Este no es un Gobierno alegre ni está para alegrías. Además, tiene bien pocas que ofrecer y, aún menos, que le den desde fuera, venga el mensajero de Argentina o de Bolivia. Lo suyo más que otra cosa se parece a una carrera de disgustos: por los que descubre cada día todavía en los cajones; por los que le propinan desde dentro y desde fuera; y por los que ve venir por los horizontes. Se los lleva y nos los da. Cada semana un par de ellos.
Estar informado en España estos días es un ejercicio depresivo, una sostenida incitación a la melancolía. No hay tregua, ni sosiego, ni respiro. Pero en la tempestad, en esta tormenta perfecta en la que están y estamos todos metidos, quedan en la razón y en el futuro dos opciones a las que agarrarse.
La una es la de apretar los dientes, perseverar, afrontar esta ruina y confiar en que en un plazo de tiempo, que no puede ser ni tres días ni cuatro meses, la cirugía y la amarga medicina acaben sanando este cuerpo enfermo y llagado.
La otra es la del griterío y el alboroto, no sin causa y no sin motivo, pero cuyas perspectivas producen, y más con los precedentes y los personajes, vértigo o hasta pánico a nada que se mediten.
Vivimos tiempos duros, pero también delirantes. Y quizás no asistamos nunca a mayor delirio que ver a protagonistas destacados de la catástrofe convertidos en los acusadores de quienes han recibido la ruina de sus propias manos. Y no solo eso si no que se pretenden presentar, un suspiro después, como aquellos que tendrían las soluciones en la mano. ¿Se imaginan?
Porque lo que se configura y se plasma con mayor nitidez cada día y han refrendado en las últimas manifestaciones y conciliábulos reconcilatorios es ese Pacto de Familia, esa gran alianza, cuya concreción sería, de conseguir su objetivo por colapso, algo así como un Gobierno cuyos ejes centrales serían Rubalcaba presidente; Cayo Lara, de primer vicepresidente político. Y dos vicepresidencias económicas dirigidas al alimón por Toxo y Méndez, Méndez y Toxo, que son esos señores que pongas la tele a la hora que la pongas y casi cualquiera de ellas, allí están siempre ellos y, muchas veces, en collera. Son como aquel chiste que se contaba del ministro alemán tan viajero, Hans Dietrich Gencher: habían chocado dos aviones en el aire y en los dos iba él.
Pero más allá de esto y de ellos, el Gobierno ha entrado en una cierta deriva balbuceante que no hace sino acentuar incertidumbres y desconfianzas. Los globos sonda sobre futuras medidas se suceden, se pinchan, vuelven a hincharse y, al final, nos mojan.
Estamos ahora con lo del peaje o como quieran llamarle de las autovías; con la liberalización de parte de la gestión de RENFE; con el “banco malo” de esos eriales pagados a precio de oro durante la especulación inmobiliaria y que ahora valen lo que son: campos de cardos.
Estamos con TVE y las teles autonómicas y, sobre todo, con la madre del cordero y de todas las reformas que es meterle mano a la Administración, a las Administraciones públicas y a todos sus tentáculos y con no sé cuántas cosas más que suelen quedar para el siguiente Consejo o para la próxima decisión que, al final, sabemos que nos acabará afectando de una u otra manera al bolsillo.
Y en todos los casos, haciendo un cierta goma ciclista donde ni acaban de arrancar ni se descuelgan definitivamente. Aumentan las filtraciones, se lía la parda, se monta un barullo, aparecen las contradicciones y no hay nada del todo cierto ni en verdad sólido.
Cierto que les esperan con el hacha levantada y cierto es que la intención es ya presentarlos como unos “sadicos politicos” (la expresión ya ha sido empleada) que se regodean en hacernos sufrir. Algo, en verdad, tan escaso de fundamento como estúpido, pero que cuela para el mitin y la pancarta, porque nadie en su sano juicio –y si no es por extrema necesidad- pone en práctica acciones que le erosionan y desgastan de manera tan clara.
Todo ello es, sin duda, algo que debemos considerar. Pero debían aclararse y solo hablar cuando la decisión esté tomada en firme y encargar a quien debe explicarla –y no que salgan tres y cada uno por su lado, que es algo que deben corregir de inmediato-.
