llena las arcas en beneficio de los detentadores de su autoridad. La Iglesia era, en otros momentos históricos, ese “opio” que adormecía las conciencias, confortándolas con un paraíso de justicia ubicado más allá de la muerte y actuando con una complicidad criminal que aconsejaba el sometimiento paciente y sufriente como pasaporte a la gloria celestial.
Luego fue el deporte, con el advenimiento de una democracia que tiñó de banderas las regiones y las saturó de instituciones burocráticas y de cargos políticos que multiplican el coste de una Administración ruinosa, el deporte como fiesta para el desahogo y el patrioterismo más simplón y ramplante de cuantas emociones se pueden inducir para cegar inquietudes y desviar preocupaciones colectivas.
Ninguna invasión militar extranjera poblaría de enseñas patrias los balcones de nuestras ciudades como las que hoy contemplamos con el triunfo de la Selección Española en la Eurocopa: una histeria alimentada por los medios de comunicación que, de forma monográfica y asfixiante, se dedicaron por todas las cadenas de televisión, públicas y privadas –salvo alguna excepción-, a retransmitir el ritual de una celebración multitudinaria en medio de las calles, sin que las fuerzas del orden público ni ninguna autoridad gubernamental lo reprimiera como suele cuando son jóvenes los que protestan por recortes en la educación.
Aborrezco estas expresiones jaleadas desde el Poder, ese que encarna un presidente de Gobierno parco en dar explicaciones sobre las medidas que impulsa para empobrecernos, pero que dispone de tiempo y ánimo para arrimarse a los vencedores de gestas tan inútiles para la prosperidad y el progreso de la gente como las del fútbol y, en general, las del deporte.
Aborrezco ese tratamiento que nos aborrega en una masa uniforme y vociferante, que se disfraza con presuntos colores patrios para clamar a unos héroes nada altruistas con los problemas que asolan al país. Un espectáculo de la extraordinaria capacidad sumisa de quienes, así, pueden desahogarse con tan poco, facilitando un imponente rendimiento mediático y sociológico que explotan los que salen en la foto. Véanlos y apláudanlos.
DANIEL GUERRERO