Imaginaos por un momento un gran bosque. Un eterno ecosistema tan amplio que es capaz de albergar tal variedad de especies animales y vegetales que ninguna fábula descrita hasta el momento sería capaz de igualar. En apariencia, todos conviven mutuamente, y todos se necesitan y se ayudan aunque sea indirectamente y sin saberlo.
El conejo necesita de esa hierba que lo nutre diariamente; el zorro, por otro lado, siempre busca al conejo para poder alimentar su cuerpo de depredador; y el águila imperial ibérica, superdepredador porque se alimenta de otros depredadores, a su vez precisa de la carne del zorro para poder cebar a sus pollos.
Pero es que cuando muera la reina de las águilas, los buitres, que son los sepultureros del campo, serán los encargados de limpiar el campo de la carroña de nuestra escasa imperial. La misma Naturaleza, ella solita y sin la ayuda de nadie, se va gestionando automáticamente sus propios recursos en función de la disponibilidad de alimento.
De esta forma nunca van a sobrar depredadores, porque ellos crían más lentamente y, a la vez, jamás faltarán las presas, puesto que estas, aunque acaben en su gran mayoría dentro de las fauces de sus principales depredadores, son mucho más prolíficas que estos enemigos naturales que las presionan.
Este es el secreto que nuestra madre Naturaleza ha estado usando durante millones y millones de años de evolución para mantener el equilibrio ecológico que siempre ha caracterizado a esos ecosistemas que nunca han sido modificados por la mano del hombre.
Un buen (o mal) día, un amante de ese "arte" al cual venimos en llamar "caza", descubre este paraíso, y decide que este es un buen lugar para pasar sus fines de semana cazando conejos, debido a su abundancia.
Pero este hombre, viejo ya, de esos catalogados como "grandes conocedores" (pero no observadores) de la fauna salvaje (cinegética), considera que en ese lugar hay demasiados zorros, y como menos zorros es sinónimo de más conejos para cazar, no tiene otra ocurrencia más rápida y barata que dedicarse a repartir por todo el campo unos pequeños trozos de hígado rellenos con un poco de esticnina, uno de los más crueles, eficaces y potentes venenos que jamás se hayan creado.
Como es "natural", caen en la trampa los pretendidos zorros y, a su vez, todos los depredadores y consumidores de carne de este gran bosque. Automáticamente, todos los carroñeros que habitan en las inmediaciones y que comen los cadáveres de estos seres envenenados también caen en el agujero de la esticnina.
Es el principio del fin, la epidemia que poco a poco, inexorablemente, matará desde dentro a todos los carnívoros de nuestro edén, víctimas de un asesino implacable, quizá accidental e inconsciente, que no ha sabido mantener sus propios recursos.
Al bajar el número de los carnívoros que han ingerido este veneno, sube el de los conejos, justo lo que pretendía esta sabia (y no por vieja) persona, que no contaba con un pequeño detallito: al morir la mayoría de los zorros, caen también sus enemigos naturales, carnívoros como él, que eran los encargados de controlar su población.
Algunos de ellos comieron veneno directamente, y otros simplemente se alimentaron de los zorros muertos por el veneno. A partir de este momento ya no hay casi nadie que ponga freno a la proliferación de los pocos zorros que quedaron.
Este depredador, sumamente inteligente porque aparte de gestionar la caza de sus presas también tiene que pensar más que otros depredadores para hallar la forma de huir de sus propios enemigos, tal como acabamos de ver, se encuentra de pronto con una subida repentina en el número de sus presas y un descenso en el número de sus enemigos. Resultado: los pocos zorros que han quedado después de la aplicación de este veneno suben su número de una forma vertiginosa.
Esto no es una historia inventada, sino algo que ha pasado ya muchas veces en unos cuantos lugares. Una vez más, caemos en la cuenta de lo poco útil que resulta a veces el ser humano para la Naturaleza, y cómo una intención mal estudiada puede desembocar precisamente en el efecto contrario que se pretendía desde un primer momento.
A partir de ahora, los cazadores pensarán que digo tonterías, y los amantes de la fauna dirán que tengo razón. En cualquier caso, las estadísticas están ahí y son las únicas que realmente son capaces de hablar por sí mismas. Sentarse en una piedra y mirar el campo con un cuaderno de campo y unos prismáticos es fácil si se tienen ganas.
Por cierto, si ves un cebo o un animal envenenado en el campo, no lo toques y llama a SOS Veneno, al teléfono 900 713 182.