En tres meses han ido rápido, y según un plan trazado y expuesto en el Parlamento por Rajoy, poniendo en marcha reformas y líneas de enorme trascendencia y calado. Pero la urgencia y la ansiedad son tales que todo parece ir arrastrándose y reptando por el suelo.
Es de agradecer, sin embargo, que hayan dejado de contarnos milongas y que no se aferren a espejismos. La reacción ante una primera noticia que no era demoledora sobre el paro. Esos mínimos 6.000 menos en abril ha sido valorada en justo término: es estacional y es, incluso, menor que lo fue el año pasado. Con todo –menos da una piedra- es el primer mes, desde hace ocho y el primero con Rajoy en el Gobierno, que la cifra de paro baja.
Saben que el desempleo puede volver a bajar al calor del verano y el turismo, pero que eso no es abrir la tendencia de una verdadera creación de empleo. Pero, al menos, el de marzo no era otro estacazo.
O como la bolsa, intentando llegar a la cifra de los 7.000, que es raquítica pero que es mejor que asomarse a los abismos de los 6.000; o la prima de riesgo, que trata de bajar de los 400 –que tampoco es cifra para sonreírle, pero más nefasto sería volver a avistar los 500–. Datos, todos ellos, que no se saludan con alharacas, sino con la sensatez de quien sabe que, en absoluto, ha pasado la tormenta.
Y ya que hablamos de tormenta, hablemos de agua. Y ahí, sí. El Gobierno ha dado un importante paso para restañar en parte la tremenda herida que Narbona y Zapatero causaron a la vertebración de España, troceando ese bien que es común y así era sentido por los españoles: el Estado recupera competencias y capacidad sancionadora. Bienvenida sea.
Y quedamos a ver si esta semana, en vez de punciones exploratorias, tenemos ya algo definitivo sobre ese elefante inmenso y pesadísimo, ese que no lo cazan ni en Botsuana, y que cae sobre todos nuestros hombros y que es quintuplicación de funciones y competencias, de ayuntamientos a Gobierno central, pasando por comarcas, diputaciones y comunidades. A ver si se atreven. Y a ver si ponen de una vez un nombre encima de la mesa para RTVE, donde duermen Toxo y Méndez para ir a todos los programas.
Estar informado en España estos días es un ejercicio depresivo, una sostenida incitación a la melancolía. No hay tregua, ni sosiego, ni respiro. Pero en la tempestad, en esta tormenta perfecta en la que están y estamos todos metidos, quedan en la razón y en el futuro dos opciones a las que agarrarse.
La una es la de apretar los dientes, perseverar, afrontar esta ruina y confiar en que en un plazo de tiempo, que no puede ser ni tres días ni cuatro meses, la cirugía y la amarga medicina acaben sanando este cuerpo enfermo y llagado.
La otra es la del griterío y el alboroto, no sin causa y no sin motivo, pero cuyas perspectivas producen, y más con los precedentes y los personajes, vértigo o hasta pánico a nada que se mediten.
Vivimos tiempos duros, pero también delirantes. Y quizás no asistamos nunca a mayor delirio que ver a protagonistas destacados de la catástrofe convertidos en los acusadores de quienes han recibido la ruina de sus propias manos. Y no solo eso si no que se pretenden presentar, un suspiro después, como aquellos que tendrían las soluciones en la mano. ¿Se imaginan?
Porque lo que se configura y se plasma con mayor nitidez cada día y han refrendado en las últimas manifestaciones y conciliábulos reconcilatorios es ese Pacto de Familia, esa gran alianza, cuya concreción sería, de conseguir su objetivo por colapso, algo así como un Gobierno cuyos ejes centrales serían Rubalcaba presidente; Cayo Lara, de primer vicepresidente político. Y dos vicepresidencias económicas dirigidas al alimón por Toxo y Méndez, Méndez y Toxo, que son esos señores que pongas la tele a la hora que la pongas y casi cualquiera de ellas, allí están siempre ellos y, muchas veces, en collera. Son como aquel chiste que se contaba del ministro alemán tan viajero, Hans Dietrich Gencher: habían chocado dos aviones en el aire y en los dos iba él.
