Recuerdo que hace ahora un año, cuando ya se anunciaban elecciones generales para el otoño y el país se encontraba en plena vorágine de la crisis, la estrategia del Partido Popular (PP) no fue otra que la de guardar el más prudente de los silencios y dejar que los socialistas se quemaran en sus propias brasas.
Pasado ese tiempo y cuando los resultados de dicha estrategia brindaron una mayoría absoluta al PP, Alfredo Pérez Rubalcaba y los suyos han optado por copiar los modos y maneras de sus opositores, limitando lo menos posible las apariciones en público, de forma que la gravedad de la actual situación se identifique exclusivamente con el Gobierno de la nación, generándole un desgaste que vaya minando poco a poco los apoyos populares.
Son cosas de la política y ya sabemos que por muy participativo que pueda considerarse al sistema democrático –no digo ya al nuestro- al final son unos pocos, los designados en las urnas, los que hacen de su capa un sayo, creyéndose dueños y señores de todo lo público o, lo que es lo mismo, de todo lo que es de todos y, en una ínfima proporción, de ellos mismos.
Lo cierto es que vivimos unos momentos políticos y sociales en los que la sociedad se está planteando muy seriamente para qué queremos a nuestros representantes –el otro día me llegaba una información que recogía que en España tenemos más políticos, alrededor de 500.000, que médicos, policías y bomberos juntos-, si tenemos en cuenta que todos ellos, los que deciden y los que se limitan a aplaudir sus decisiones, se muestran incapaces de anteponer los intereses de la comunidad a los suyos y de los grupos que les son propios.
Porque, no lo olvidemos, estamos en donde estamos por culpa de la clase política española, que no ha sabido ni ha querido, desde los niveles municipales, autonómicos y nacionales, poner en práctica políticas realistas alejadas del electoralismo, que trasladasen profesionalidad a la gestión de los fondos públicos y a la elaboración de normas y leyes que impidiesen el desatino de todo tipo en el que ahora nos vemos inmersos.
Que un político con capacidad de decisión se vaya de rositas de un cargo acumulando déficit millonarios a sus espaldas e hipotecando el futuro de las diferentes administraciones y empresas públicas no expresa sino el grado de corrupción que vive nuestro sistema democrático, con un grado de corporativismo inaceptable.
Todo ello no hace sino marcar las grandes diferencias entre la clase política y el resto de los ciudadanos sometidos, estos sí, al control de las leyes que precisamente elaboran aquellos.
Siento decirlo, pero en los momentos en los que vivimos, viendo y descubriendo lo que estamos viendo y descubriendo, nuestros dirigentes, los del Gobierno y los de la oposición, carecen de fuerza moral para exigir de los ciudadanos, como están haciendo, esfuerzos que superan con mucho los que ellos mismos han estado dispuestos a aplicarse y soportar.
Se están dando pasos agigantados, si se sigue por el actual camino, hacia una auténtica revolución de las masas que no sabemos en qué puede culminar. Muy bien, salvemos a la banca, ¿pero quién salva a las familias? ¿Quién lo hace con las empresas? ¿Quién genera expectativas a nuestra juventud?
Porque el dinero público, si está, lo está para unos y para otros, no para que los créditos se encarezcan, las hipotecas se limiten y los accionistas salven sus participaciones. Y, en todo caso, y si es obligado quedarse en Europa y mantener el euro, que nos expliquen de una vez, unos y otros, todos sentados en la misma mesa, cómo va a sustanciarse nuestro esfuerzo y qué beneficios y a qué plazo los vamos a obtener.
Eso sí, ya está bien de defender el papel de las autonomías, de las diputaciones y de los pequeños ayuntamientos incapaces de subsistir. Eliminemos, modificando la Constitución, todo este entramado de poder que se ha constituido y, ante la crisis, hagamos de verdad economía institucional de crisis.
Y si no, luego no se extrañen de que la ciudadanía pueda llegar a adoptar otras medidas. Amagos ya los hay dentro y fuera de nuestras fronteras. Véase el apogeo de grupos extremistas en Francia o Grecia o el mismo resurgir del movimiento 15-M.
