A estas alturas de una crisis que ha arruinando las ilusiones de la inmensa mayoría de la población, tanto individual como colectivamente, despojando a cinco millones de personas de cualquier medio de subsistencia digno de ser llamado "trabajo", y que ha llevado a la economía a dos recesiones en pocos años, resulta increíble que alguien se haga la pregunta que sirve de titular a esta columna. Sin embargo, yo me la hago.
Y me la formulo porque por mucho que busque motivos para lo que nos describen como un cataclismo, no hallo causas que lo justifiquen, no encuentro catástrofes que impidan la obtención de las fuentes de energía que nos abastecen, ni guerras entre nuestros clientes que limiten la actividad comercial de las empresas nacionales, ni siquiera una baja productividad en la mano de obra de nuestros productos. Sólo me hablan de problemas financieros que, en principio, son ajenos al normal desenvolvimiento de nuestra economía y negocios.
De un día para otro, la rueda del consumo dejó de girar por la avaricia de unos pocos, no porque se dejara de consumir ni de fabricar bienes de consumo. Y aprovechando la confusión, nos están intentado meter un miedo tan irracional que renunciamos a derechos inalienables. Esta situación me recuerda la que se le hace sentir a algunos enfermos.
Cuando soportamos graves circunstancias, nos aferramos a un clavo ardiendo con tal de vislumbrar alguna posibilidad de superación. O, al contrario, se tira la toalla al primer contratiempo a pesar de la panoplia de alternativas existentes para combatir la eventualidad que nos aflige.
Todo depende de cómo nos describan el diagnóstico de lo que sucede y los tratamientos disponibles. Incluso, en ciertas ocasiones, se aprovecha una afección banal para dibujar un negro pronóstico si no se modifican hábitos contrarios a la salud. De tanto afirmar que fumar mata, ya pocos abandonan el tabaco por ello.
Algo así está sucediendo con la crisis económica, en la que se detectan las mismas respuestas y parecidas amenazas. Se está imputando a países enteros el problema generado por la avaricia de una minoría que opera detrás de unos mercados financieros tan opacos como irresponsables.
Y en vez de ofrecer un diagnóstico claro y veraz, se está aprovechando un estornudo cíclico del capitalismo para infundir miedo a la gente con tal de que acepte, convencida por el pánico, la eliminación de derechos, la reducción del poder adquisitivo y la entrega al sector privado de servicios otrora suministrados desde ámbitos públicos, en virtud a políticas tributarias progresivas y solidarias.
Las terapias contra la enfermedad desbordan la sintomatología que se dice combatir, sin conseguir ninguna mejoría. A pesar de ello, se administran recetas que llevan implícitas profundas reformas estructurales con el objetivo de implantar un determinado modelo económico y social, de carácter marcadamente neoliberal.
Así, sin importar la ideología, los gobiernos sometidos a dichos tratamientos han tenido que admitir esas exigencias, aunque ello fuera en contra su ideario político o despertara el profundo rechazo de la opinión pública.
Hay intenciones políticas y consideraciones morales en las decisiones económicas que persiguen un objetivo ideológico no confesado. Son esos mismos intereses inconfesables los que ocultan que las medidas para afrontar la crisis financiera actual no suponen necesariamente el desmantelamiento de los servicios públicos que los acreedores reclaman, que las exigencias para adelgazar el llamado "Estado de Bienestar" son algo añadido a los mecanismos contables con los que se podría equilibrar las cuentas del Estado, sin someterse a un mercado que ansía su plena desregulación y en el que impera el lucro sobre el interés social o colectivo.
Al enfermo se le ha metido miedo y se le ha presentado un negro pronóstico para que se avenga a unas decisiones que se le imponen, para que opte a un determinado tratamiento. Tanto si confía en salvarse como morirse, deberá pagar la factura, que es de lo que se trata, independientemente de su enfermedad.
