De pequeño, era miedo: temía a aquellas figuras ocultas de los pies a la cabeza en las que solo unos ojos asomaban tras los agujeros del capirote y parecían vigilar a todos. La gente formaba un estrecho pasillo por donde desfilaban en silencio unos seres clonados que emergían por centenares, portando grandes velas que dejaban a su paso un suelo resbaladizo de cera. Otros cargaban con una o varias cruces de madera para castigarse con un esfuerzo público, ante los demás.
De mayor, tampoco le atrajo esa celebración de la muerte con figuras que representaban una Pasión morbosa, mediante tronos en los que se idolatraban imágenes de dolor, ni el ejército de encapuchados que procesionaba tras ellas. Le seguía pareciendo un ritual irracional fruto de la superstición y la ignorancia, más propio del medioevo. Por eso nunca le gustó de la Semana Santa. Le parecía tenebrosa.
De mayor, tampoco le atrajo esa celebración de la muerte con figuras que representaban una Pasión morbosa, mediante tronos en los que se idolatraban imágenes de dolor, ni el ejército de encapuchados que procesionaba tras ellas. Le seguía pareciendo un ritual irracional fruto de la superstición y la ignorancia, más propio del medioevo. Por eso nunca le gustó de la Semana Santa. Le parecía tenebrosa.
DANIEL GUERRERO