Pero más allá de esto y de ellos, el Gobierno ha entrado en una cierta deriva balbuceante que no hace sino acentuar incertidumbres y desconfianzas. Los globos sonda sobre futuras medidas se suceden, se pinchan, vuelven a hincharse y, al final, nos mojan.
Estamos ahora con lo del peaje o como quieran llamarle de las autovías; con la liberalización de parte de la gestión de RENFE; con el “banco malo” de esos eriales pagados a precio de oro durante la especulación inmobiliaria y que ahora valen lo que son: campos de cardos.
Estamos con TVE y las teles autonómicas y, sobre todo, con la madre del cordero y de todas las reformas que es meterle mano a la Administración, a las Administraciones públicas y a todos sus tentáculos y con no sé cuántas cosas más que suelen quedar para el siguiente Consejo o para la próxima decisión que, al final, sabemos que nos acabará afectando de una u otra manera al bolsillo.
Y en todos los casos, haciendo un cierta goma ciclista donde ni acaban de arrancar ni se descuelgan definitivamente. Aumentan las filtraciones, se lía la parda, se monta un barullo, aparecen las contradicciones y no hay nada del todo cierto ni en verdad sólido.
Cierto que les esperan con el hacha levantada y cierto es que la intención es ya presentarlos como unos “sadicos politicos” (la expresión ya ha sido empleada) que se regodean en hacernos sufrir. Algo, en verdad, tan escaso de fundamento como estúpido, pero que cuela para el mitin y la pancarta, porque nadie en su sano juicio –y si no es por extrema necesidad- pone en práctica acciones que le erosionan y desgastan de manera tan clara.
Todo ello es, sin duda, algo que debemos considerar. Pero debían aclararse y solo hablar cuando la decisión esté tomada en firme y encargar a quien debe explicarla –y no que salgan tres y cada uno por su lado, que es algo que deben corregir de inmediato-.
En tres meses han ido rápido, y según un plan trazado y expuesto en el Parlamento por Rajoy, poniendo en marcha reformas y líneas de enorme trascendencia y calado. Pero la urgencia y la ansiedad son tales que todo parece ir arrastrándose y reptando por el suelo.
Es de agradecer, sin embargo, que hayan dejado de contarnos milongas y que no se aferren a espejismos. La reacción ante una primera noticia que no era demoledora sobre el paro. Esos mínimos 6.000 menos en abril ha sido valorada en justo término: es estacional y es, incluso, menor que lo fue el año pasado. Con todo –menos da una piedra- es el primer mes, desde hace ocho y el primero con Rajoy en el Gobierno, que la cifra de paro baja.
Saben que el desempleo puede volver a bajar al calor del verano y el turismo, pero que eso no es abrir la tendencia de una verdadera creación de empleo. Pero, al menos, el de marzo no era otro estacazo.
O como la bolsa, intentando llegar a la cifra de los 7.000, que es raquítica pero que es mejor que asomarse a los abismos de los 6.000; o la prima de riesgo, que trata de bajar de los 400 –que tampoco es cifra para sonreírle, pero más nefasto sería volver a avistar los 500–. Datos, todos ellos, que no se saludan con alharacas, sino con la sensatez de quien sabe que, en absoluto, ha pasado la tormenta.
Y ya que hablamos de tormenta, hablemos de agua. Y ahí, sí. El Gobierno ha dado un importante paso para restañar en parte la tremenda herida que Narbona y Zapatero causaron a la vertebración de España, troceando ese bien que es común y así era sentido por los españoles: el Estado recupera competencias y capacidad sancionadora. Bienvenida sea.
Y quedamos a ver si esta semana, en vez de punciones exploratorias, tenemos ya algo definitivo sobre ese elefante inmenso y pesadísimo, ese que no lo cazan ni en Botsuana, y que cae sobre todos nuestros hombros y que es quintuplicación de funciones y competencias, de ayuntamientos a Gobierno central, pasando por comarcas, diputaciones y comunidades. A ver si se atreven. Y a ver si ponen de una vez un nombre encima de la mesa para RTVE, donde duermen Toxo y Méndez para ir a todos los programas.
ANTONIO PÉREZ HENARES