Habrá que reconocer que la Monarquía no atraviesa por sus mejores momentos. Las circunstancias que han coincidido en los últimos meses han servido a los programas-basura, en los que personajes de dudoso linaje ético se alimentan de las miserias humanas para dirigir sus comentarios zafios contra la institución monárquica y a los sectores más republicanos de nuestra sociedad, incluidos partidos políticos, para intentar poner en jaque nuestra fórmula constitucional de Estado.
¿Es España un país sociológicamente monárquico? Si tenemos en cuenta que los nacidos en 1936 tienen ahora 76 años, la inmensa mayoría de los españoles hemos vivido solo con dos formas de gobierno: el de la dictadura franquista y el de la monarquía juancarlista. Este último democrático y aquel, no.
De la República solo pueden tener un cierto nivel de recuerdo quienes hayan superado los noventa años de edad y, todo hay que decirlo, referido a los años de la niñez y primera etapa de la juventud.
De ahí que me atreva a decir, sin apenas margen para equivocarme, que los españoles no se sienten identificados en modo alguno con la República como forma de Estado, por mucho que no lo estén con la Monarquía por las connotaciones de índole hereditario y vitalicio de la misma.
Nos importa un bledo, es lo cierto, que la figura representativa del país sea una u otra –nuestra capacidad de adaptación a lo largo de la historia ha sido total-. Algo muy distinto a que nos preocupemos o no de que quien asume las competencias representativas lo haga con la dignidad suficiente y no representando nunca un problema añadido para nuestra convivencia interna e internacional.
La verdad es que la monarquía jugó, en unos momentos de incertidumbre para España como fue el final del franquismo, un papel fundamental que hizo posible la transición que vivimos hacia un régimen democrático. Quien no reconozca esto es que antepone sus intereses sectarios a la realidad política y social de nuestro país.
El mismo papel que le tocó jugar durante el 23-F dada la autoridad moral que el Rey ejercía sobre las Fuerzas Armadas y su sometimiento a la legalidad democrática. A partir de ahí, la monarquía ha venido ocupando el lugar que le correspondía, respetando constitucionalmente el poder del pueblo, en manos de los representantes parlamentarios y los partidos políticos, así como llevando a cabo aquellas actividades que la propia Constitución le confiere como propias y las que desde el Gobierno se le indicaban como más idóneas, sin sobrepasar nunca la neutralidad que le debe ser exigida.
Por ello, juzgar con severidad a la más representativa institución del Estado por el hecho de que el marido de una de las infantas se haya lucrado de su cargo, con o sin conocimiento de la propia infanta; porque uno de los nietos utilizase de forma indebida, y seguramente ilegal, un arma de fuego; o porque el propio Rey se fracturase la cadera en una jornada de caza, me parece intentar poner contra la pared a la Monarquía en unos momentos en los que estamos sobrados de sobresaltos.
De acuerdo, no resulta ejemplarizante que un miembro de la Casa Real se enriquezca ilícitamente en función de su posición, como tampoco lo es que el exmarido de la infanta permita a su hijo usar una escopeta de caza. Tampoco es un ejemplo que el Rey gaste una parte de su patrimonio, en momentos como este, en presuntas cacerías de elefantes.
Pero habría que preguntarse si de ello estaría libre un presidente de la República o cualquier otra monarquía, o si estaríamos nosotros mismos libres de ocupar su posición, y, lo que es más importante, si las funciones institucionales que la ley impone al monarca las cumple y sirven a los intereses de España.
El sistema monárquico es imperfecto, como imperfecto lo es el republicano. Pero, en todo caso, ahí están las leyes para que cuando tales imperfecciones traspasen los límites de la legalidad, sean sometidas al control de la Justicia. ¿O habría que poner en cuestión el sistema democrático porque unos cuantos altos cargos se beneficien ilícitamente de lo público?