Nadie le anima a la resiliencia, a esa capacidad de aprovechar los momentos de dificultad para fortalecerse y afrontar proactivamente la adversidad. Por eso me pregunto: ¿tal mal estamos que no podemos salir de esta?
Y me la formulo porque por mucho que busque motivos para lo que nos describen como un cataclismo, no hallo causas que lo justifiquen, no encuentro catástrofes que impidan la obtención de las fuentes de energía que nos abastecen, ni guerras entre nuestros clientes que limiten la actividad comercial de las empresas nacionales, ni siquiera una baja productividad en la mano de obra de nuestros productos. Sólo me hablan de problemas financieros que, en principio, son ajenos al normal desenvolvimiento de nuestra economía y negocios.
De un día para otro, la rueda del consumo dejó de girar por la avaricia de unos pocos, no porque se dejara de consumir ni de fabricar bienes de consumo. Y aprovechando la confusión, nos están intentado meter un miedo tan irracional que renunciamos a derechos inalienables. Esta situación me recuerda la que se le hace sentir a algunos enfermos.
Cuando soportamos graves circunstancias, nos aferramos a un clavo ardiendo con tal de vislumbrar alguna posibilidad de superación. O, al contrario, se tira la toalla al primer contratiempo a pesar de la panoplia de alternativas existentes para combatir la eventualidad que nos aflige.
Todo depende de cómo nos describan el diagnóstico de lo que sucede y los tratamientos disponibles. Incluso, en ciertas ocasiones, se aprovecha una afección banal para dibujar un negro pronóstico si no se modifican hábitos contrarios a la salud. De tanto afirmar que fumar mata, ya pocos abandonan el tabaco por ello.
Algo así está sucediendo con la crisis económica, en la que se detectan las mismas respuestas y parecidas amenazas. Se está imputando a países enteros el problema generado por la avaricia de una minoría que opera detrás de unos mercados financieros tan opacos como irresponsables.
Y en vez de ofrecer un diagnóstico claro y veraz, se está aprovechando un estornudo cíclico del capitalismo para infundir miedo a la gente con tal de que acepte, convencida por el pánico, la eliminación de derechos, la reducción del poder adquisitivo y la entrega al sector privado de servicios otrora suministrados desde ámbitos públicos, en virtud a políticas tributarias progresivas y solidarias.
Las terapias contra la enfermedad desbordan la sintomatología que se dice combatir, sin conseguir ninguna mejoría. A pesar de ello, se administran recetas que llevan implícitas profundas reformas estructurales con el objetivo de implantar un determinado modelo económico y social, de carácter marcadamente neoliberal.
Así, sin importar la ideología, los gobiernos sometidos a dichos tratamientos han tenido que admitir esas exigencias, aunque ello fuera en contra su ideario político o despertara el profundo rechazo de la opinión pública.
Hay intenciones políticas y consideraciones morales en las decisiones económicas que persiguen un objetivo ideológico no confesado. Son esos mismos intereses inconfesables los que ocultan que las medidas para afrontar la crisis financiera actual no suponen necesariamente el desmantelamiento de los servicios públicos que los acreedores reclaman, que las exigencias para adelgazar el llamado "Estado de Bienestar" son algo añadido a los mecanismos contables con los que se podría equilibrar las cuentas del Estado, sin someterse a un mercado que ansía su plena desregulación y en el que impera el lucro sobre el interés social o colectivo.
Al enfermo se le ha metido miedo y se le ha presentado un negro pronóstico para que se avenga a unas decisiones que se le imponen, para que opte a un determinado tratamiento. Tanto si confía en salvarse como morirse, deberá pagar la factura, que es de lo que se trata, independientemente de su enfermedad.
Nadie le anima a la resiliencia, a esa capacidad de aprovechar los momentos de dificultad para fortalecerse y afrontar proactivamente la adversidad. Por eso me pregunto: ¿tal mal estamos que no podemos salir de esta?
DANIEL GUERRERO