Vuelven a cargar contra los homosexuales y contra las mujeres. Vuelven a usar los púlpitos para envenenar las almas de los que aún se fían de ellos. Continúan interpretando el Evangelio a su antojo para extender su odio al diferente y para quemar a los herejes que se atreven a cuestionar su dogma. No soportan, como no han soportado nunca, que haya gente que viva en libertad; que ame, que aborte o que tenga orgasmos con quien estime conveniente.
El obispo de Alcalá de Henares no ha hecho nada que no haya hecho antes. Es conocido por sus consignas homofóbicas y su querencia a los símbolos franquistas. Si viviéramos en un verdadero Estado de Derecho, las declaraciones de Juan Antonio Reig Plá serían apología de violencia contra los homosexuales. Es decir, la Fiscalía General del Estado estaría investigando los posibles crímenes de este funcionario vaticano que ingresa su sueldo de los homosexuales contribuyentes.
Sin embargo, en España se nos pide respeto a los que estamos hartos de aguantar las faltas de respeto de una pandilla eclesial que, gracias a su supuesto poder divino, es impune a los delitos penales que comete, está exenta de pagar tributos y, por si no tuvieran bastante, recibe dinero público con licencia para lanzar mensajes de odio contra las minorías sexuales.
No respeto a los jerarcas de la Iglesia católica. Insisto: a los jerarcas, porque a los cristianos sí que los respeto profundamente. No me puede merecer respeto quien no tolera mi orientación sexual por “antinatural y contraproducente para la sociedad”.
No puedo respetar a una organización que solo ha firmado diez de las 103 convenciones internacionales de Derechos Humanos y que utiliza el altavoz de una televisión pública para relacionar homosexualidad con prostitución.
La Iglesia católica no ha firmado ni un solo documento para defender los derechos de las mujeres, de los pueblos indígenas, contra el apartheid, contra los crímenes de guerra o contra la pena de muerte. No puedo respetar a quien ni siquiera ha ratificado la Declaración Universal de Derechos Humanos.
No puedo respetar a quien votó contra la despenalización de la homosexualidad en el seno de Naciones Unidas, aliándose con países donde se matan a los homosexuales y a los transexuales. Porque, en contra de las enseñanzas de Jesús de Nazaret, la Iglesia solo ha vivido y vive pegada a los poderosos; porque apoyaron demasiadas torturas contra los diferentes; porque han sido cómplices de muchos regímenes autoritarios y siguen queriendo instalar su doctrina –muy alejada, paradójicamente, de lo que recoge su propio Libro Sagrado- como norma fundamental del Estado.
Porque usan el boato y el lujo para su disfrute; porque no multiplican el pan y los peces para paliar las injusticias que avergüenzan al mundo; porque en el Tercer Mundo no tienen afán de acabar con la desigualdad; porque predican un mensaje de pobreza que no llevan a la práctica; porque interfieren en el funcionamiento de Estados libres y democráticos.
No respeto a los jerarcas de la Iglesia católica y mucho menos, a los dogmáticos ultraconservadores que, si pudieran, me quemarían vivo por homosexual, por ateo y por ser de izquierdas. Gente que, como ya ha ocurrido en alguna que otra ocasión, intentaría censurar mi libertad de expresión para evitar, por ejemplo, que este artículo fuera publicado.
No puedo respetar a una organización que solo encomienda a las mujeres tareas de limpieza o de corte y confección; una entidad que considera que la principal labor de la mujer es la reproductora y, su principal misión, el cuidado de la familia.
No se puede tener respeto por una organización que se opone a leyes constitucionales que han sido apoyadas por una amplia mayoría de ciudadanos. Tampoco puedo respetar a quienes han usado el miedo –con conceptos antediluvianos como el pecado, el infierno o el demonio- para atemorizar a la población y cercenar su libertad.
No me merece el más mínimo respeto quien teme a los hombres y mujeres libres porque saben que tras esa libertad está el fin de su poder omnímodo; no respeto a quien amenaza, boicotea e insulta a quienes no escriben tal y como lo hacen los "periodistas" de Alfa y Omega.
No merece respeto una comunidad que se permite juzgar y dar lecciones de moralidad a todos los mortales, pero que, cuando somos los mortales quienes juzgamos su moralidad, somos tachados de "anticlericales" e "irrespetuosos".
No respeto las mentiras, ni el miedo ni el odio que expanden contra los herejes. No respeto a quienes usan el nombre de Dios en vano, y eso que no tengo nada más que una religión y un dios: la democracia y la Declaración Universal de los Derechos Humanos.
No aceptaré el posible perdón del obispo de Alcalá de Henares. No soy creyente y el perdón es un acto piadosos que no estoy dispuesto a conceder a quien, con su odio, se convierta en cómplice o instigador de tratos discriminatorios contra personas homosexuales o transexuales.