Texto basado en el capítulo 'Tití, mi mejor amigo', de la serie de Félix Rodríguez de la Fuente 'La aventura de la vida', emitido el día 21 de mayo de 1974 en Radio Nacional de España.
El conejo necesita de esa hierba que lo nutre diariamente; el zorro, por otro lado, siempre busca al conejo para poder alimentar su cuerpo de depredador; y el águila imperial ibérica, superdepredador porque se alimenta de otros depredadores, a su vez precisa de la carne del zorro para poder cebar a sus pollos.
Pero es que cuando muera la reina de las águilas, los buitres, que son los sepultureros del campo, serán los encargados de limpiar el campo de la carroña de nuestra escasa imperial. La misma Naturaleza, ella solita y sin la ayuda de nadie, se va gestionando automáticamente sus propios recursos en función de la disponibilidad de alimento.
De esta forma nunca van a sobrar depredadores, porque ellos crían más lentamente y, a la vez, jamás faltarán las presas, puesto que estas, aunque acaben en su gran mayoría dentro de las fauces de sus principales depredadores, son mucho más prolíficas que estos enemigos naturales que las presionan.
Este es el secreto que nuestra madre Naturaleza ha estado usando durante millones y millones de años de evolución para mantener el equilibrio ecológico que siempre ha caracterizado a esos ecosistemas que nunca han sido modificados por la mano del hombre.
Un buen (o mal) día, un amante de ese "arte" al cual venimos en llamar "caza", descubre este paraíso, y decide que este es un buen lugar para pasar sus fines de semana cazando conejos, debido a su abundancia.
Pero este hombre, viejo ya, de esos catalogados como "grandes conocedores" (pero no observadores) de la fauna salvaje (cinegética), considera que en ese lugar hay demasiados zorros, y como menos zorros es sinónimo de más conejos para cazar, no tiene otra ocurrencia más rápida y barata que dedicarse a repartir por todo el campo unos pequeños trozos de hígado rellenos con un poco de esticnina, uno de los más crueles, eficaces y potentes venenos que jamás se hayan creado.
Como es "natural", caen en la trampa los pretendidos zorros y, a su vez, todos los depredadores y consumidores de carne de este gran bosque. Automáticamente, todos los carroñeros que habitan en las inmediaciones y que comen los cadáveres de estos seres envenenados también caen en el agujero de la esticnina.
Es el principio del fin, la epidemia que poco a poco, inexorablemente, matará desde dentro a todos los carnívoros de nuestro edén, víctimas de un asesino implacable, quizá accidental e inconsciente, que no ha sabido mantener sus propios recursos.
Al bajar el número de los carnívoros que han ingerido este veneno, sube el de los conejos, justo lo que pretendía esta sabia (y no por vieja) persona, que no contaba con un pequeño detallito: al morir la mayoría de los zorros, caen también sus enemigos naturales, carnívoros como él, que eran los encargados de controlar su población.
Algunos de ellos comieron veneno directamente, y otros simplemente se alimentaron de los zorros muertos por el veneno. A partir de este momento ya no hay casi nadie que ponga freno a la proliferación de los pocos zorros que quedaron.
Este depredador, sumamente inteligente porque aparte de gestionar la caza de sus presas también tiene que pensar más que otros depredadores para hallar la forma de huir de sus propios enemigos, tal como acabamos de ver, se encuentra de pronto con una subida repentina en el número de sus presas y un descenso en el número de sus enemigos. Resultado: los pocos zorros que han quedado después de la aplicación de este veneno suben su número de una forma vertiginosa.
Esto no es una historia inventada, sino algo que ha pasado ya muchas veces en unos cuantos lugares. Una vez más, caemos en la cuenta de lo poco útil que resulta a veces el ser humano para la Naturaleza, y cómo una intención mal estudiada puede desembocar precisamente en el efecto contrario que se pretendía desde un primer momento.
A partir de ahora, los cazadores pensarán que digo tonterías, y los amantes de la fauna dirán que tengo razón. En cualquier caso, las estadísticas están ahí y son las únicas que realmente son capaces de hablar por sí mismas. Sentarse en una piedra y mirar el campo con un cuaderno de campo y unos prismáticos es fácil si se tienen ganas.
Por cierto, si ves un cebo o un animal envenenado en el campo, no lo toques y llama a SOS Veneno, al teléfono 900 713 182.
Texto basado en el capítulo 'Tití, mi mejor amigo', de la serie de Félix Rodríguez de la Fuente 'La aventura de la vida', emitido el día 21 de mayo de 1974 en Radio Nacional de España.
MANUEL CRUZ