De pequeño, pollo a cámara lenta, adoraba los jaramagos, las obleas de los curas, el aguafuerte, la cintura de los camellos y pisarle el rabo a los gatos. Los mininos chanelaban del tema y no se me acercaban cuando ponía cara de abrillantador. Eso sí, se hacían un canutillo mareoso y te mostraban los alfileres como quien amenaza con el sobaco sudado. Me resultaba fascinante un barbero de mi pueblo, de remoquete Jopo, también gatuno, porque mientras hacía tiempo para pasarme la navaja, podía mirar de reojo las revistas porno y verle las peras a Marta Sánchez. Ni él ni su antigua barbería han sobrevivido a las rencillas del tiempo.
Aquello era el "paraguay-bombay". Y llegó "la complutense" de la vida, las tenazas para sacarte las muelas, comenzaron los pedestales a caerte sobre la cabeza. Hay que fastidiarse.
Mis héroes han cambiado a medida que yo me resisto a pasar por el filo de la espada. Curro Jiménez corre de espaldas en una yegua rucia y el resto de la guerrilla de mi infancia ronca en un arrecife de trabucos y papillas. Más bien lo que ha cambiado ha sido el perfil de héroe.
Los de antaño eran carpintería artesanal, tenían pujanza, hervor. Los de ahora son sepultureros y gorrones, hechos de pacharán y circo.
Pasamos del ferrero rocher a la megafonía del caballo de bastos. Mis ídolos hasta ahora eran los mismos superhombres que andaban de azotea en azotea, velando por el guisado de cada casa con el abanderado por fuera de la elástica. Te vigilaban el cocido poniendo en peligro sus costillas y el lomo.
De forma poco convencional, me fascinaba David el Gnomo, por ejemplo. Ahora me puedo creer que es siete veces más fuerte que yo... y veloz. Y siempre está de buen humor.
Yo sentía preferencia por el Zorro: un tipo leal, astuto, fuerte, decidido. Hasta guapo. En mi infancia, mi abuelo, que era como un gigante armado cogido por hilos, me enseñaba dónde se bañaban los jabalíes, dónde las grajas tenían su guardería montada... Y me mostró dónde ahorcaban los cazadores a los zorros.
Reconózcanme que un ser diminuto con gorro de cofradía que consigue que un lobo no se coma a un cordero y que este cordero no se coma una col y meterlos a todos en una barca... ¿No es acaso un genio?
La crisis nos ha convertido en mascotas de unos juglares muy mentirosos. Todos tenemos hinchados los racimos de metralla. No pienso meterme hoy en política, en política barracuda y piconera. Ya no hay manera de salir de la licuadora sin anestésicos salvo que comencemos el calendario por donde lo dejó el último cavernícola que se ladeó. Que nos han destripado el caballo y hay que continuar el camino a pie. Démonos cuenta de eso.
Yo he asumido que no solo de paja vive el hombre y que el penoseo no entiende de atajos. Nos tenemos que acoplar a la arroba, al arroyo, al chapuz. No hay otra.
Que mi libreta bancaria está descamisada, es de mozzarella, y que a lo mejor mi oficio ideal es el de mosquetero, pistolero o de indio navajo. Y ya me gustaría tener el cuidado de una culebra y dos bandas en cuchillo, y ser como El Solitario haciéndome un balcón en la cajafuerte de cada banco. Pero no, soy una medusa en pañales.
La crisis es un cambio de terminación para la chaquira, esos abalorios que Cortés les daba a los indios, y que nos restriegan, nos chantajean con ella repelada, pero seguimos siendo los mismos, igual de grises, igual de comestibles, igual de boquerones.
Con la crisis económica muere el imperio de las prostitutas y sus cosquillitas en la bañera. No hay pelas para aquellos que se iban en ayunas a darles pimienta a las buenas estrellas de la noche. El sexo hasta los ojos, el sexo con el puño y el euro, se nos va. El imperio de Enmedio se acerca, ni estamos allí ni estamos acá. Estamos en Transilvania, a pedales y sopapos.
La matrícula del diablo ya no es azul neón, sino parche encabronado. Y matan las moscas las diapositivas de cuando el rosa chicle movía nuestra gran tarta. Éramos okupas de un arroz en el fregadero.
Las cosas ya no caen hacia arriba y las cañadillas y cornetillas no tienen bicho. Para mas inri, me instan a que deshaucie de mi fachada a una familia de golondrinas.
Comienza esa novela por entregas, aquella de la manta estribera, el hatillo y la carreta para fundir oros, que a algunos les recordará a Cervantes cuando buscaba galletas para La Invencible en Castro del Río y el cura del pueblo le dijo tururú.