Ciertamente, los astros no se han aliado con Juan Carlos I y supongo que al Rey y su familia esta situación les estará provocando serios quebraderos de cabeza, al margen de los problemas más íntimos que, como en cualquier familia, pudieran acontecer. Pero no creo que sea positivo para la sociedad española que los generadores de opinión creen un nuevo foco de desconfianza que sumar a los muchos ya existentes.
¿Es España un país sociológicamente monárquico? Si tenemos en cuenta que los nacidos en 1936 tienen ahora 76 años, la inmensa mayoría de los españoles hemos vivido solo con dos formas de gobierno: el de la dictadura franquista y el de la monarquía juancarlista. Este último democrático y aquel, no.
De la República solo pueden tener un cierto nivel de recuerdo quienes hayan superado los noventa años de edad y, todo hay que decirlo, referido a los años de la niñez y primera etapa de la juventud.
De ahí que me atreva a decir, sin apenas margen para equivocarme, que los españoles no se sienten identificados en modo alguno con la República como forma de Estado, por mucho que no lo estén con la Monarquía por las connotaciones de índole hereditario y vitalicio de la misma.
Nos importa un bledo, es lo cierto, que la figura representativa del país sea una u otra –nuestra capacidad de adaptación a lo largo de la historia ha sido total-. Algo muy distinto a que nos preocupemos o no de que quien asume las competencias representativas lo haga con la dignidad suficiente y no representando nunca un problema añadido para nuestra convivencia interna e internacional.
La verdad es que la monarquía jugó, en unos momentos de incertidumbre para España como fue el final del franquismo, un papel fundamental que hizo posible la transición que vivimos hacia un régimen democrático. Quien no reconozca esto es que antepone sus intereses sectarios a la realidad política y social de nuestro país.
El mismo papel que le tocó jugar durante el 23-F dada la autoridad moral que el Rey ejercía sobre las Fuerzas Armadas y su sometimiento a la legalidad democrática. A partir de ahí, la monarquía ha venido ocupando el lugar que le correspondía, respetando constitucionalmente el poder del pueblo, en manos de los representantes parlamentarios y los partidos políticos, así como llevando a cabo aquellas actividades que la propia Constitución le confiere como propias y las que desde el Gobierno se le indicaban como más idóneas, sin sobrepasar nunca la neutralidad que le debe ser exigida.
Por ello, juzgar con severidad a la más representativa institución del Estado por el hecho de que el marido de una de las infantas se haya lucrado de su cargo, con o sin conocimiento de la propia infanta; porque uno de los nietos utilizase de forma indebida, y seguramente ilegal, un arma de fuego; o porque el propio Rey se fracturase la cadera en una jornada de caza, me parece intentar poner contra la pared a la Monarquía en unos momentos en los que estamos sobrados de sobresaltos.
De acuerdo, no resulta ejemplarizante que un miembro de la Casa Real se enriquezca ilícitamente en función de su posición, como tampoco lo es que el exmarido de la infanta permita a su hijo usar una escopeta de caza. Tampoco es un ejemplo que el Rey gaste una parte de su patrimonio, en momentos como este, en presuntas cacerías de elefantes.
Pero habría que preguntarse si de ello estaría libre un presidente de la República o cualquier otra monarquía, o si estaríamos nosotros mismos libres de ocupar su posición, y, lo que es más importante, si las funciones institucionales que la ley impone al monarca las cumple y sirven a los intereses de España.
El sistema monárquico es imperfecto, como imperfecto lo es el republicano. Pero, en todo caso, ahí están las leyes para que cuando tales imperfecciones traspasen los límites de la legalidad, sean sometidas al control de la Justicia. ¿O habría que poner en cuestión el sistema democrático porque unos cuantos altos cargos se beneficien ilícitamente de lo público?
Ciertamente, los astros no se han aliado con Juan Carlos I y supongo que al Rey y su familia esta situación les estará provocando serios quebraderos de cabeza, al margen de los problemas más íntimos que, como en cualquier familia, pudieran acontecer. Pero no creo que sea positivo para la sociedad española que los generadores de opinión creen un nuevo foco de desconfianza que sumar a los muchos ya existentes.
ENRIQUE BELLIDO