Lo único que espero es que el odio no sea subvencionado por los impuestos terrenales ni retransmitido en directo por la televisión que pagamos entre todos los españoles. Solo espero las cosas que espera cualquier ciudadano de un país corriente: que se respete la libertad, que se haga justicia y que el odio no salga rentable.
El obispo de Alcalá de Henares no ha hecho nada que no haya hecho antes. Es conocido por sus consignas homofóbicas y su querencia a los símbolos franquistas. Si viviéramos en un verdadero Estado de Derecho, las declaraciones de Juan Antonio Reig Plá serían apología de violencia contra los homosexuales. Es decir, la Fiscalía General del Estado estaría investigando los posibles crímenes de este funcionario vaticano que ingresa su sueldo de los homosexuales contribuyentes.
Sin embargo, en España se nos pide respeto a los que estamos hartos de aguantar las faltas de respeto de una pandilla eclesial que, gracias a su supuesto poder divino, es impune a los delitos penales que comete, está exenta de pagar tributos y, por si no tuvieran bastante, recibe dinero público con licencia para lanzar mensajes de odio contra las minorías sexuales.
No respeto a los jerarcas de la Iglesia católica. Insisto: a los jerarcas, porque a los cristianos sí que los respeto profundamente. No me puede merecer respeto quien no tolera mi orientación sexual por “antinatural y contraproducente para la sociedad”.
No puedo respetar a una organización que solo ha firmado diez de las 103 convenciones internacionales de Derechos Humanos y que utiliza el altavoz de una televisión pública para relacionar homosexualidad con prostitución.
La Iglesia católica no ha firmado ni un solo documento para defender los derechos de las mujeres, de los pueblos indígenas, contra el apartheid, contra los crímenes de guerra o contra la pena de muerte. No puedo respetar a quien ni siquiera ha ratificado la Declaración Universal de Derechos Humanos.
No puedo respetar a quien votó contra la despenalización de la homosexualidad en el seno de Naciones Unidas, aliándose con países donde se matan a los homosexuales y a los transexuales. Porque, en contra de las enseñanzas de Jesús de Nazaret, la Iglesia solo ha vivido y vive pegada a los poderosos; porque apoyaron demasiadas torturas contra los diferentes; porque han sido cómplices de muchos regímenes autoritarios y siguen queriendo instalar su doctrina –muy alejada, paradójicamente, de lo que recoge su propio Libro Sagrado- como norma fundamental del Estado.
Porque usan el boato y el lujo para su disfrute; porque no multiplican el pan y los peces para paliar las injusticias que avergüenzan al mundo; porque en el Tercer Mundo no tienen afán de acabar con la desigualdad; porque predican un mensaje de pobreza que no llevan a la práctica; porque interfieren en el funcionamiento de Estados libres y democráticos.
No respeto a los jerarcas de la Iglesia católica y mucho menos, a los dogmáticos ultraconservadores que, si pudieran, me quemarían vivo por homosexual, por ateo y por ser de izquierdas. Gente que, como ya ha ocurrido en alguna que otra ocasión, intentaría censurar mi libertad de expresión para evitar, por ejemplo, que este artículo fuera publicado.
No puedo respetar a una organización que solo encomienda a las mujeres tareas de limpieza o de corte y confección; una entidad que considera que la principal labor de la mujer es la reproductora y, su principal misión, el cuidado de la familia.
No se puede tener respeto por una organización que se opone a leyes constitucionales que han sido apoyadas por una amplia mayoría de ciudadanos. Tampoco puedo respetar a quienes han usado el miedo –con conceptos antediluvianos como el pecado, el infierno o el demonio- para atemorizar a la población y cercenar su libertad.
No me merece el más mínimo respeto quien teme a los hombres y mujeres libres porque saben que tras esa libertad está el fin de su poder omnímodo; no respeto a quien amenaza, boicotea e insulta a quienes no escriben tal y como lo hacen los "periodistas" de Alfa y Omega.
No merece respeto una comunidad que se permite juzgar y dar lecciones de moralidad a todos los mortales, pero que, cuando somos los mortales quienes juzgamos su moralidad, somos tachados de "anticlericales" e "irrespetuosos".
No respeto las mentiras, ni el miedo ni el odio que expanden contra los herejes. No respeto a quienes usan el nombre de Dios en vano, y eso que no tengo nada más que una religión y un dios: la democracia y la Declaración Universal de los Derechos Humanos.
No aceptaré el posible perdón del obispo de Alcalá de Henares. No soy creyente y el perdón es un acto piadosos que no estoy dispuesto a conceder a quien, con su odio, se convierta en cómplice o instigador de tratos discriminatorios contra personas homosexuales o transexuales.
Lo único que espero es que el odio no sea subvencionado por los impuestos terrenales ni retransmitido en directo por la televisión que pagamos entre todos los españoles. Solo espero las cosas que espera cualquier ciudadano de un país corriente: que se respete la libertad, que se haga justicia y que el odio no salga rentable.
RAÚL SOLÍS