Y todo ello con esas paelleras de luz que en los teatros y en la paganía sirven para atormentar al incauto que se ha dejado una loncha con todo este bifostio de la crisis.
Regresamos a la cantera sin pajaritos, piedra desnuda que nos pica más que nosotros a ella, cabalgando relojes y teléfonos, hombres y mujeres malditos, hombres-lobo y zombis, con la trompa gacha y el perejil sacando renglones a los muertos: volvemos a la orilla, a la mediana de siempre, espesa como la mayonesa, con las zapatillas de andar por casa y a potrear a manotazos por un trabajo. Así bailamos un tango africano.
Está sucediendo tal cual. Al serrucho le lloran nuestros cuernos y ahora todos somos indios, rojos, indebidos, amas de llaves y poetas de pulsera. Yo paseo por la calle contando muertos y pinchos porque las esquelas me tiran piedras para que las mire. No soy tan viejo ni aún necesito pegamento para no hacerme añicos pero lo primero que atisbo con mugre en los ojos es la edad del finado. Y me estremezco.
Porque claro, debiendo de ser la muerte una feria de perros viejos acudiendo a ventanilla, un repiqueteo de señores pintados en un cajón, te tranquilizas y tranquilizas a tu bellota si el fiambre sobepasa los cincuenta. Y mucho es.
Desbordados nos encontramos con los mocos como platas y el amanecer ojeando a tiros a los monos. ¿Dónde quedó la patria del chocolate? Ya no miramos los jardines de Europa... Volvemos a los jaramagos del Tíbet, al estómago bravo.
Con todo ello, están de vuelta el regateo, las horas precisas, las minúsculas, el pellizco. Algunos le daremos al organillo para que el primer bocado de nuestra nueva era no nos sepa a canibalismo ni a rayón de rotulador.
Si el general Patton abundase en muchos de nuestros bocadillos y viese el penalti que nos hemos comido, nos daría con la rótula izquierda en la boca por haber perdido la guerra como "putos cabrones".
Sin embargo, la crisis que nos ensangrenta la fruta tiene una solución para volverse rubia, para volverse rumba y que no nos joda los tejidos blandos. La crisis tiene alojamiento y facultades de gobierno, es epidemia heroica para nosotros. Comprémonos un viejo y sabremos resistir este varapalo con serenidad olímpica.
Cambiemos. Cambiemos de mangas y de cielo. Pasemos del cielo arcangélico al cielo del canalillo y el tobogán. Cambiemos el pescozón por el enamoramiento y el pezón; transformemos las palizas por el "asómate a la ventana", por corrientes de agua limpia y duchas de aire. Cambiemos el gatillo por el perro suelto. Bienvenido el día a día.
Yo apostaría por volvernos viñetas y globos aerostáticos. Como siempre fuimos, gente de garabato, hechos de piel, esquilados hasta las cejas. Pero auténticos. Así de sencillo. Apostaría por reconvertirnos en agua de caverna, agua lenta y grosera, rellenar los huecos de manicomio con más alegría, con más vecindad, con más sexo con seso y a lo loco. ¿Por qué no?
Montemos las carabelas para buscar un nuevo asfalto, jodamos con las crines, con las colas, con lo ufano y con las tretas; jodamos como truchas y como morteros; hagamos el amor con las caricias y con los postres, toscanos o corintios, siempre duros... Jodamos sin amor o con amor, con pasión e inteligencia; separemos las espinas del pescado con las manos.
La primavera loca nos ha dado la señal, un estampido de confesiones y confusiones nos ha indicado el carril que hay que seguir sin pantalones, echando polvos muy minerales, polvos que canten el Credo, volviendo a ser personas en vez de maniquíes.
El sexo nos brinda una perspectiva viva y graciosa en la que ya no se vive en caravana ni se busca la mancha negra. Nos otorga un volumen diferente, intensamente felino. Ahora vemos con diplomacia lo afortunados que somos por tener buenos amigos, lo agradable que resulta apretarse en los trenes, que no todo es cuadrado ni que el arcén es tan malo como lo pintan.
Es hora de pintarnos la cara, de hacerlo con las ruedas de un todoterreno si hiciera falta, reconducirnos y seducirnos a nosotros mismos. La crisis, los destrozos, se arreglan o se tiran como unos muebles. Lo que queda de todo estropicio somos nosotros. Y cada uno, movido por voluntad, buena fe y buenas intenciones, somos zafiros en potencia.
Es hora de comernos los pecados, bebernos a morro a nuestras parejas, soltar la cadena y romper los eslabones; amarnos en los coches, en los campos, practicar el sexo como la más alta expresión del deporte, de la esgrima entre naúfragos.