Pasado ese tiempo y cuando los resultados de dicha estrategia brindaron una mayoría absoluta al PP, Alfredo Pérez Rubalcaba y los suyos han optado por copiar los modos y maneras de sus opositores, limitando lo menos posible las apariciones en público, de forma que la gravedad de la actual situación se identifique exclusivamente con el Gobierno de la nación, generándole un desgaste que vaya minando poco a poco los apoyos populares.
Son cosas de la política y ya sabemos que por muy participativo que pueda considerarse al sistema democrático –no digo ya al nuestro- al final son unos pocos, los designados en las urnas, los que hacen de su capa un sayo, creyéndose dueños y señores de todo lo público o, lo que es lo mismo, de todo lo que es de todos y, en una ínfima proporción, de ellos mismos.
Lo cierto es que vivimos unos momentos políticos y sociales en los que la sociedad se está planteando muy seriamente para qué queremos a nuestros representantes –el otro día me llegaba una información que recogía que en España tenemos más políticos, alrededor de 500.000, que médicos, policías y bomberos juntos-, si tenemos en cuenta que todos ellos, los que deciden y los que se limitan a aplaudir sus decisiones, se muestran incapaces de anteponer los intereses de la comunidad a los suyos y de los grupos que les son propios.
Porque, no lo olvidemos, estamos en donde estamos por culpa de la clase política española, que no ha sabido ni ha querido, desde los niveles municipales, autonómicos y nacionales, poner en práctica políticas realistas alejadas del electoralismo, que trasladasen profesionalidad a la gestión de los fondos públicos y a la elaboración de normas y leyes que impidiesen el desatino de todo tipo en el que ahora nos vemos inmersos.
Que un político con capacidad de decisión se vaya de rositas de un cargo acumulando déficit millonarios a sus espaldas e hipotecando el futuro de las diferentes administraciones y empresas públicas no expresa sino el grado de corrupción que vive nuestro sistema democrático, con un grado de corporativismo inaceptable.
Todo ello no hace sino marcar las grandes diferencias entre la clase política y el resto de los ciudadanos sometidos, estos sí, al control de las leyes que precisamente elaboran aquellos.
Siento decirlo, pero en los momentos en los que vivimos, viendo y descubriendo lo que estamos viendo y descubriendo, nuestros dirigentes, los del Gobierno y los de la oposición, carecen de fuerza moral para exigir de los ciudadanos, como están haciendo, esfuerzos que superan con mucho los que ellos mismos han estado dispuestos a aplicarse y soportar.
Se están dando pasos agigantados, si se sigue por el actual camino, hacia una auténtica revolución de las masas que no sabemos en qué puede culminar. Muy bien, salvemos a la banca, ¿pero quién salva a las familias? ¿Quién lo hace con las empresas? ¿Quién genera expectativas a nuestra juventud?
Porque el dinero público, si está, lo está para unos y para otros, no para que los créditos se encarezcan, las hipotecas se limiten y los accionistas salven sus participaciones. Y, en todo caso, y si es obligado quedarse en Europa y mantener el euro, que nos expliquen de una vez, unos y otros, todos sentados en la misma mesa, cómo va a sustanciarse nuestro esfuerzo y qué beneficios y a qué plazo los vamos a obtener.
Eso sí, ya está bien de defender el papel de las autonomías, de las diputaciones y de los pequeños ayuntamientos incapaces de subsistir. Eliminemos, modificando la Constitución, todo este entramado de poder que se ha constituido y, ante la crisis, hagamos de verdad economía institucional de crisis.
Y si no, luego no se extrañen de que la ciudadanía pueda llegar a adoptar otras medidas. Amagos ya los hay dentro y fuera de nuestras fronteras. Véase el apogeo de grupos extremistas en Francia o Grecia o el mismo resurgir del movimiento 15-M.
ENRIQUE BELLIDO