Reconozco que los gatos están en todo su derecho de pisarme el rabo. Pero ya me da igual. Y yo les doy igual a ellos. Si de algo se pueden preciar los felinos es de ser unos supervivientes natos que bailan su sopa de noche. Cuando los monstruos duermen.
Postdata; Me vuelven a gustar los jaramagos.
Aquello era el "paraguay-bombay". Y llegó "la complutense" de la vida, las tenazas para sacarte las muelas, comenzaron los pedestales a caerte sobre la cabeza. Hay que fastidiarse.
Mis héroes han cambiado a medida que yo me resisto a pasar por el filo de la espada. Curro Jiménez corre de espaldas en una yegua rucia y el resto de la guerrilla de mi infancia ronca en un arrecife de trabucos y papillas. Más bien lo que ha cambiado ha sido el perfil de héroe.
Los de antaño eran carpintería artesanal, tenían pujanza, hervor. Los de ahora son sepultureros y gorrones, hechos de pacharán y circo.
Pasamos del ferrero rocher a la megafonía del caballo de bastos. Mis ídolos hasta ahora eran los mismos superhombres que andaban de azotea en azotea, velando por el guisado de cada casa con el abanderado por fuera de la elástica. Te vigilaban el cocido poniendo en peligro sus costillas y el lomo.
De forma poco convencional, me fascinaba David el Gnomo, por ejemplo. Ahora me puedo creer que es siete veces más fuerte que yo... y veloz. Y siempre está de buen humor.
Yo sentía preferencia por el Zorro: un tipo leal, astuto, fuerte, decidido. Hasta guapo. En mi infancia, mi abuelo, que era como un gigante armado cogido por hilos, me enseñaba dónde se bañaban los jabalíes, dónde las grajas tenían su guardería montada... Y me mostró dónde ahorcaban los cazadores a los zorros.
Reconózcanme que un ser diminuto con gorro de cofradía que consigue que un lobo no se coma a un cordero y que este cordero no se coma una col y meterlos a todos en una barca... ¿No es acaso un genio?
La crisis nos ha convertido en mascotas de unos juglares muy mentirosos. Todos tenemos hinchados los racimos de metralla. No pienso meterme hoy en política, en política barracuda y piconera. Ya no hay manera de salir de la licuadora sin anestésicos salvo que comencemos el calendario por donde lo dejó el último cavernícola que se ladeó. Que nos han destripado el caballo y hay que continuar el camino a pie. Démonos cuenta de eso.
Yo he asumido que no solo de paja vive el hombre y que el penoseo no entiende de atajos. Nos tenemos que acoplar a la arroba, al arroyo, al chapuz. No hay otra.
Que mi libreta bancaria está descamisada, es de mozzarella, y que a lo mejor mi oficio ideal es el de mosquetero, pistolero o de indio navajo. Y ya me gustaría tener el cuidado de una culebra y dos bandas en cuchillo, y ser como El Solitario haciéndome un balcón en la cajafuerte de cada banco. Pero no, soy una medusa en pañales.
La crisis es un cambio de terminación para la chaquira, esos abalorios que Cortés les daba a los indios, y que nos restriegan, nos chantajean con ella repelada, pero seguimos siendo los mismos, igual de grises, igual de comestibles, igual de boquerones.
Con la crisis económica muere el imperio de las prostitutas y sus cosquillitas en la bañera. No hay pelas para aquellos que se iban en ayunas a darles pimienta a las buenas estrellas de la noche. El sexo hasta los ojos, el sexo con el puño y el euro, se nos va. El imperio de Enmedio se acerca, ni estamos allí ni estamos acá. Estamos en Transilvania, a pedales y sopapos.
La matrícula del diablo ya no es azul neón, sino parche encabronado. Y matan las moscas las diapositivas de cuando el rosa chicle movía nuestra gran tarta. Éramos okupas de un arroz en el fregadero.
Las cosas ya no caen hacia arriba y las cañadillas y cornetillas no tienen bicho. Para mas inri, me instan a que deshaucie de mi fachada a una familia de golondrinas.
Comienza esa novela por entregas, aquella de la manta estribera, el hatillo y la carreta para fundir oros, que a algunos les recordará a Cervantes cuando buscaba galletas para La Invencible en Castro del Río y el cura del pueblo le dijo tururú.
Y todo ello con esas paelleras de luz que en los teatros y en la paganía sirven para atormentar al incauto que se ha dejado una loncha con todo este bifostio de la crisis.
Regresamos a la cantera sin pajaritos, piedra desnuda que nos pica más que nosotros a ella, cabalgando relojes y teléfonos, hombres y mujeres malditos, hombres-lobo y zombis, con la trompa gacha y el perejil sacando renglones a los muertos: volvemos a la orilla, a la mediana de siempre, espesa como la mayonesa, con las zapatillas de andar por casa y a potrear a manotazos por un trabajo. Así bailamos un tango africano.
Está sucediendo tal cual. Al serrucho le lloran nuestros cuernos y ahora todos somos indios, rojos, indebidos, amas de llaves y poetas de pulsera. Yo paseo por la calle contando muertos y pinchos porque las esquelas me tiran piedras para que las mire. No soy tan viejo ni aún necesito pegamento para no hacerme añicos pero lo primero que atisbo con mugre en los ojos es la edad del finado. Y me estremezco.
Porque claro, debiendo de ser la muerte una feria de perros viejos acudiendo a ventanilla, un repiqueteo de señores pintados en un cajón, te tranquilizas y tranquilizas a tu bellota si el fiambre sobepasa los cincuenta. Y mucho es.
Desbordados nos encontramos con los mocos como platas y el amanecer ojeando a tiros a los monos. ¿Dónde quedó la patria del chocolate? Ya no miramos los jardines de Europa... Volvemos a los jaramagos del Tíbet, al estómago bravo.
Con todo ello, están de vuelta el regateo, las horas precisas, las minúsculas, el pellizco. Algunos le daremos al organillo para que el primer bocado de nuestra nueva era no nos sepa a canibalismo ni a rayón de rotulador.
Si el general Patton abundase en muchos de nuestros bocadillos y viese el penalti que nos hemos comido, nos daría con la rótula izquierda en la boca por haber perdido la guerra como "putos cabrones".
Sin embargo, la crisis que nos ensangrenta la fruta tiene una solución para volverse rubia, para volverse rumba y que no nos joda los tejidos blandos. La crisis tiene alojamiento y facultades de gobierno, es epidemia heroica para nosotros. Comprémonos un viejo y sabremos resistir este varapalo con serenidad olímpica.
Cambiemos. Cambiemos de mangas y de cielo. Pasemos del cielo arcangélico al cielo del canalillo y el tobogán. Cambiemos el pescozón por el enamoramiento y el pezón; transformemos las palizas por el "asómate a la ventana", por corrientes de agua limpia y duchas de aire. Cambiemos el gatillo por el perro suelto. Bienvenido el día a día.
Yo apostaría por volvernos viñetas y globos aerostáticos. Como siempre fuimos, gente de garabato, hechos de piel, esquilados hasta las cejas. Pero auténticos. Así de sencillo. Apostaría por reconvertirnos en agua de caverna, agua lenta y grosera, rellenar los huecos de manicomio con más alegría, con más vecindad, con más sexo con seso y a lo loco. ¿Por qué no?
Montemos las carabelas para buscar un nuevo asfalto, jodamos con las crines, con las colas, con lo ufano y con las tretas; jodamos como truchas y como morteros; hagamos el amor con las caricias y con los postres, toscanos o corintios, siempre duros... Jodamos sin amor o con amor, con pasión e inteligencia; separemos las espinas del pescado con las manos.
La primavera loca nos ha dado la señal, un estampido de confesiones y confusiones nos ha indicado el carril que hay que seguir sin pantalones, echando polvos muy minerales, polvos que canten el Credo, volviendo a ser personas en vez de maniquíes.
El sexo nos brinda una perspectiva viva y graciosa en la que ya no se vive en caravana ni se busca la mancha negra. Nos otorga un volumen diferente, intensamente felino. Ahora vemos con diplomacia lo afortunados que somos por tener buenos amigos, lo agradable que resulta apretarse en los trenes, que no todo es cuadrado ni que el arcén es tan malo como lo pintan.
Es hora de pintarnos la cara, de hacerlo con las ruedas de un todoterreno si hiciera falta, reconducirnos y seducirnos a nosotros mismos. La crisis, los destrozos, se arreglan o se tiran como unos muebles. Lo que queda de todo estropicio somos nosotros. Y cada uno, movido por voluntad, buena fe y buenas intenciones, somos zafiros en potencia.
Es hora de comernos los pecados, bebernos a morro a nuestras parejas, soltar la cadena y romper los eslabones; amarnos en los coches, en los campos, practicar el sexo como la más alta expresión del deporte, de la esgrima entre naúfragos.
Reconozco que los gatos están en todo su derecho de pisarme el rabo. Pero ya me da igual. Y yo les doy igual a ellos. Si de algo se pueden preciar los felinos es de ser unos supervivientes natos que bailan su sopa de noche. Cuando los monstruos duermen.
Postdata; Me vuelven a gustar los jaramagos.
J. DELGADO-CHUMILLA